Algunos tienen que acostumbrarse.
Otros tenemos que desacostumbrarnos.
La historia previa le decía que lo
normal era el quilombo. Todo. Todo el tiempo. Gritos. Enojos. Después silencio.
Hacer como si nada hubiera pasado. Comerse los mocos y sentarse a la mesa. Y
vuelta a empezar.
Algunos viven eso en su infancia y
después repiten. Porque no saben que pueden encontrarse algo distinto.
Buscarlo. Elegirlo. Cuidarlo.
Otros tenemos suerte. Resiliencia que
le dicen.
Al principio hacemos de nuestra propia
historia como adultos un quilombo también. Hasta que abrimos los ojos –porque
los que nos rodean en esta nueva empresa nos obligan, porque hemos sido capaces
de pensar y madurar nuestra prehistoria- y decidimos dejar atrás la vida
tormentosa. Pero para eso hay que hacer una transmutación estructural. Hay que
acostumbrarse a la paz. A que esté todo bien. Eso hay que elegirlo
concienzudamente. Sin boicotearse.
Tenés que aceptar que merecés –y aún,
que existe- otra vida. Así: que vos te forjaste. Feliz. Sin bardos boludos. Sin
dramas deprimentes. Sólo plagada de alegrías. De logros. De entusiasmo. De
crecimientos.
Tal vez son rachas. Tal vez son
elecciones. Cotidianas. Mínimas. Pero trascendentales.
Si no te perdonás una, no sirve. Pero
sí el replanteo, el señalamiento de un guía –tu compañero, tu hijo- que con
certeza y dulzura te indica que estás por mear fuera del tarro. Eso ayuda a
mejorar, a crecer.
En fin. Tu vida es lo que vos decidas.
Si vivís en medio de una tormenta cotidiana, es porque decidiste para el orto.
Y lo seguís haciendo.
Esto no quiere decir que tenés que
escapar de ese relato en el que estás metido. Esa sería la solución inmadura.
La opción cobarde. Lo que tenés que tener en claro es que el matrimonio, la
pareja, la familia son una construcción diaria. Constante. Agotadora, pero, a
la vez, retroalimentadora.
Es necesario que tengas una mirada
madura de tu realidad. Porque solamente así vas a elegir a un/a maduro/a que
camine a tu lado. Haciéndose cargo juntos de las acciones que requiere su
familia, su proyecto, incluso su individualidad (porque un maduro te quiere
maduro, te prefiere pleno)
La familia necesita, sin dudas, del
trabajo en equipo. Primero, claro, los que decidieron armarla. Después, por
contagio, los que empiezan a formarla desde que son mencionados por primera
vez.
No es requerimiento sine qua non que los
cabeza de familia sean dos grosos. No te abatatés. No te tirés para abajo para
no hacerte cargo. La condición de “groso” la adjudica barajar la posibilidad de
madurar lo aspectos en los que estás flojo. Sos groso si te atrevés a
revisarte, a escuchar lo que el otro te dice –aunque te haga sentir para el
culo- sobre cómo lo hiciste sentir. Otra vez, la clave es la empatía.
Palabrita de moda y que nadie
practica. Porque para sentir verdadera empatía por lo que el otro siente, hay
que haber estado ahí. Aunque sea por un instante, cuando entramos en el relato
del sentimiento ajeno y sentimos las mismas flechas clavadas en el alma, el
mismo estrujamiento del corazón, la misma revolución intestina. Término griego
el de empatía. En- es un prefijo que significa “desde el interior”. –patía viene
de pathos,
“enfermedad, padecimiento”. Clarísimo: sentir empatía es poder instalarse en el
corazón del otro para sentir -como él lo hace- sus sufrimientos, sus miserias.
Cuando te das cuenta de que el otro no
es tu enemigo. Cuando te das cuenta de que formaste un equipo. Cuando empezás a
pensar en proteger a los otros como deberías (lo terrible es que no lo hacés)
cuidar de vos. Cuando dejás de vivir a la defensiva. Con escudo. Eso es sentir
empatía. Eso es caminar hacia el éxito. ´
Porque para tener éxito hay que
transmutar. Nadie nació siendo genial. Tal vez sí, pero en un aspecto
particular. La auténtica genialidad es resultado. Es producto en constante
reelaboración. Es un texto que no se publica nunca. Porque siempre hay que
reescribirlo.
Pero. Un consejo.
No dejes de escribir porque te da
trabajo. No dejes de escribir porque seguro que te equivocás. Porque vas a
tener que corregir. Lo que estoy diciendo es que lleves herramientas para
reelaborar. En vez de lapicera, usá lápiz negro. De modo que puedas volver
sobre tus pasos sin dejar un manchón de tinta. No te estoy diciendo que
escribas con trazo débil, temeroso, inseguro. Te digo que avances con firmeza,
pero mirando alrededor. Y, el alrededor que verdaderamente importa el de tu
familia.
Hacé de tu núcleo un refugio de paz. Que
contagie. Que inspire. Dales certezas a tus hijos. Y ganas de dudar. Dáles la
confianza del que se atreve a pedir perdón. Porque se sabe amado. Y del que perdona.
Porque se sabe erróneo.
Permitítelo vos. Permitíselo a los que
te generan dolor. Aunque no lo hagan. Vos tenés una clave. La vibración eterna,
impulsante, inagotable, del amor. De quien ha encontrado un motivo para estar
vivo. Y lo alimenta a cada instante. Capaz te da paja. Capaz te parece un
cagadón tener que vivir responsabilizándote de todo. No te propongo que lleves
en la mochila –no podía ser una cartera- un látigo, para castigarte cada vez
que decís “la puta madre” en vez de “contar hasta diez”. Lo que pasa es que no
hay que contar hasta 10. Esa no es la solución. No es la clave. La clave es intentar
hacerte la vida menos chota. Menos taciturna. Menos domingo a las 19. “El momento
de mayor cantidad de suicidios.”
Pues, para eso. Para que tu vida no
sea un aguantar. Un tolerar. Un morirse por un pucho, una birra o una picadita.
Para eso hay que estar atento 24/7. Porque el único mago, el único Jesucristo,
el único gurú, el único masaje descontracturante, el único salida SH, el único
tarde de amigas y compras, el único verdadero disfrute, sos VOS.
A cada rato. En cada palabra. Con cada
respuesta. En cada quejido. En cada victimización. En cada aletargamiento. Se te
va. Se te pasa. Y cada día estás más gordo, más burgués, más depre, más choto. Chau.
Un bajón estar con vos.
Te separás y, -si no sos groso-,
volvés a empezar. Sin madurar.
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