Esa noche durmió. La siguiente se quedó hasta la madrugada terminando una
entrega para el día siguiente. El miércoles salió. El jueves estaba molido/a
por la trasnochada anterior. El viernes, tal vez. Pero no. El sábado hubo
fiesta. Los niños, con sus abuelos. Ellos, cargados de excesos, se quedaron
dormidos. El domingo, en la siesta, quizás. Pero ella no se recostó. Así. Con ese
ritmo carente de intimidad, vuelven a empezar la semana. Una semana seca. Improductiva.
Lejana.
Lejanos. Se cruzaban en la cocina, mientras uno de los dos cocinaba. Se chocaban,
se invadían. Se irritaban. Los planes familiares estaban desprovistos de
encuentros. De charlas. De soluciones. Estaban fingiendo que todo iba bien. Que
esa familia funcionaba. Que eran un equipo. Se olvidaban lentamente de lo lindo
que era acostarse para fundirse en un abrazo calentito, protector,
reconfortante. Habían postergado cuánto les gustaba acariciarse, sin más, hasta
quedarse dormidos. Habían olvidado que el sexo no era ni una obligación ni una
rutina. Habían relegado, además, lo que genera en una pareja coger
frecuentemente. Ya no recordaban que podían morirse de risa en medio del acto
sexual y que eso era simplemente un síntoma de conexión.
Alguna vez, habíanse encerrado un fin de semana entero para amarse. Alguna vez
se habían escapado de un cumpleaños familiar para encerrarse en una habitación
robada. Alguna vez se habían tocado por debajo de la mesa en una salida con amigos.
Alguna vez, ella había salido sin ropa interior por pedido suyo. Alguna vez no
habían sido padres. Alguna vez no habían sido empleados agotados.
Pero de eso hacía ya mucho tiempo. Una eternidad. Ninguno de los dos lo
recordaba ya.
Pero. Ambos eran humanos. O, mejor, ambos estaban vivos. Entonces, a medida
que los hijos empezaban a crecer, ciertas necesidades también aumentaban: aullaban en él, se asomaban en ella.
El problema es que eran prácticamente hermanos, prácticamente roommates,
casi socios. Pero dicha sociedad estaba sostenida sobre una idea de fidelidad y
exclusividad que la abstinencia había empezado a poner a prueba, a corroer.
Y, como dicha abstinencia producía aún más abstinencia, la cosa se ponía
cada vez más difícil. La sociedad estaba al borde del abismo. No solamente
porque no cogieran, sino, porque no coger los había vuelto extraños,
intolerantes, resentidos.
Ergo.
Una soga. La que sea. La que esa pareja requiriera. Un ultimátum. Un fin de
semana solos sacado de la galera. Una charla profunda sobre las sensaciones
personales. Encontrarse. Ocuparse.
O no.
Él buscó un escape. Hacía rato que se probaba a sí mismo posibles escapes. Habían
estado allí desde siempre. Muchas veces había jugueteado con dichas opciones. Pero
jamás como algo más que una solución efímera, un rato de evasión. En aquel momento
había sido como confirmación personal de que todavía estaba en carrera. Como si
hubiese alguna carrera para la cual estar entrenado. Aunque no había que pensar
ni en mercado ni en mercancía. Tampoco en posibles fatales. Pero él aún lo
hacía.
Y más ahora. Porque su parte más animal necesitaba ponerla. Y, ¿saben qué? La
de ella también necesitaba –a gritos- algo similar.
Pues.
Él le metió los cuernos. Con una compañera de laburo. Habían empezado
charlando sobre sus historias familiares. (Sólo ellos saben cómo habían
arribado a esa temática). Se habían expuesto. Se habían mostrado. Eso uno no lo
hace con cualquiera –qué pena que así sea-. Se gustaron. Se confundieron. Cogieron.
La nueva se puso densa. Él tuvo miedo y se acabó.
Ella, por su parte, lo había planeado cientos de veces. Lo había
fantaseado. Pero no se había atrevido. Consideraba que no sería capaz de
semejante paso. Temía de sí misma después. No de su capacidad de realizarlo.
Se odiaba, se castigaba por su fantasía. Hasta que se enteró de la
concreción de su esposo. Leyó un mensaje extraño. Indagó. Buscó. Y encontró. Un
poco también aprovechó. Porque lo que encontró le daba vía libre.
No le exigió nada. No le pidió nada. Se guardó el dato y entró en la cancha
de los que no pueden sentarse a hablar de sus errores. Se convirtió en una
oscura.
Prefiero una pareja que te explote en la cara su infidelidad, antes que
vivir con la mentira de un matrimonio seco. “Los hijos justifican cualquier
cosa”. No. Justifican cualquier prolijidad. Todos los detalles. Madurez y
concominante manejo de la ansiedad. O sea. Lo demás es cobardía. Punto final.
Decía que ella calló. Y que mandó un solo mensaje –a quien hacía tanto que
pensaba intermitentemente- y se fue a la banquina. Peor. Desbarrancó. La recontra
cagó. Porque él se enteró también. Y se mataron como bestias engreídas. Dolidas
en su autoestima, en lo más profundo de sus enormes egos ya de por sí heridos.
Se separaron al toque y se fueron al carajo las buenas costumbres, el
preexistente afecto. Los hijos vivieron novedades insólitas y las tragaron como
pudieron.
Siguen atragantados, claramente. Igual que sus padres.
No pude darte Final Feliz. Disculpá, lector. Difícil con dos así de
pelotudos.
La fortuna es que vos no sos personaje de este relato. De modo que a tu
historia sí le podés dar otro final.
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