Su deseo aparecía repentinamente –como
nos pasa a todos-. A veces era una risa. Otras, una imagen. En ocasiones, un
gesto. Un cuadro propio. Una escena ajena. Las variantes que adoptaban los
posibles activadores eran impensadas, cuantiosas, suculentas.
Esa habilidad, la de volverse súbitamente
ardiente deseo, era lo que a él más lo encendía de ella. Solo con pensarla. Solo
con imaginarla. No le hacían falta fotos –aunque las hubiera-. Solo necesitaba
refrescar su risa, recordar su boca. Así empezaba. Luego, la catarata de
imágenes no se detenía. Era caudalosa, vibrante, erizante. Eran cuadros, como
planos detalle en una película. La sostenía de la mandíbula con las dos manos. Le
revisaba la comisura de los labios con la punta de su lengua. La tomaba del
cuello. Con fuerza. Ella corría la cara, intentando soltarse, riendo apenas. Él
acrecentaba la presión. Ella quedaba inmóvil. Él respiraba en su cuello. La olía.
Porque ese olor –que tan certero aparecía en el recuerdo- era una fragancia
animal que lo invadía para no dejarlo
pensar en nada más.
Pero. La oficina. El laburo. El contexto
circundante.
Para ella era igual. Le ocurría lo
mismo. En sus actividades cotidianas, en medio de las rutinas más
deserotizantes, ella encontraba un quiebre. Una grieta. Porque necesitaba
volver a sentirse deseo. Por eso. Leía amores. Escuchaba pasiones. Era cuestión
de decidirlo. De activarlo. En algunos casos será resucitarlo. En otros,
crearlo por vez primera. No hay otro modo de ser vivientes: reconstruyendo
placeres. Recreando escenas que enaltezcan tu ego. Que te hagan sentir bien con
vos.
El sexo es el acto que más nos conecta
con el placer. Porque, a la vez, de un modo explosivo, se activan órganos
sexuales, zonas erógenas concretas y abstractas. Pero que allí están para
volarte el bocho.
El sexo no es un modo de vida, es
estar vivos. Porque nos deja una impronta energética que nos hace mejores
personas, que nos libera de miedos, de frustraciones, de dudas. En el acto
sexual sos. Son: vos y el otro –o los que sean- y lo que allí se hacen sentir. Ojo,
claro. Eso depende de lo que fuiste antes y de la idea que tenés de lo que
serás después.
Ergo.
Ella soñaba, él la imaginaba. Ambas fantasías
se encontraban más tarde –esa noche o alguna otra-. Algunas escenas se
concretaban, otras mejoraban en la concretización. Después, se dormían, o se
levantaban. Y todo su mundo estaba teñido de la luz que deja haber cogido como
corresponde.
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