A partir de ese día nada volvió a ser
igual. No sé si alguna vez tuvo paz. Antes, digo. Hoy, tal vez, se daría cuenta
de que, eso que tenía antes, era paz. Pero. Para ella ese concepto se
resignificó.
No le quedó otra.
En un momento fue aceptación. Tenue.
Desganada. Sufrida. Angustiosa. No es que todas esas sensaciones se hayan
evaporado. Es que aprendió a vehiculizarlas. A hacer que su tristeza se
convirtiera en motor. ¿Difícil no?
Es que no era ella con su emoción y
nada más. Lo que le boicoteó la paz y la supuesta alegría post parto fue esa
hijita. Esa hijita que no era lo que esperaba. ¿Qué esperaba? Tal vez ni ella
misma lo supiera.
Pero nadie espera un cachetazo en la
cara después de parir. Y menos un cachetazo que ni siquiera te lo dan con bronca.
Porque los médicos se lo dieron con pena. Como si entregarle esa hija fuera una
pena.
Las caras de los especialistas. Fue
difícil no dejarse ensuciar ese momento tan particular –tan suyo- por las
significativas caras de los médicos. Como si esa hija fuera un problema. Como
si estuviera enferma.
Es verdad. Había que ocuparse. Había
que atender a las posibilidades que aparejaba su condición.
Pero.
Antes. Primero. Importantísimo. El
vínculo. La primera impresión. El encuentro. ¿Dónde dejaban todos esos especialistas
lo que le ocurría a esa madre con ese bebé?
Por fortuna (aunque nunca es azar), un
padre. Un esposo. Una mirada amplia. Una reconexión con el Amor. Alguien tenía
que estar entero. Y esa entereza se ramificó en una madre que pudo amamantar
inmediatamente, que pudo besar instintivamente, que pudo enamorarse
profundamente.
Hubo –hay- días y noches de llanto. De
dudas. De abismos. Las certezas llegaban únicamente en forma de gestos: esa
manito sujetando la propia, la devoción de la hermana mayor, la rubricación
cotidiana de la normalidad de su hija.
No sé –en realidad tal vez sí, pero no
quiero ensuciar mi texto con esas groserías- qué fantasmas enturbian el alma de
una madre que pare un hijo con Síndrome de Down. Probablemente esos fantasmas
sean los famosos y condenantes prejuicios. Miedos. Ignorancia. Esta puta
sociedad.
Ella tuvo –tiene- que sortear sus
propios prejuicios. Sus propios temores. Su profunda ignorancia. Ella –nadie-
no estaba preparada para semejante llegada. ¿Quién lo estaría?
Ella creía que todo podía ser ideal.
Lo llamativo, lo admirable, lo ejemplar, es que ella no abandona ese objetivo.
A cada paso (pasitos breves los de su hijita, pero firmes y constantes), cada
día, en cada terapia, ella lleva su idealismo. Su maravilloso mundo de
perfección. Ni ella, ni su esposo, ni sus hijas –ninguna- son perfectos. Pero a
cada instante, en cada apuesta, con cada esfuerzo –de los cuatro-, hacen que su
vida tienda a la perfección.
A partr de ese día nada volvió a ser igual
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