miércoles, 17 de octubre de 2018

A partir de ese día nada volvió a ser igual


A partir de ese día nada volvió a ser igual. No sé si alguna vez tuvo paz. Antes, digo. Hoy, tal vez, se daría cuenta de que, eso que tenía antes, era paz. Pero. Para ella ese concepto se resignificó.

No le quedó otra.

En un momento fue aceptación. Tenue. Desganada. Sufrida. Angustiosa. No es que todas esas sensaciones se hayan evaporado. Es que aprendió a vehiculizarlas. A hacer que su tristeza se convirtiera en motor. ¿Difícil no?

Es que no era ella con su emoción y nada más. Lo que le boicoteó la paz y la supuesta alegría post parto fue esa hijita. Esa hijita que no era lo que esperaba. ¿Qué esperaba? Tal vez ni ella misma lo supiera.

Pero nadie espera un cachetazo en la cara después de parir. Y menos un cachetazo que ni siquiera te lo dan con bronca. Porque los médicos se lo dieron con pena. Como si entregarle esa hija fuera una pena.

Las caras de los especialistas. Fue difícil no dejarse ensuciar ese momento tan particular –tan suyo- por las significativas caras de los médicos. Como si esa hija fuera un problema. Como si estuviera enferma.

Es verdad. Había que ocuparse. Había que atender a las posibilidades que aparejaba su condición.

Pero.

Antes. Primero. Importantísimo. El vínculo. La primera impresión. El encuentro. ¿Dónde dejaban todos esos especialistas lo que le ocurría a esa madre con ese bebé?

Por fortuna (aunque nunca es azar), un padre. Un esposo. Una mirada amplia. Una reconexión con el Amor. Alguien tenía que estar entero. Y esa entereza se ramificó en una madre que pudo amamantar inmediatamente, que pudo besar instintivamente, que pudo enamorarse profundamente.

Hubo –hay- días y noches de llanto. De dudas. De abismos. Las certezas llegaban únicamente en forma de gestos: esa manito sujetando la propia, la devoción de la hermana mayor, la rubricación cotidiana de la normalidad de su hija.

No sé –en realidad tal vez sí, pero no quiero ensuciar mi texto con esas groserías- qué fantasmas enturbian el alma de una madre que pare un hijo con Síndrome de Down. Probablemente esos fantasmas sean los famosos y condenantes prejuicios. Miedos. Ignorancia. Esta puta sociedad.

Ella tuvo –tiene- que sortear sus propios prejuicios. Sus propios temores. Su profunda ignorancia. Ella –nadie- no estaba preparada para semejante llegada. ¿Quién lo estaría?

Ella creía que todo podía ser ideal. Lo llamativo, lo admirable, lo ejemplar, es que ella no abandona ese objetivo. A cada paso (pasitos breves los de su hijita, pero firmes y constantes), cada día, en cada terapia, ella lleva su idealismo. Su maravilloso mundo de perfección. Ni ella, ni su esposo, ni sus hijas –ninguna- son perfectos. Pero a cada instante, en cada apuesta, con cada esfuerzo –de los cuatro-, hacen que su vida tienda a la perfección.
A partr de ese día nada volvió a ser igual

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