Capítulo 1: Antiguo Testamento
Los hijos son la obligación de formar seres dichosos. Esta frase de Simone de Beauvoir
en El segundo sexo,[1]
no hace más que ahondar mi angustia. Una angustia que nace del hecho de
reconocerme insatisfecha. No digo infeliz, no es eso.
Calculo que la angustia se intensifica por
reconocer que tomé decisiones que no fueron tal cosa. No sé si hubo decisión, o
hubo necesidad, o tal vez esperanza.
No sé si debía convivir cuando lo hice, si debía
casarme cuando lo hice, si debía tener mi primer embarazo cuando lo deseé, (sí
estoy convencida de mi segunda hija y su momento de aparición… fue una
redentora), si me convertí en quien soy porque lo decidí; pero todo es así como
es. Y no me desagrada. De hecho, lo disfruto de muchas maneras. Tal vez a
través de las hendijas benjaminianas, que nos ponen en conciencia de nuestro
ser absoluto. El problema es que, un día me levanté y… seguí bancándome mi
realidad. Sí. Fui una tibia, una cobarde, una NEGADORA. ¡Qué término tan
desagradable! Negar. No aceptar. No ver. Estar ciega. Conformarme.
El devenir, resultaba bastante intolerable, de modo
que, había que encontrar una manera de salpimentarlo. No tuve grandes ideas. Y
si las tuve, no me animé a ponerlas en práctica. Al menos, el día a día se
nutrió. Empecé a leer alocadamente. En cada momento libre (que eran bien
pocos). En cada siesta infantil. En el auto mientras esperaba el horario en que
mis hijas salían del Jardín. Abandoné el Facebook, el Wapp, dejé de consultar
obsesivamente las noticias en el celular. Y me entregué -como cuando tenía 12,
16, 20 años- a la lectura. El único
problema era que mis autores favoritos eran los más tristes, realistas y
deprimentes de la Historia de la Literatura: Dostoievsky, Chéjov, Tolstoi,
Hesse, Lorca. De todos modos el hecho de escaparme unos instantes (ricos,
deliciosos, sólo míos) de la realidad de madre solo madre, hundirme en la
cabeza de alguno de los trastornados –como yo- personajes literarios, me hacía
sentir menos sola, menos corriente. Aboné esta sensación -vieja, claro, pero
inédita después de la maternidad- alejándome discretamente de las cenas de
mamis, de las charlas sobre lo que tal o cual mamá había dicho o hecho, de la
organización de juntadas intrascendentes. Tenía que aprender a ser madre sin
dedicarme full time a eso. Se podía ser una madre que trabajaba poco, que tenía
disponibilidad para ocuparse de cuestiones infantiles, pero que prefería hacer
otra cosa. Más que aprenderlo tenía que aceptarlo, aceptarme. No había que
jugar 24 horas. No había que invitar amiguitas todas las semanas. Como siempre,
yo era mi más severo juez. Y el más cegado. Mi punto de vista estaba
contaminado por mi propia historia, por los errores paternos en los que no
quería caer, por el miedo a lastimar profundamente el alma de esas dos nenas.
Por fortuna, la Literatura, una vez más me salvaba de la angustia. Como lo
había hecho muchas veces en mi pubertad y en mi adolescencia. Volver a leer
vuelve a conectar con la belleza. Con la perfección. Con la complejidad humana.
Volví a buscar el arte en todos lados. En las palabras de mis hijas, en las
charlas con mi esposo, en mis clases de la escuela secundaria. Así,
concienzudamente, con mucho esfuerzo, pero con la sólida convicción de que
aquel modo de transcurrir me hacía desgraciada, intenté torcer ese rumbo gris.
La reconexión con el arte, conmigo misma fue una inyección de energías. Volví a
reírme a carcajadas. Volví a disfrutar de jugar con mis hijas… y de coger con
mi esposo. Y eso no es todo. Empecé a sentirme linda, porque otra vez me sentía
inteligente, valiosa, había vuelto a encontrar un rumbo. Mi marido posiblemente
no estuviera muy al tanto de lo que ocurría. Pero necesariamente algo tuvo que
haber advertido –aún sin mencionarlo- porque empecé a acabar como nunca lo
había hecho. Si bien tenía el recuerdo de haber sido una lujuriosa,[i]
desde hacía tiempo que mi deseo sexual estaba no dormido, si no prácticamente
muerto. Había llegado a creer que no tendría sexo nunca más. Que era molesto,
aburrido, obligatorio; y poco a poco se había convertido en decepcionante,
porque mi intervención era decadente.
No tengo muy en claro qué fue primero, pero intuyo
que la maternidad fue la que destruyó definitivamente mi vida sexual. El
problema era que vivir para otros, vivir para los hijos, sacrificarse para
darles todo, entregarles por entero el alma y el espíritu a las necesidades de
los hijos, -todas frases del inconciente colectivo occidental judeo-cristiano-
no me cuadraba. Sentía que todo me costaba muchísimo. Que cada paso era una
renuncia imperdonable.
Y cuando llegaba la noche… y finalmente aparecía
ese otro tan culpable de mi situación como yo… no podía pasar nada. Porque yo
quería desaparecer en el sueño. Así fue durante más o menos 3 años y medio.
(Preembarazo es prehistoria, de modo que lo ocurrido entonces lo dejo para otro
momento).
No solo a mí me pasaban cosas. Mi marido también
estaba enterrado en una cotidianeidad gris que no lo dejaba respirar. Pero él
tenía un sueño. O más huevos. Tenía claro que su profesión era una mierda. Que
no le gustaba. Que era prácticamente obscena. Que entregarse a esa profesión
era similar a prostituir su alma exquisita. Porque lo era. Su alma es exquisita.
Su espíritu reclamaba pasión. Exigía
expresarse, o más bien descubrirse, estudiarse a través de la expresión. Había
vivido toda su vida intentando expresarse. Pero en su viejo nido nada era
auténtico. ¿Es que nunca había sido feliz? Claro que lo había sido. Por
supuesto que alguna vez había amado a sus padres, a sus hermanos, a sus tíos,
tías, abuelos y abuelas. Pero un día, -probablemente por sumatoria de
desacuerdos, de serle indiferente a su propio modo de resolución de
conflictos-, necesitó correrse. Y con ese volantazo, me conoció. Nos
descubrimos, mejor dicho. Nos asombramos mutuamente. Porque ninguno de los dos
había jamás conocido a un otro así.
Lo llamativo es que nuestra conexión no había sido
sexual, ni intelectual –aunque mucho de eso había-. Nuestra alianza tenía que
ver con dos seres que siempre se habían sentido solos. Dos individuos que
habían aprendido tempranamente lo aciago de una vida en la que los demás no
eran como ellos. Se sintieron abandonados al devenir del pensamiento sin guía a
corta edad, cuando la protección de los padres debería haberlos mantenido a
raya de –al menos- algunas verdades crudas, indigeribles, desesperantes. Madres
y padres inmaduros. Capaces de entregar sus vidas a la crianza de hijos que tal
vez no habían planificado, pero incapaces de repensar su realidad para
sacudirla. Tal vez esté hablando de una generación completa. De hombres y
mujeres que no pudieron parar de trabajar, de producir, de llevar adelante una
casa con hijos; que no pudieron dejar de vivir por un instante, para tomar aire
y decidir. La decisión era parte de la acción: casarse, tener hijos, construir
una casa, meterse en un crédito para pagarla, tener otro hijo, cambiar de
trabajo, dejar de trabajar para quedarse con los hijos, pagar vacaciones,
cuidar padres enfermos, separarse de amigos porque no cuadraban con la nueva
vida, aceptar, tener un sexo monótono, tener un amante, dormir en camas
separadas, dejar de hablar porque de lo contrario se discutía, empezar a odiar
–a odiarse también-, no saber acompañar adecuadamente a los hijos adolescentes…
dejarlos solos y desnudos frente al terrible mundo, separarse –destruyendo esa
mentira que habían construido durante más de dos décadas-, contarnos
intimidades inquietantes e inútiles, volverse hijos, hacernos desear
desesperadamente perderlos, olvidarlos, sepultarlos… Esa reciente historia nos
arrojó a los brazos del otro, que sabía -también- lo que era avergonzarse,
padecer, encerrarse.
A mi esposo lo conocí feliz. Él parecía feliz. Me
hacía reír a carcajadas, con su antinatural y forzado modo de causar gracia. No
me movía a la risa irreflexiva. Su manera de interpretar inteligentemente las
circunstancias cómicas, me hacía admirarlo. Antes de empezar a escribir había creído que
al hablar de él iba a ser muy crítica. Llegué a pensar que había demorado tanto
esta instancia productiva porque cuando escribiera, iba a tener que escribir
verdades que ya no podría desoír. Pero aparentemente me equivocaba. Porque
ahora, sólo puedo hablar de que lo que antes o después –con el lamentable enceguecimiento
in media res- mi marido tiene de bueno.
Decía que su
modo de volver intelectuales todos los chistes, incluso los referentes a
las cuestiones más bajas, me hacía sentirme con mi compañero ideal. En medio de
la risa incontenible provocada por alguno de sus precisos chistes, mi cámara
interna se detenía a observar –como un narrador omnisciente- la situación. La
evaluaba, la calificaba… la valoraba. El ágil resultado de dicho examen
dictaminaba que el evaluado era un groso. Su humor parecía estar hecho a mi
medida. En nuestro modo de hacer humor,
no se precisaban las explicaciones, no había posibilidad de ofensión; era un
humor agudo, lúcido, cruel, profundo. Eso era lo más sexy que tenía mi esposo:
su sentido del humor. Con esto no estoy diciendo que fuera feo. ¡No! Es muy
bello. Tiene un cabello oscuro y brilloso, sus ojos –color miel como los de
nuestra hija mayor- están acompañados de pestañas profusas que vuelven aún más
tierna su mirada. Su boca, marcada a la perfección, con la parte superior
destacada por dos perfectas vértices. Su espalda, ancha; su cola, firme; sus piernas, musculosas; sus
manos… torpes. Pero todo esto era solamente un componente de nuestro vínculo.
Aquí lo sustancial eran nuestras charlas. Pero un día dejamos de charlar.
Capítulo 2: Evangelios
Nuestra hija llegó para arrancarme las energías. Ya
desde el embarazo algo en mí se había transformado. Como anunciación de un
futuro desasosegante, durante el último cuatrimestre de mi embarazo abandoné la
carrera que estaba estudiando en la facultad desde hacía un año. En el año
2010, -cinco años después de haberme recibido de Profesora en Letras-, volví a
la Universidad, con la idea de escapar de la esclavitud de la docencia y sus
miserias (padres, directores, compañeros sin vocación, desinterés, baja remuneración,
corrección, y otras yerbas) a través de la Psicología. Fui una exitosísima
alumna durante dicho año y el siguiente. Rendí una docena de materias, que
aprobé con notas altísimas y muchísimo disfrute. Era fácil estudiar todas las
tardes, en la tranquilidad de mi domicilio de casada, sin más preocupaciones
que una familia extendida bastante problemática. Pero decidí dejar de cursar,
cuando la panza se hizo ver… a los seis meses de embarazo. Y me convertí en lo
que siempre había odiado, -o tal vez temido-. Era entonces una mujer que vivía
para su embarazo. Trabajaba un rato por las mañanas, y el resto del día miraba
la televisión. Había desaparecido mi interés por la lectura. Mi creatividad, mi
deseo. Ni siquiera me interesaba leer sobre mi estado. O sobre la bebé por
venir. Todo aquello me daba mucho vértigo. Prefería seguir viviendo en la
felicidad de la ignorancia. Nadie me daba consejos, nadie me decía qué era lo
mejor. Hice lo que me pareció hasta que fue hora de un mediocre curso de
preparto, indicado por un no menos mediocre obstetra de menos de 40 años.
Mi embarazo fue ideal. Sólo un brevísimo período de
reposo y el famoso duvadilán para detener las contracciones provocadas por
alguna discusión con mi padre. Estoy casi segura de que el problema aquí en
realidad tiene que ver con mi inconformismo. Muchísimas mujeres deben haber
pasado por lo mismo que yo. Pero tal vez ni siquiera se dieron cuenta de lo
terrible que es “parir” como lo hice yo con mi primera hija.
Ese lunes, mi esposo iniciaba sus vacaciones, por
tanto, tenía múltiples planes y tareas organizadas. El día resultó distinto,
porque empezaron las poco dolorosas contracciones alrededor de las 9 de la
mañana, en medio de idas y venidas –todas de acuerdo con lo que él tenía
planeado- mientras yo controlaba por reloj la regularidad y duración de las
contracciones recostada mirando algún vacío noticiero. Así fue hasta las 13
horas, cuando la partera nos indicó encontrarnos en la clínica para revisarme.
Lo cierto es que, si bien las contracciones estaban, y eran rítmicas, no eran
lo dolorosas –como supe unos años después- que podían llegar a ser. Los tres,
mi mamá, mi marido y yo, nos encaminamos al sanatorio, lujosísimo. Allí me
revisó “mi” partera (era la primera vez que la veía en la vida porque no había
estado en el curso de preparto), quien indicó que con 4 cm de dilatación debía
quedarme internada, porque la bebé estaba por nacer. Eran las 4 de la tarde. Me
acomodaron directamente en una sala de parto porque estaba libre, para evitar
que se ocupara más tarde. Lugar nuevo para quien nunca ha sido operado, ni ha
estado internado. Lugar frío, luminoso y aterrador. Allí, -sin contármelo ni
mucho menos consultárnoslo-, me pusieron una vía: el -hoy bien conocido por
mí-goteo. Oxitocina para todos y todas. ¡La maldita costumbre de hacernos
depender de un factor externo para parir! Recién con el goteo las contracciones
se volvieron difíciles de soportar. Enterraba mi rostro en el abrazo de mi esposo
mientras lanzaba un grito ahogado. El dolor no era lo más molesto. Lo incómodo
era el modo en que todo sucedía allí. El monitoreo y la vía me tenían
prácticamente encarcelada. No podía bajarme de la camilla, a pesar de desear
caminar, agacharme, respirar. No digo que esto fuera únicamente responsabilidad
de los otros intervinientes. A mí ni siquiera se me cruzó por la mente la
posibilidad de modificar el status quo. Los protagonistas del parto de mi hija
eran otros. Yo era una espectadora de sus decisiones sobre mi cuerpo. Los
susodichos otros, -partera y, finalmente, obstetra-, mientras me revisaban
charlaban sobre aquella noche en que habían salido juntos, mientras se
preguntaban por qué no llegaba el anestesista. Cuando la partera me rompió la
bolsa, debido a que las contracciones se aceleraban pero el cuello del útero no
dilataba más de5 o 6 centímetros, empecé
a sentir el verdadero dolor. Todo esto acompañado por las conversaciones a
media voz –lo suficientemente audibles para mí- referidas a la llegada del
especialista en peridural. Cuando finalmente llegó (el tránsito lo había
retenido) me colocó la anestesia –que no resultó lo dolorosa que esperaba, tal
vez porque ya estaba pasada de dolor producido por contracciones creadas
artificialmente para las que mi cuerpo, y en especial mi hija, no estaban
preparados- , me dieron ,muchas ganas de dormir. Sí. La mujer que debía pujar
para sacar a su hija del vientre bostezaba y perdía poco a poco conexión con
eso que le estaba ocurriendo.
No puedo más que detenerme a evaluar, a calificar
esto que relato. Resulta aberrante que una madre no sea protagonista de su
parto. No sólo por las decisiones en relación con el mismo, sino porque se
quede dormida. Finalmente no me dormí, porque empezó el caos. El esperable
caos. ¿Cómo no iba a haber caos después de semejante desempeño? Primero fueron
unas poco disimuladas miradas entre especialistas, luego un “que preparen el
quirófano”. Mi esposo también tenía cara de terror, de ignorancia desesperada.
Después supe que él algo había entendido: los latidos del corazón de la bebé
estaban bajando apresuradamente producto del esfuerzo que le generaban unas
contracciones que eran demasiado para ella.
Nadie se preocupó por decirme media palabra
tranquilizadora. Yo allí era un objeto del que había que sacar un bebé. El
anestesista incrementó la dosis de peridural,
ingresaron en la sala de parto los camilleros que me llevaron al cercano
quirófano. Allí había alrededor de seis personas. Me embadurnaron la panza con
Pervinox, pusieron la famosa sábana entre ellos y yo, y empezaron a cortar.
Todos parecían muy preocupados, apurados, intranquilos.
Esa idea de
que en la cesárea no se siente nada…por favor! Sentí muchísimo. No dolor. Sentí
como si me revolvieran las entrañas. Sentí el esfuerzo que hizo el médico por
desencajar a la bebé. Y, mientras ocurría todo esto –para mí fueron eternos
minutos- mi cabeza observaba todo intentando descifrar los signos. (Soy un
ejemplo ideal para una clase de Semiótica: una situación llena de signos que un
sujeto ajeno a ese ambiente se esfuerza por desentrañar. Como un extranjero que
desconoce la lengua del país que visita, y que se esfuerza por leer en cada
gesto, en cada elemento que se le aparece, con la angustia de no saber si lo
que interpreta es o no es.) Todo indicaba peligro. Todos los rostros, todas las
expresiones, la cantidad de personal, las corridas, el silencio de mi marido.
Cuando finalmente pudieron sacar a mi hija de mi vientre, la alzaron para
mostrármela –les había quedado un piecito adentro, que sacaron cuando ella
pendía frente a mí- .
Creo que esa es la imagen más desoladora que tengo
grabada en mi retina. Romina colgaba –como un crucificado- de los brazos del
obstetra. Con los ojos cerrados, la cabeza ladeada. Por supuesto, pensé lo
peor. Porque jamás había imaginado la posibilidad de que mi bebé saliera de mi
panza sin llorar. Así la cultura me había nutrido durante décadas, y yo había
sido lo suficientemente permeable a dicha idealización como para no prever
otros desenlaces. Afortunadamente, hizo un movimiento ocular con los párpados
cerrados que fue un bálsamo para mí. En una milésima de segundo –suspendido en
un tiempo que se había detenido- entendí que estaba viva. Me la acercaron, la
besé, le dije que la cuidaría, y se la llevaron junto con el papá.
Lo que ocurre después en un quirófano es bastante
frío. Sacar la placenta, coser, y estar sola en medio de semejante explosión
hormonal. Es espantoso quedarse sola con desconocidos después de que te abran
en dos y te saquen a ese ser que te estuvo acompañando nueve meses –y mucho
antes en el deseo-. Ya sé. Suena bastante romántico, y esta no es una novela
romántica. Pero lo cierto es que la sensación de abandono que tuve cuando se
llevaron a mi hija junto con mi esposo tres segundos después de haberla
arrancado de mí –sí, digo arrancado, porque esa bebé no quería nacer aún. La
obligaron- fue nítido-. Nadie me explicó nada. Nadie me tomó la mano para
decirme: ahora te llevan con tu bebé. Nadie me pasó la mano por la frente.
Nadie me miró a los ojos ni me explicó algo de lo que había ocurrido.
Aparentemente, había sido todo normal.
Después, en el ascensor, me reencontré con ella,
que descansaba en su pecerita. Una vez en la lujosa habitación, mi esposo me
contó que había llorado cuando la limpiaban, la medían y la vacunaban. Todo era
normal. Efectivamente. Por supuesto, me relajé, nos relajamos. Pues todo padre
quiere que con su hijo las cosas sean normales. Entró mi mamá. Se enamoró de
ella y nos acompañó.
Esos primeros
cuatro días de vida, y los subsiguientes tres, que estuvo en internada en
neonatología, fueron como parte de un sueño surreal. Mientras entraban y salían familiares,
enfermeras, puericultoras y pediatras,
yo seguía sin entender ese dolor espantoso en el vientre, producto de una
cicatriz para la que no estaba preparada. Y, a la vez, allí estaba esa bebé tan bella, tan tranquila que dormía plácidamente, sin ningún síntoma de que algo anduviera
mal, -más allá de que no se prendía al
pecho, no se alimentaba, no se
despertaba -por más que le soplara en la
orejita-. La alarma la dio una enfermera
que no podía aceptar que esa bebé siguiera sin comer. La torpe puericultora
estaba convencida de que la pequeña obtenía suficiente ¿leche? con dos succiones pre- siesta constante. Los
médicos tenían bastante con los análisis que expresaban valores normales.
La nena debía irse
de alta junto con su mamá, porque todo iba bien. ¿El modo? Una jeringuita
esterilizada y leche de fórmula. Porque claro, esta mamá aún no tenía ni
calostro, ni mucho menos leche. Tal vez
el instinto de conservación hizo que el padre de la niña, -que había pasado múltiples
momentos de estos primeros días de café en café con los amigos que iban a
felicitar a la pareja- no aceptara semejante alta, y exigiera que la bebé
saliera de su internación alimentándose apropiadamente.
Gracias a esta
firme intervención paterna, Romina pasó una noche en terapia intensiva, donde
la alimentaron por sonda con leche de fórmula. Esa noche, me trajeron un
sacaleche eléctrico (aparato entre pornográfico y sadomasoquista) con el cual
estiré mis pezones hasta extremos inimaginables para una mujer que nunca ha
amamantado. Los susodichos pezones se inflan y estiran dentro de la sopapa
tanto que parece que van a explotar… mientras no sale ni una gota de leche,
porque aún no hay tal cosa, ya que mi bebé no había hecho el trabajo
adecuadamente. Bien temprano, me desperté con fiebre en el pecho, pelotas
durísimas se exhibían debajo de la piel de los senos. Jamás nadie me había
dicho que eso pasaría después de la intervención del dichoso sacaleche. La cuestión es que esa mañana –en la que me
darían de alta solo a mí- entré a la Terapia Intensiva de neonatología, me
recibió una puericultora con todas las letras que me dijo: Vení mamá, vas a
amamantar a tu bebé. Me asusté. No había traído la pezonera que para tal fin me
había hecho conseguir la puericultora que me visitaba en la habitación. Esta
nueva, me tranquilizó. No te va a hacer falta. Así fue. Tomé a mi gorda en
brazos, la sostuve de un modo innovador –nunca se muestra que se puede
amamantar de modos menos tradicionales, vinculados con las necesidades de cada
bebé- para que su boca estuviera bien cerquita del pezón, y, así, con
constantes mimitos para que no se durmiera, Romina se prendió a mi pecho y se
hizo una panzada. Ese habrá sido el día más feliz de esos que se habían
inaugurado con el nacimiento. Al fin era protagonista en esta historia. Al fin
mi rol con Romina empezaba a ser trascendental. Al fin algo empezaba a
parecerse a lo que había fantaseado.
En esos tres días
de neonatología se abrió ante mí un mundo nuevo del que apenas había escuchado
hablar en algún noticiero –sí, así de ignorante soy-. Se inauguraron las charlas de Lactario (el
lugar donde las madres que tienen a sus hijos internados en neo van a sacarse
leche para que luego les den a sus bebés por la noche, cuando ellas no están
–si no están, porque muchas se quedan aún durante las noches-. Allí aprendí que
lo que le ocurría a mi hija era nada, al lado de algunas que habían perdido a
uno de sus mellizos prematuros y que pasaban sus días sentadas en una silla
sacándose leche -para no perder la posibilidad de algún día amamantarlos en su
casa, o por los famosos beneficios de la leche materna-, esperando entrar un
rato para ponerse a sus delicados bebés-ratitas sobre el pecho dolorido de
tanto estirar antinaturalmente dentro de la sopapa del sádico aparatejo. Había
mujeres que desde hacía nueve meses se alegraban con cada gramo que subían sus
hijos, que veían cómo hijos de otras se iban de alta, rozagantes y sanos,
mientras los suyos seguían ahí, cuidados por las celestiales enfermeras que son
madres, abuelas, tías, médicas y más para esos pequeñitos que a cada succión
–si la pueden hacer- se juegan la vida. También veían pasar la sombra del
fallecimiento de alguno de los internaditos que no había podido resistir el
esfuerzo que implica sobrevivir.
En medio de todas
esas novísimas experiencias, mi vientre vendado intentando cicatrizar, mi
vagina sangrante, mis pechos enormes y doloridos que empapaban los corpiños, un
baño público y una sala de espera llena de padres preocupados y madres
doloridas, y también, el encuentro con la propia percepción de la maternidad.
Uf, la maternidad. No debe existir un rol más idealizado que ese. La cultura se
ha ocupado de construir una sumatoria de verdades en torno a dicho signo que ha velado –porque
hay evidencias que es mejor no reconocer- gran parte de lo que dicho vínculo
implica. Sí, ser madre te cambia la vida. Sí, una vez que nace un hijo todo lo
demás pasa a un quinto o sexto plano. Sí, cuando somos madres nos olvidamos de
nosotras mismas –cómo no de nuestros esposos-. Sí, cuando todo es orgánico, la
maternidad llega para hacernos sentir plenas, completas diría Freud, sin la
Falta diría Lacan, realizadas diría la cultura machista-consumista occidental.
Finalmente, al
tercer día, Romina fue dada de alta amamantándose correctamente siempre y
cuando se la despertara cada tres horas para dicho fin y se le hicieran
cosquillitas suaves o sopliditos leves en la cara mientras tomaba el pecho, con
el propósito de que no se quedara dormida en medio de la faena. La salida del
sanatorio fue una escena inédita idealizada. La pareja de padres felices –e
inexpertos- asegurando a la bebé en el huevito del auto. Mamá viajó atrás,
porque ambos tenían miedo de que ella dejara mágicamente de respirar, o de que
se atragantara con su propio vómito. Y a partir de aquí, nunca más hubo nada
natural, nada relajado, nada orgánico. Tal vez esa manera de vivir los primeros
años de vida de nuestra hija se había estrenado con su no- parto tan
artificial, tan creado desde afuera. Lo
cierto es que llegamos a casa. Pero la esposa que llegaba, ya no era la de unos
días antes. Esta nueva requería de su esposo para mínimas cuestiones de las que
el aprendiz de padre –y de esposo- nunca había participado. Cocinar, poner la
mesa, lavar la ropa, poner el aparato ahuyenta mosquitos (porque era verano y
los mosquitos podían desfigurar a la recién nacida), ayudarla a bañarse y
vestirse, despertarse por las noches preocupado por los “extraños” sonidos que
hacía la bebé, trabajar –claro está- , y volver por las noches a una casa que
parecía suspendida en un tiempo sin tiempo, donde todo se repetía como en una
obra del teatro del absurdo, aunque tal vez con cierto sentido, a pesar de que
la madre no lo encontrase aún. El padre discutía, se quejaba, ponía caras de
molestia, porque esa nueva esposa tan solicitante no lo dejaba ir a su ritmo.
Antes, cuando no había otro del que ocuparse, esa pareja no había llegado a ser
tal cosa. Cada uno tenía sus ritmos –incluso para el sexo- y habían aprendido,
mal que mal, a vivir así. Y no eran infelices. Pero ahora, de súbito, ella
necesitaba de él, y él no estaba dispuesto. Así fue que el primer mes de vida
de Romina el “hogar” familiar se transformó en un campo de batalla. No podían
mantener una conversación sin discutir, no podían planificar sin molestarse el
uno con el otro. Ella, que nunca había cedido ante una discusión, era ahora la
que prefería decir “si, está bien”, a pesar de no estar de acuerdo y
envenenarse por dentro, porque estaba tan agotada que ni fortaleza mental para
mantener una batalla verbal tenía. Así fue que en su interior, además del
torbellino hormonal que generaba la nueva responsabilidad, el encuentro con la
no pertenencia del propio cuerpo –que era ahora dominio de la bebé-, la sed
vehemente, el hambre desbocada, la fiebre en el pecho, la apocalíptica falta de
sueño, la sensación de encarcelamiento, la ignorancia, el temor por lo que
podría ocurrir; apareció también la profunda sensación de soledad, junto con un
creciente rencor por ese hombre que era quien la dejaba sola, que no la escuchaba sino que la reñía, que
profundizaba sus temores, que exageraba los cuidados y que, en resumen, no
colaboraba para que el vínculo de esa madre con su hija fuera por un camino
natural.
De esa madre,
tengo que hablar en tercera persona, porque la encuentro lejana a mi yo actual
–aunque a veces resurge, claro-. Muchas veces, en medio de la noche y del
llanto de una bebé que no se dormía en brazos de su madre excepto que su boca
estuviera en el pezón cual chupete –que nunca aceptó- y que de tanto mamar
vomitaba sin escrúpulos sobre progenitora, sillón, cama, muebles etc., (en esa
época una se siente una lacra: siempre con olor a leche, transpirada,
despeinada, vomitada, con sueño y con hambre) esa mujer había fabulado escenas
que –afortunadamente-jamás se atrevería a efectivizar. Cerraba los ojos mientras enérgicamente
cantaba y se movía al ritmo de alguna canción de María Elena Walsh –de esas que
son para dormir- e imaginaba –después de larguísimos minutos que se
transformaban en horas- que salía corriendo sin rumbo por la calle, dejándolo
todo atrás y sin pensar en el mañana. O se veía a sí misma revoleando a la
llorosa bebé contra la pared, con el único fin de obtener paz. Imaginaba que dormía en una habitación sola,
como cuando era soltera, sola de nuevo, libre, apasionada, viva. Todo esto fue
parte del callado deseo inconcretable. La
oscura fantasía que surge de la falta de sueño, de la soledad, de la
desesperación, de los días cíclicos, repletos de actividades repetitivas que
–al menos para esta madre- no alcanzan a satisfacer toda una serie de afanes
que era imposible enterrar, ocultar, posponer y mucho menos matar.
Evidentemente, la
depresión posparto se había instalado.
Fue duro. Triste.
Lento. Silencioso. Y, especialmente, solitario. ¿Quién se entera de lo que pasa
en tu cabeza? ¿Quién se preocupa por saber lo que transmite tu mirada, tu
actitud, tus respuestas? En general las indagaciones sobre eso son más por necesidades propias del
entrevistador que por un verdadero interés en el bienestar del entrevistado. De
hecho, muchas veces el silencio es el mejor aliado de quien prefiere evitar
enfrentar la verdad que el otro tiene para confesar. Pero una vez que el clima no puede
sostenerse, -porque cuando uno está deprimido es muy difícil falsear la sensación
de angustia provocada por una realidad que resulta opresora, paralizadora,
ajena-, la evidencia sale a la luz, en forma de aullido visceral que reclama
ser atendido, escuchado, salvado.
Nuestro matrimonio
entonces, terminó de abismarse cuando se abrió la herida de la cesárea. El
descontento de esa madre desatendida y sola se exhibió, -sino con efectividad a
través del carácter, la desazón y el tedio-, con vigor a través de esa cicatriz
que se negaba a cerrar. Fue con ese hecho, con la visita al obstetra y con las diarias
curaciones que debió hacer el esposo, que se selló una tregua conyugal. El padre entendía finalmente por lo que había
pasado la madre. Dejábamos de ser dos para convertirnos en un equipo. Hay
quienes necesitan ver para creer. Tal vez la sábana que tapaba mi vientre
durante la cesárea había cubierto también los ojos de mi esposo. Lo cierto es
que una herida sangrante, supurante y doliente era difícil de ignorar. La
evidencia requería el cambio de actitud que –afortunadamente- se dio.
El padre recomendó
la visita al psiquiatra, porque, al cabo, había escuchado las sensaciones de la
madre, la imposibilidad de la niña de dormirse en los brazos de esta y la
desoladora impresión que la mujer tenía
de los días iguales. Cuatro meses habían pasado del nacimiento cuando comencé a
tener una percepción feliz de la maternidad. Roma se calmaba conmigo incluso
sin tomar el pecho. La sertralina hacía su efecto, y, ya podía disfrutar de
caminar por Castelar para hacer alguna compra, del baño de la bebé, de los
mimos antes-durante- después del baño, de los momentos de amamantamiento, de
las miradas, de las sonrisas, de los balbuceos, de su sueño y del mío.
En las familias
respectivas pasaban cosas que se empeñaban en enturbiar la reciente alcanzada felicidad. Madres y
padres que dividían bienes, hermanos que se habían asociado pero no les
gustaban las reglas de la sociedad, abuelas lejanas, abuelos insípidos, tíos
quincenales –o inexistentes-, y tías… no
había. Nada más. Con la única colaboración que se contaba era con la de la
mucama devenida en niñera, una niñera afable, divertida, sincera, entregada.
Con ella fueron alrededor de dos años de relación laboral, cuatro de romance y
uno de hartazgo. Recién en el octavo, y por su ausencia, pude valorarla con
justicia. Pero, al cabo, Godot y yo estábamos juntos. Siempre, absolutamente
siempre, remamos para el mismo lado. Probablemente, en los análisis posteriores
me pregunté: “¿Por qué carajo no lo mandé a la mierda en ese momento? ¿Cómo es
que eso no fue motivo para dejarlo? ¿Qué me pasaba para tolerar eso que tanto
me lastimaba? Lo
cierto es que contextualmente las cosas no eran como en el recuerdo fragmentado
y extrapolado involuntariamente por un síntoma que pide –ya lo dije, a gritos-
ser sanado. Godot era para mí mucho más
que esos enojos, que esos errores de inmadurez. ¡El tipo tenía un potencial
admirable! Después de que lo asimilaba, -tarea que le tomaba desde quince días
hasta 2 años-, ¡el flaco me pasaba el trapo! Rápidamente, una vez aprendida la
lección (lección ardua, tediosa, compleja), Godot avanzaba sobre el concepto,
se apropiaba de él, lo convertía en mejor persona y te invitaba a mejorar a vos
también. Ya no puedo recordar la cantidad de veces que ocurrió esto. Cada vez
que cometía un error grave de relación, -quién seré yo para calificar como
errores sus elecciones-, mi indicación (con pataletas o sin ellas), él
terminaba aceptando sinceramente que “había sido un pelotudo”. En todas las
ocasiones de ese tipo. Absolutamente en todas. Usted, lector, pensará: “Pero
entonces, un poco pelotudo era”. Pues no lo sé. Yo creo que no. Creo que una
crianza artificial moldea seres incapacitados para el lazo real. Pero Godot
quería aprender, quería abandonar la espera, la inerte y estéril mirada
crítica, la aceptación, la postración, el presente abismo, el ineludible
barranco. Y lo lograba, sí lo lograba.
Por otra parte –o más bien, por la misma-, quisimos
darle una hermanita a esa niñita que se desesperaba (como cualquier hijo único,
ahora lo sé) por cada infante que pasaba cerca de sí. Esa fue la versión
oficial, la íntima reconoce que el factor “revancha” estuvo presente en la
decisión. Yo necesitaba redimirme. Demostrarme que podía defender mi parto,
defender a mi hija. Que podía tomar decisiones inteligentes y sostenerlas.
Detengo el relato porque no puedo evitar un
interrogante. ¿Por qué motivo cada circunstancia era vivida e interpretada por
mí con tanto rigor? ¿Por qué mis actos y el impostergable devenir debían ser
sometidos a tamaño y constante análisis? ¿Cómo es que ni el yoga, ni una
úlcera, ni el psicólogo, ni la ignorancia, ni el egoísmo eran los conductos por
los que fluía mi vida. No. En mí es más un rezumar que un fluir. Lo acontecido,
lo ejecutado hiede constantemente. En momentos se hace urgente, ineludible. Otras, infesta la cotidianidad hasta volverla
atormentadora, y, ni siquiera hablando de ello una y otra y otra vez -con quien
fuera- lograba remitir un poco, al menos mitigar el recuerdo. Tal vez, sea esta
–la escritura- la vía para la emancipación.
Capítulo 3: Redención y Calvario
El embarazo y el parto de
Sofía fueron exitosos. El primero sólo fue interceptado por el ACV sufrido por
mi suegro cuando yo estaba de seis meses. Una mañana de enero de 2014 escuché
unos aullidos, localicé su procedencia, grité palabras tranquilizadoras. Los
aullidos aumentaron al oír mi voz.
Busqué llaves, mientras la niñera (tan nerviosa como yo) se ocupaba de
la pequeña próxima a cumplir dos años. Entré.
Esto amerita contar que al lado de casa vive –sí,
vive- mi suegro. Él solo. Desgraciadamente. Alguna vez esa había sido la casa
familiar (así la conocí), la nuestra había pertenecido a los abuelos de mi
esposo y abandonada a su suerte durante ocho o diez años después de la muerte
de la póstuma abuela. Del otro costado -sí, como en una aldea medieval-vivían
los tíos de mi esposo, cuyos hijos prolongan su adolescencia más allá de los 30
años. Cuestión, ésta, para explayarme. Pero prefiero sentenciar que lo que
vivimos juntos en esa Comunidad del Anillo, nos unió. El rencor, los silencios,
las mudas formas de pedir perdón, el orgullo enquistado no pudieron con
nosotros. Pudimos con todos ellos. O eso es lo que quiero desear.
Completo: Encontré a mi poco querido suegro,
ensangrentado, tirado en el piso del baño, desnudo y gimiendo. Lo calmé, llamé
a la ambulancia y a mi marido –que por suerte andaba cerca-, lo cubrí y me
quedé a su lado, dándole ánimos. La mala hierba nunca muere, y así fue como el
señor se recuperó en unos pocos meses, y todo volvió a la normalidad. Incluso
su desprecio hacia mí. Pero el efecto de dicho rescate fue fuerte. Semanas en
cama para detener las contracciones que
había desencadenado la situación. Afortunadamente, una buena amiga posó su
mirada en mí. Mientras hacíamos un simulacro de festejo, -pues, claro, el
organizado debió cancelarse- de cumpleaños de Romina, ella descubrió el
malestar en mi rostro, mi panza dura y mi agitación. Supo que esas eran
contracciones, y que no era momento aún para ellas. Lo antedicho: todos nos recuperamos. Todos volvimos a la
normalidad. Por cierto, no sin luchar, como de costumbre. A mi esposo se le
imponía un acompañamiento diario a un padre convaleciente, a la vez que una
esposa cursando un embarazo complicado quien debía también ocuparse de una niña
de dos años. Después de charlas, explicaciones, concientizaciones y hartazgos,
finalmente el esposo delegó el cuidado del padre en sus hermanos y en una madre
culposa. Así, como cada vez, el marido protegía a su nueva familia, mientras la
antigua agudizaba su rencor.
Sofía nació después de doce largas, duras pero
entrañables horas de trabajo de parto. Muchas veces en medio del dolor en el
coxis, -ese dolor que parece quebrarnos en dos a cada contracción-, pensé que
no podría, que eso sería eterno, que me había equivocado tomando la decisión de
no aplicarme la Peridural. Como siempre, tuve tiempo de pensar mientras
transitaba el dolor. Sin embargo, después, una vez logrado el objetivo, con mi
bebé en brazos, siendo revisada, vacunada, limpiada junto a mí, en la habitación
para dilatantes (nunca me sacaron de
allí para llevarme a ningún frío otro
lugar)supe que así debían ser los partos. Supe que yo todo lo podía,
porque había podido con mi hija. Fueron días de absoluta confianza en mí misma.
Sabía lo que debía hacer, sabía qué esperar. Nada ni nadie logró en aquel
tiempo instalarme sus temores, sus inseguridades, sus malestares, ni sus
humores. Yo estaba allí para cuidar de esas dos niñas. Para hacerlas hermanas
más allá de la sangre. Para enseñarles a amarse, a necesitarse, a cuidarse. Mi
esposo hizo su habitual inocente intento de boicotearme. Pero esta vez supe
frenarlo. No le permití que se llevara puesta mi recién adquirida
autoconfianza, mi sabiduría respecto de la maternidad, mi paz interior. Esa fue
la primera vez en la vida que tuve paz interior. Creo que en aquel momento
alcancé la plenitud. Me sentía completa, satisfecha de mí misma, viviendo mi
propio Paraíso, disfrutando de mi buscado y alcanzado rol materno.
En medio de ese jubileo, la novia de mi papá nos
informaba que lo dejaba porque ya no soportaba su desinterés, a la vez que nos
revelaba que el abuelo tenía Alzheimer, Parkinson, o algo por el estilo. Así,
repentinamente, el Edén se desvaneció..
Mi papá seguramente había empezado a cursar su enfermedad
mucho tiempo antes, pero su carácter, el mío y las intervenciones maternas,
habían instaurado un foso entre él y yo, que ni siquiera las nietas habían
logrado zanjar. Era así cómo, con mi bebé de tan sólo cuatro meses, me caía el
gravamen de ese hombre que había
fraguado su destino y que no tenía a nadie más que a mí. Digo que no tenía a
nadie más, porque en su juventud se había enemistado profundamente con su
hermana y el marido de esta, más tarde había logrado lo mismo con mi madre y ya
no quedaba ni siquiera una tía perdida. Dos hermanos mayores varones eran garantía de que la tarea era
para mí. El primer encuentro con esa nueva e ineludible responsabilidad fue
tras un atragantamiento en un partido de rugby. Mi hermano mayor lo había pasado
a buscar por su casa para ver a la Primera. Se habían comprado un sándwich de
carne mientras miraban el partido. De súbito, mi papá se atragantó. Fue tan
cruel dicho atragantamiento, que debió ser resucitado por un médico y llevado
en ambulancia para ser internado.
Esa semana, Sofía abandonó la teta. Mis ausencias eran
demasiado prolongadas. La mamadera era un sustituto que la satisfacía, de modo
que al cabo de esa semana, yo me enfrentaba no solo a la realidad de un padre
que ya no podía quedarse solo en su casa, del que había que ocuparse 24/7
porque hasta había que procesarle los alimentos y espesarle los líquidos, sino
también con una bebé de cuatro meses que rechazaba con asco mi pecho. Durante
dos meses me saqué leche para dársela con la mamadera, de modo que la pequeña
siguiera recibiendo los beneficios de la lactancia materna. Mientras tanto, ya
había vuelto a mi trabajo, del que me escapaba a las corridas para pasar por la
verdulería y la carnicería, ir a la casa de mi padre, llenarle la heladera,
programarle las comidas y pagarle a los acompañantes que pasaban el día con él.
(Además de recibir sus siempre negativas devoluciones de lo ocurrido durante
mis horas de ausencia). Papá me pedía que me quedara con él, que fuera ratos
más largos. Mis hermanos apenas pasaban los fines de semana para verlo un rato.
Mientras tanto yo le gestionaba –junto con mi bien predispuesto esposo- una
mudanza a una casa de una planta, donde él pudiera moverse sin tener que subir
escaleras, puesto que la pérdida de equilibrio –además de los atragantamientos-
era lo que resultaba factor de altísimo riesgo para él.
Cada dos por tres nos enterábamos por los cuidadores
de una nueva caída. El pobre viejo intentaría seguir siendo independiente, ir
al baño, bajar a comer algo, pero su cuerpo no lo dejaba. De verdad que no
puedo imaginar lo que habrá sentido aquel hombre (no digo mi padre, sino el
Hombre) en medio de aquellos descubrimientos respecto de sus propias
incapacidades. Mi marido y el último neurólogo (porque pasamos por tres
neurólogos y dos psiquiatras que no fueron capaces de diagnosticarlo) me han
dicho que mi padre no era absolutamente consciente de su degradación. Sin embargo yo, en mi
vínculo íntimo con él, sé que sufría. Sé que sentía pena de sí mismo, rabia, dolor,
mucho dolor.
Pasaron tres años completos, a lo largo de los cuales,
así como avanzaba la enfermedad innominada –puesto que no alcanzaba
diagnóstico-, las facultades motoras y
las habilidades que conectaban a mi padre con el mundo fueron degradándose;
hasta dejarlo primero humillado y luego aislado, pero justo aquí, a nuestro
lado. Nunca en la historia de la relación entre mi padre y yo, lo había sentido
cerca. Tal vez, en algunas oportunidades, esta hija había decidido ignorar la
constante distancia que su personalidad
imponía entre nosotros. Quizás, por momentos, había luchado por un vínculo sano,
enriquecedor, satisfactorio con mi padre.
Pero jamás había podido sostener la farsa más que coyunturalmente.
Mientras digo esto, reflexiono. Me releo y me
pregunto: ¿Debería escribir, en vez de “la constante distancia que su
personalidad imponía entre nosotros”, “la
constante distancia que su personalidad y la mía imponían entre nosotros”?. Me
respondo que no. No era mi responsabilidad, a los dos, cinco, ocho, ni a los
quince años ser la hacedora de la conexión con mi padre. NO. Esa debió haber
sido su preocupación. Escucho quejas. Lo sé. Era otra época. Nuestros padres
habían sido criados de otro modo. Ellos no eran capaces de ponerse en el lugar
en el que nosotros hoy nos ponemos en relación con nuestros hijos. Es una
cuestión generacional. NO. Nuevamente, NO. No puedo consentir que el deseo de
conectar con un hijo, con un ser indefenso que todo lo aprende de uno -comer,
mirar, sentir, desear, amar-, pueda depender de una cuestión social. Sé que lo
es. Sé que hay maneras enseñadas - mejor dicho impuestas - por la sociedad. Pero
amar a un hijo, desear ver su sonrisa, el brillo en los ojos, el cuerpo
entregado a las cosquillas, su carita de satisfacción ante un logro, las brotantes
lágrimas, los abrazos eternos, las respiraciones por la noche; sentir esa
apertura en el pecho que sube desde las entrañas al contemplar lo antes mencionado; eso no puedo entender
cómo mi padre no ha podido disfrutarlo. Aunque mientras lo escribo, me descubro
a mí misma corriendo por las obligaciones: bañarlas, vestirlas, peinarlas,
calzarlas, cortarles las uñas, leerles un cuento, llevarlas, traerlas,
buscarlas, preguntarles, cocinarles, servirles, pelarles , lavar platos,
ordenar la casa, lavar la ropa, ir al supermercado, vestirme, depilarme,
peinarme, ir al gimnasio, tener buena cara, ser dulce, ser sexy, ser amable, no
equivocarme, ser una respetable profesora, ser intelectual pero no ser
aburrida, ser superada, callar, estar, no perderme en medio de todo esto. Tal
vez mi padre se enroscó menos. Él decidió no dudar. El actuó. Hizo. Sin mirar
atrás. Nunca. Si alguna vez lo hizo, no nos lo hizo saber de ningún modo.
Quizás, sus vaivenes emocionales eran signo de esa débil duda. ¡No salís! Te
llevo. Maltratarnos y llevarnos un mes de vacaciones. Gritarnos sin pausa y ahorrar todo el año para comer
afuera cada día durante las vacaciones. Hacernos vivir a su ritmo. No dejarnos
ser. Quejarse de todos nuestros defectos. Nunca dar una palabra de aliento.
Todo eso acompañado de que nunca nos
faltara nada. De su constante sacrificio. De la impostergable deuda que
teníamos con él.
Lo cierto es que no es fácil hablar de mi padre.
Resulta difícil calificarlo o describirlo. Sus actos hablan por sí mismos. O
no. Pero se me hace arduo ser objetiva. Porque todas sus acciones sobre mí, mis
hermanos, mi madre o el ambiente, están teñidas por lo que sentí en cada
oportunidad. En general era vergüenza. A veces la vergüenza se transformaba en humillación.
Sentía más vergüenza de él que por cómo
me hacía ver a mí. Muchas veces sentí vergüenza de que él fuera mi padre. Y
para eso no tuve que convertirme en adulta y darme cuenta de que era un pobre
tipo. No. Eso ocurrió sin que yo reconociera el sentimiento, cada vez que él
peleaba con algún conductor en la calle, se enojaba con un vendedor, se ponía
nervioso esperando al mozo, interactuaba con algún otro padre, alguien venía a
casa y él se ponía su “ropa de entrecasa”. Todas sus acciones en sociedad me
abochornaban. Había padres más elegantes, más amables, más inteligentes, más
divertidos, deportistas, profesionales, con algún hobby. Mi papá no era nada de
eso. Mi hermano del medio, diría que eso fue así porque nuestro padre había
pasado su vida trabajando para darnos todo. Por eso no había tenido tiempo de
nada más. Que su trabajo le había arrancado todos los deseos . Yo, en cambio,
creo que mi papá no fue capaz de crearlos o, -al menos-, no fue capaz de
sostenerlos. El papá que yo conocí era un tipo sin anhelos. Posiblemente mis
hermanos conocieron a otro, que, siendo más joven, estaría menos decepcionado y
más predispuesto. Pero con el que yo
traté tenía sólo proyectos materiales: cambiar el auto, irse de vacaciones,
arreglar la casa –esto último dejó de hacerlo cuando se separó de mi mamá-. Le
faltaban sueños, aspiraciones personales: ser mejor persona, aprender a hacer
algo, divertirse con su familia, disfrutar de la presencia de otro, abrir su
corazón, dejarse llevar, olvidar su neurosis –al menos por un instante-.
En definitiva, fueron pasando los meses que se
transformaron en años a lo largo de los cuales mi padre dejó de darme rabia,
bronca, ganas de alejarme; pasó a
provocarme primero pena y luego culpa. La culpa de quien se sabe el soplo de
aire fresco del cautivo, el único oasis del sediento. Mi papá ya estaba
internado en un geriátrico para el que era demasiado joven, pero para el que
estaba excesivamente deteriorado. Me convertí, entonces, en la única persona que lo iba a ver con
regularidad. Y eso implicaba también ocuparse de sus necesidades: el espesante
para sus líquidos, los pañales, sus remedios, su ropa, incluso sus más bajos
instintos. En uno de esos encuentros, allí, en la habitación que compartía en
el hogar de ancianos con un postrado, me
contó –cuando aún podía hablar-que la mujer
que regularmente visitaba a su compañero de decadencia, había hecho un
escándalo denunciándolo de haberse masturbado en su presencia. Ese día, pobre
mi padre, me estaba rogando que lo defendiera. Por supuesto que no lo dijo.
Claro que no me lo pidió, él nunca sería capaz de tal cosa. Pero sus palabras,
su confesión, su rostro de inocencia, lo reclamaban. No sé si una hija está
lista alguna vez para oír algo así de la boca de su padre. Y mucho menos para
escuchar la confirmación del relato en boca de la jefa de enfermeras. Esta
última, una señora dulce y contenedora que, reduciendo mi ansiedad, me explicó
que en esos sitios la masturbación –tanto de ancianos como de ancianas- es de
lo más natural, y que esta mujer se había excedido con tamaño escándalo. A
pesar del sacudón del relato, tuve claro que mi padre debía ser protegido,
porque si él estuviera bien, si su estado no fuera inusitado para su edad –o
para la vida en sociedad- probablemente no estaría allí. Afortunadamente, en
esos yermos desolados, existen mujeres anónimas, que se entregan con amor al
cuidado de nuestros seres queridos. Las enfermeras del geriátrico se convirtieron
en quienes más me entendían. Me saludaban con calidez cada vez que visitaba a
mi papá. No era una sonrisa cualquiera. Ellas sabían que yo amaba a mi papá, y
que me hubiera gustado hacer mucho más por él. Esas mujeres jugaban con mis
hijas de un año una, de tres la otra
–edades que fueron cambiando a lo largo de la estadía- cada vez que visitábamos
al abuelo. Siempre tenían algo bello que decir de mi papá –eso nunca había
ocurrido en ningún sitio-. Tal vez, ese viejo cascarrabias, ese insatisfecho crónico,
esa tormenta de negatividad estaba, como alguna vez me ha dicho un amigo fraile,
transformándose como un Cristo en su pasión. El padre que falleció en la cama
de terapia de una clínica de mala muerte en Ituzaingó, había pasado por todo lo
más humillante, degradante y doloroso –físicamente doloroso- por lo que puede
pasar una persona. Además de haber perdido la posibilidad de movilizarse por
sus propios medios –algo que se había desvanecido para él con los inicios de su
enfermedad-, de controlar esfínteres, de deglutir alimentos, de beber líquidos
(estas dos últimas habilidades habían sido reemplazadas por un botón gástrico a
través del cual se le pasaba un alimento que proveía la prepaga a través de una
jeringa en el geriátrico, y finalmente con una bomba de alimentación durante su
internación), de comunicarse a través de la palabra hacia los últimos dos meses
de vida –hecho que me resultó difícil de digerir, justamente-. En esos dos
últimos meses que recién mencioné, se terminó de convertir en un vegetal. No
miraba a los ojos. No podía mover ni sus brazos, ni siquiera sus dedos. Empezó
a escararse, por lo cual aprendí a rotarlo yo solita, sin la ayuda de ninguna
demorada enfermera. Le colocaba su crema en cada roce, distribuía
estratégicamente los almohadones para que sus piernas y rodillas se tocaran lo
menos posible. Le leía. Rezaba con él. Le cantaba las canciones que alguna vez
le habían gustado –de Sandro, Palito Ortega, Los Beatles-. Cada vez que hacía
eso, él intentaba comunicarse conmigo a través de un aullido, que manifestaba
agradecimiento. Lo afeité un par de veces, y, a pesar de que ya no hablaba,
hacía trompita para que le pasara la maquinita en los bigotes.
Durante un mes entero, por las mañanas, entraba a la
habitación de la clínica saludándolo con energías, transmitiéndole todo mi amor
y mi acompañamiento. Muchas de esas veces, al cabo de un rato, debía encerrarme
en el baño para llorar. Cada mañana era volver a encontrarme con su decadencia,
con su muerte en vida, con su pasión. Nadie merecía esa tortura, ningún ser
humano meritaba dicho suplicio. Verse a sí mismo postrado, sucio a veces,
incapaz de bramar por un imposible vaso de agua. El tiempo allí era eterno,
circular, denso. Los vínculos con mis hermanos sufrían la misma degradación que
el cuerpo de mi papá. Cada vez su situación ahondaba diferencias, señalaba
compromiso o la ausencia del mismo. La carga era terriblemente pesada, y casi
nadie estaba dispuesto a arrastrarla. Pasé días enteros viéndolo morir. El
agobio de esa habitación en la que no entraba nadie durante horas (porque a mi
papá no había que darle de comer, ni medicación, ni un carajo) era extenuante.
Se salía de allí por la tarde-noche con la sensación de que se pasaría la vida
así. Es que la enfermedad de mi padre no tenía fecha de vencimiento. El cuarto
neurólogo, -el único que había logrado diagnosticarlo; Parálisis supranuclear
progresiva, enfermedades raras si las hay- nos había pronosticado una
supervivencia de aproximadamente cinco años. Mi padre era joven y su corazón-
además del resto de los órganos-se conservaba
saludable. Ciertamente, esta hija creía que su padre viviría todo lo que
restaba del año (había sido internado en enero). Pero una noche de fines de
marzo, llegó el mensaje temido y –debo reconocerlo- esperado. Finalmente,
Horacio descansaba en paz. Se acababa su sufrimiento persistente, se terminaba
su prolongada agonía; a la vez que se desvanecía mi carga.
Cuando entré con mi marido a la terapia para ver por
última vez a mi padre, descorrí la sábana para ver y tocar su cuerpo, ese
cuerpo que tanto había cuidado los últimos meses. Ese mediodía había pasado a
verlo, y le había susurrado que yo cuidaría de mis hermanos. Lo abracé, lo
revisé. Me recosté sobre su pecho ya frio, amarillento, ajeno. Papá ya no
estaba ahí. Esa imagen tardó varios meses en disiparse de mi retina. Volvía
regularmente como para asegurar algo que parecía imposible: mi padre estaba
muerto. Ya no había nada más que hacer por él. Ya no había que sacar turnos,
que comprar remedios, que llevarlo al médico, que procurarle pañales, que
visitarlo. Papá estaba muerto. Una parte de mí había muerto también. Porque
todo lo que él había sido alguna vez, vivía en cada encontronazo con mis
hermanos, en cada brote de nervios inmanejable, en cada deseo de desaparecer de
la faz de la tierra. Ahora que papá estaba muerto, yo podía imaginarlo
reconciliado consigo mismo, con sus errores, conmigo. Lo más satisfactorio de
esos tres meses había sido lo cerca que me sentía de él. Papá se había ido
sabiendo que yo lo amaba, sabiendo que yo lo acompañaba hasta el final,
sabiendo que yo era capaz de entregar mis días para defenderlo con uñas y
dientes del abandono, para arrancarlo de la deshumanización a través de
lecturas, rezos, abrazos, palabras, canciones. Sólo yo. Él y yo. Solos en una
habitación de una perdida clínica, mientras mis hijas de tres y cinco años
pasaban los últimos días del verano y los primeros días de clases con una
abuela que a duras penas podía contenerlas, porque no estaba habituada a pasar
días enteros ocupándose de dos enérgicas chiquillas. Así se había sanado
nuestra relación. Ese hombre que jamás me había dejado abrazarlo, acariciarlo,
contarle mis alegrías ni mis penas, había sido forzado amorosamente a
encontrarse íntimamente –desde el silencio más absoluto- con su hija.
La postrera imagen que tengo de mi papá, esa, la del
padre que me necesitaba, que estaba entregado a mi cuidado, que calladamente me
pedía que no lo abandonara, esa imagen no quiero perderla. Quiero aferrarme a
ella y tenerla siempre fresca. Porque ese padre me valoraba, me requería, me
amaba. La otra imagen, la del padre activo, fuerte, agresivo, complejo, necio y
rústico, esa, prefiero dejarla ir. Perderla en el olvido. Dejar que se
desvanezca a la vez que selecciono recuerdos fragmentados de momentos de una
supuesta felicidad.
Una vez muerto papá, no sé porqué, no sé cómo, empezó
a surgir mi necesidad de libertad.
Capítulo 4:
Resurrección
En algunas de las
múltiples tardes de sumersión en las densas aguas del nihilismo (después
entendí que tal cosa no existe, había un porqué en su transcurrir sufriente,
incluso también para mí) allí, en una habitación de esa lejana clínica en
Capital, empecé a escribir. Siempre había tenido deseos de escribir, pocas
veces lo había hecho y jamás lo había mostrado. Mis producciones hasta aquel
momento se limitaban a unas líneas sueltas escritas como producto de algún
desamor entre los 18 y los 22 años. Pero, en aquel sillón junto a la cama de mi
padre, en medio del agobio que provocaba su imagen física y más aún la
reflexión sobre lo que pasaría por su cabeza, surgía la imperiosa necesidad de
escribir. Había cosas que no podía decirle, no solamente porque nunca conocería
el efecto de mis líneas en su alma, sino porque estaba convencida -aún en aquel
momento- de que mi papá no sería capaz de entenderme. La cuestión: escribir
sobre mis sensaciones dentro de aquella habitación, donde estaba en contacto
con lo más hondo y negro de mi propio ser, resultaba si no liberador, al menos
suavizante.
Soledad. La soledad de una jaula oscura, en el fondo
de un pozo ciego.
Nadie ve. Nadie sabe. Solo dos, a veces, entienden
algo. De vez en cuando, solo uno.
¿Castigo? ¿Karma? Tormento.
Lento, largo, penoso.
No sé qué. Si busca, si quiere. O si solo espera.
Te miro y me mirás.
Te observo respirar.
Te acompaño en silencio. En silencio me hablás.
Sufrimos juntos. Me querrías cuidar.
No podés… no se puede.
Cierro los ojos con fuerza. Me escondo debajo de las
sábanas.
Pero la pesadilla no termina.
No es mi pesadilla, es la tuya. Es la nuestra.
Te doy la mano, leo en voz alta. Te dormís mientras te
acaricio la cabeza.
Dormí… yo te cuido.
Compartí ideas
sueltas –tal vez, poesía- como estas en alguna de mis habituales redes
sociales. Mi desempeño en ellas siempre había sido feliz: la imagen típica de
una madre de vanguardia que felizmente se ocupaba de la educación integral de
sus hijas (fotos de juegos caseros, risas, amor filial, inmortalización de
situaciones ideales), escenas de un matrimonio certero, ideas de una profesora amorosa y revolucionaria. De
pronto, mi habitual público (ex alumnos, otras madres, colegas, amigos, algún
que otro familiar) se desayunaba de mi tristeza. Todos indicaron que les gustaban mis
publicaciones. Algunos comentaron que mis textos eran bellos. Más de uno me
escribió por privado preguntándome porqué estaba tan triste.
Mientras que
algunos aprovechaban mis declaraciones poéticas para acercase, mi marido se
alejaba cada vez más. El proceso de duelo era arduo, desconocido,
impostergable. Se apoderaba de mis días, de mi voluntad, de mi tolerancia.
Estaba enojada. Estaba de mal humor. Godot no comprendía lo que tampoco yo
entendía. Creo que tampoco intentaba entender. Él se sentía tan protagonista
del momento como yo. Para él era importante cómo yo lo trataba en este proceso.
(Si es que se percataba de que se estaba viviendo un proceso). Fue uno de los
peores momentos de nuestro matrimonio, casi tan malo como el ya relatado post
parto de nuestra hija mayor. Godot creía que yo no quería a mi padre, y que por
eso, no debía sufrir tanto su muerte. Estaba convencido de que, como con la
muerte se evaporaba la carga, no cabía la posibilidad del dolor. Esa
incomprensión, ese error de interpretación por parte de alguien que había sido
testigo y parte de la compleja relación que había tenido con mi padre, me
resultaba sino imperdonable, al menos irritante. Odié su falta de empatía. Odié
tener que explicarle lo que sentía. Odié sus respuestas litigiosas,
inoportunas, impertinentes. Lo odié. Quise desaparecer. Irme. Dejar de
levantarme cada día para cambiar a mis hijas y llevarlas al Jardín. De hecho,
había renunciado a mi trabajo con el propósito de ocuparme de mi padre. Su
ausencia me dejaba enteramente madre. Ya
no era hija. Todo mi día era ocuparme de las hijas, algo que me resultaba -en
ese primer período de duelo- agotador, ingrato, insoportable. Cuando Godot
regresaba, casi de noche, a una casa donde la madre había pasado el día
intentando interpretar su rol –intento en el que había fallado repetidas
veces-, el horno no estaba para bollos. El esposo retornaba agotado, después de
una larga jornada de trabajo, que le resultaba, además de extenuante,
abrumadora por lo alienante. Esos dos individuos, no eran aptos -en esas circunstancias- para entenderse.
Mucho menos para acompañarse en silencio. Esto último, lo que es imperioso en
un duelo.
Una noche,
mientras nuestras hijas jugaban en su habitación, lo dije. Era la primera vez
que decía –con convencimiento absoluto- algo así. Si Godot seguía en su actitud
batalladora, yo ya no tendría resto para sostener el circo. Esa tarde, habíamos
hecho el ridículo en un evento del colegio de las nenas. Ambas estaban
nítidamente transitando el mismo duelo que la madre. Ninguna de las dos era la
nena que había sido ni la que volvería a ser –más sabia, claro- unas semanas
después. Lloraban, se encaprichaban, se resistían. No les gustaba esa madre
lúgubre, ni ese padre en constante disputa con la ya adjetivada madre. Todo se
hacía cuesta arriba. Para ellas, para mí. Calculo que para Godot. Pero en aquel
momento no pude ni quise pensar en eso. Estaba convencida de que su rol debía
ser otro. Se lo dije. Se lo exigí.
Como de costumbre,
quiso evadir la responsabilidad. Como siempre, no se lo admití. Tuvo que
decidir. In situ. Nuevamente, mi marido mostraba su potencial. Manifestaba su
deseo. Siempre le costaba, siempre había que darle un ultimátum. Siempre había
que corregirle el rumbo. Claro, en ciertas ocasiones, como en esta, yo no tenía
ganas ni fuerzas para ser su mentora. Para educarlo. Sin embargo, así era
nuestro matrimonio. Ese era mi rol. Así
había sido nuestra Prehistoria, nuestra Historia, nuestro Presente. De súbito, Godot
cambió radicalmente. De pronto -nuevamente- volvíamos a reír. Ya no me
querellaba los maloshumores, sino que los mudaba. Los transformaba en motivo de
carcajada. No sé cómo. Mágicamente, como cada vez que abría los ojos. Cuando
Godot abría los ojos, se apoderaba de su realidad y se decidía a sostenerla, a
enseñorearse. Esta familia era suya. Esta esposa era la que había elegido y a
la que quería seguir amando. Se cargó el fardo en las espaldas y nos sacó a los
cuatro a flote. Sólo había que saber perdonarle la demora.
[1] DE BEAUVOIR, Simone: El segundo sexo, 1949
[i] (Lujuria tiene dos acepciones, y
creo que en mí había obrado la primera en
la juventud, y ahora anhelaba sumarle la segunda. La primera alude al
apetito excesivo de placeres sexuales. Mientras que la segunda se refiere al
deseo apasionado de algo.)