martes, 27 de febrero de 2018

Por qué losadultos me odian? Capítulo 4: Nominis delatio


Capítulo 4: Nominis delatio (Denuncia)

Unos cabecean, otros usan el celular debajo del banco, unos cuantos la miran con ojos vacíos, más de uno escucha música furtivamente. Nadie. Nadie le presta atención.

Es que la clase de Geografía es un embole. La profe no tiene ninguna gracia. Está claro que ser docente no es ser un entertainer, ni un cómico, ni nada parecido. Pero debería. Los profes deberían ser como los juglares de la Edad Media de los que nos habló Atenea. O como los aedos griegos. Como los bardos de la Galia. Los antiguos la tenían clara. No peleaban batallas absurdas. Tal vez en otras épocas los chicos agachaban la cabeza y aceptaban la autoridad incuestionable del docente. Pero hoy.

Hoy respeto que sea un adulto. Que esté trabajando. Que esté agotado. Que la reme diariamente. Yo también. Yo también la remo. Yo tampoco quiero estar acá. No así. Necesito motivos para desear. Necesito un plan. Un plan del que yo no sea un elemento pasivo. Quiero participar. Quiero entusiasmarme. Quiero elegir, divertirme, sentir. Quiero sentirme seducida por una personalidad que disfruta estar acá, estar conmigo, equivocarse y armar un nuevo camino tan original como yo y mis compañeros. No entiendo porqué debería hacer lo que me dice esta mujer opaca, triste, frustrada, fea, olvidable. No es una líder. ¿Cómo es que una invisible está a cargo durante tres horas semanales de un grupo de adolescentes llenos de energías?

Pérez nos pide que abramos nuestros libros en la página 46. Hoy nos toca América Latina. Ella, con su voz lineal, sin matices ni sorpresas, lee el texto que debería ser motivador. Cada tanto, debe detenerse porque alguno de mis compañeros hace un chiste a partir de una frase –“En América Latina, los países andinos están tomando diversas medidas para mitigar los efectos de los terremotos y reducir la vulnerabilidad de las construcciones edilicias. Costa Rica, Perú y México, por ejemplo, llevan adelante programas de reacondicionamiento de viviendas y reforzamiento de edificios inseguros, es decir, de aquellos que, por las características de su construcción original, colapsarían fácilmente en caso de terremotos (…)” “Profe… no quiere irse unos días a México?”- nos mira con ganas de matarnos, así sin ningún filtro, baja la cabeza y vuelve a leer aún más opacamente.

De repente -como tantas otras veces- y por fortuna, entra Ale, nuestro preceptor.

“Chicos, tenemos que hablar”.

Pérez lo mira aliviada, como si la hubiera salvado de algún acto radical. Se sienta en su –momentáneamente- escritorio y se pone a corregir. Mientras tanto, Ale nos mira.  En seguida, entran el Director, y la Vice. Creo que es la primera vez que entran a nuestro salón en lo que va del año. Ale comienza a hablar.

“Chicos, ustedes saben que tienen que cuidar los espacios en los que habitan (Ale es un tierno, aún confía en la pedagogía tradicional). Se comportan como villeros. ¿A quién se le ocurre destrozar el lugar donde pasan cinco horas cinco días a la semana? La escuela es de ustedes. Tienen que cuidarla.”

Mientras Ale dice esto, la vice camina entre los bancos, nos mira –molesta- a la vez que esquiva nuestras mochilas que se esparcen en el piso, desangradas. Llega hasta la pared del fondo del aula. Busca, inspecciona, como un detective inexperto, sin ninguna huella que seguir, sin ningún rastro que la guíe. Finalmente, con su habitual falta de tacto, escupe, interrumpiendo al preceptor.

 “Vamos, che, ¿dónde está el famoso agujero por donde se pasan machetes?”

Silencio. Todos sabíamos, apenas entraron al aula, a qué venían. Todos sabíamos que nuestro secreto había sido descubierto, porque ya lo comentaban los quintos y los sextos. Todos hablaban de nuestra astucia y de la torpeza de los profes que no se daban cuenta de nada. Digo “nuestro” aunque nadie me haya consultado si quería ser parte del plan. Fue como un tácito acuerdo colectivo. La joda nos divertía a todos. Creo que incluso nos unió. Ni siquiera las “maduras” del curso se negaron, ni advirtieron sobre los peligros, ni pusieron cara de oler mierda.

Los adultos continúan con su estrategia. “Vamos, chicos. –dice la vice- Dígannos quién fue ahora, antes de que esto se convierta en algo de lo que hable todo Paso del Rey.” Es evidente: ella es la policía buena. El malo, es el Director -al menos hoy-.

-No Liliana, –protesta- te equivocás. Acá no importa si la comunidad educativa se entera o no. Acá lo importante es que estos alumnos no se han dado cuenta de lo que este acto connleva. La mayoría de estos chicos, viene a esta escuela desde los 3 años. Aquí han asistido sus padres, asisten sus hermanos. ¿Cómo puede ser que no tengan sentido de pertenencia? ¿Que no cuiden el espacio que es de ellos? ¿Que ocupen el tiempo de clase en destrozar las paredes de sus salones? Yo no entiendo Liliana, te juro que no entiendo Ale. (Parece que todos se han olvidado de la profesora de Geografía. Afortunadamente, ella no demuestra quejas al respecto. Ni se interesa por lo que este circo ha venido a plantear. Ella sigue con la mirada fija en los escritos que corrige con ritmo. De vez en cuando, alza el rostro, mueve los veloces globos oculares de un lado al otro del aula e, indiferente, vuelve a su labor).

El aula queda sumida en el más absoluto silencio. Pili me escribe por debajo de la mesa notas en la pantalla de su celular. Pili es graciosísima, de modo que estoy más concentrada en que no estalle mi carcajada que en lo serio del planteo directivo.  “¿La vice viajó en máquina del tiempo desde 1950? ¿Qué onda esos zapatos?” “¿El dire fumó porro antes de entrar o no duerme desde hace una semana?” “Ale parece el sobrino de unos tíos locos… poooobre”.

Esteban no resiste tanto silencio. Necesita decir lo que piensa. Hacer un chiste. Descontractura: “Si esta escuela está llena de agujeros… ¿tanto lío por uno que se agrandó un poquito? Mañana traemos un poco de cemento y les revocamos la pared mejor que Cosme.”

Cosme es el “multifunción” del colegio. En realidad más que multifunción es cerofunción. Porque todo lo arregla más o menos. Dura lo que dura él dentro del aula. Luego vuelve a romperse. Tal vez por eso los adultos se enojan tanto con Esteban. Porque está diciendo verdades.

Mis compañeros y yo estallamos en carcajada. Ale se da vuelta para que no veamos su risa. Pero los dos directivos no mueven un músculo. Sólo fruncen aún más sus ceños (¿arrugas, enojo, mediocridad, miedo?). Finalmente, la vice lanza: “Fernández, espérenos ya mismo en Dirección -Esteban sale del aula con su habitual caminata de sex symbol-. El resto, piensen qué van a hacer y cómo lo van a hacer. Pero que sea pronto. Queremos tener a los responsables antes del viernes de esta semana. De lo contrario, todo el curso va a recibir una sanción ejemplar.”

Seguidamente, nos dejan en manos de la inexperta y abúlica profe de Geografía, quien se para, abre un mapa de México en la pizarra digital y pregunta: “¿Quién puede decirme dónde queda el río Papaloapan?”. Nuevamente, silencio. Pedro farfulla: “¿Por qué Profe? ¿Está evaluando lo de las vacaciones allí?”

sábado, 24 de febrero de 2018

Serva me, servabo te

Serva me, servabo te

Enamorarnos. Como jamás.
Acá hubo otra cosa. Algo. No sé qué. Ahora ya no importa. 
Porque ahora está plagado de momentos. De risas. De consuelos.

Abro los ojos. 
La plenitud salta sobre los sillones del living. Se disfraza. Baila. Habla en neutro. Llora. Exige. Pide. Se queja. Culpa. Grita. Ríe. Canta. Habla. Habla. Habla.
A veces soy una esclava. Sé que es mi historia, que me retiene clásica. 
Siempre hago mi mayor esfuerzo.
Siempre me siento culpable. El 
Sé toda la teoría. Porque la siento en el alma. 
Grito pidiendo Libertad. Y me la das antes de que te la pida.
Pero mi carcelera es la falta de amor. 
Me quiero poco. Me siento poco. 
Los otros son muchos. Son duros. 
Los sé irrelevantes. Sin embargo.
“El único camino es ser fiel a mí misma”. 
Lo repito porque estoy convencida. 
Cierro los ojos. Me hundo en mí. 
Pero se sumerge conmigo mon critique -que me hostiga-.
De a poco. Año a año. Experiencia tras experiencia. 
Se va silenciando el ultrajador. Empieza a oírse el lisonjero. 
Y así, vuelvo a vos. Tierna. Verdaderamente tuya.

viernes, 23 de febrero de 2018

Por qué los adultos me odian? Capítulo 3

Capítulo 3: A bove maiori discit arare minor. (Del buey viejo aprende a arar el joven)


Pili me da un beso y entra a su casa. Yo sigo la caminata sola. Más adelante va un grupo de chicos de 5to, más atrás unas chicas del otro cuarto. Paso del Rey es un lindo lugar para vivir.
Llego a casa. Como siempre, no hay nadie. Mi mamá trabaja, mi papá no vive con nosotras. Mis hermanos son más grandes y ya tienen sus vidas lejos de casa. Estoy mucho tiempo sola, pero no me lamento. Me gusta tener tiempo para mí. Leer, pensar, dibujar. No le muestro a casi nadie lo que hago. Mi papá ni siquiera sabe que me gusta dibujar. Cuando cumplí quince, me invitó a Disney con él y su mujer. La pasamos lindo, aunque cada vez que me sentaba en algún banco de un parque y sacaba mi cuaderno de hojas blancas, los tres –mi papá, Laura y su hija Delfi- me miraban raro. Por suerte Delfi se acostumbró a mi hábito. Se terminó sentando conmigo a garabatear los bordes de mi dibujo. Mi viejo cree que soy como una nena chiquita, que dibuja para hacer tiempo entre la merienda y la cena. Él no entiende que en ese hacer tiempo apareció esto que me hace tan bien.
Recuerdo pocas actividades que me entusiasmaran tanto como dibujar. Mamá siempre llevaba consigo hojas y crayones en su cartera. Mi hermano del medio y yo nos tirábamos en el piso de cualquier sala de espera no para matar el tiempo, si no para liberar esas energías que nos salían de las entrañas. 
Hermes no se animó. Lo quiero, lo admiro, pero no quiero ser como él. Mi hermano amaba dibujar, crear, imaginar. Sin embargo. Lo consumió su falta de confianza. Creo que está demasiado preocupado en hacer las cosas bien, en ser perfecto. Lo más frustrante es que no lo es, y, al paso que va, nunca lo será. Hermes niega sus posibilidades, escapa a su destino. Parece ser su peor enemigo, porque al que más ha escuchado siempre es a mi papá. Él sabe que papá comete errores. Pero no puede evadir su mandato. Yo, por suerte, soy más hábil para escabullirme. Tengo clarísimo que de papá solo puedo aprender lo que no quiero ser. Y eso no quiere decir que no lo quiera, que no lo respete. Tal vez no lo respeto como sujeto, como individualidad. Entiendo su pasado y su presente. Sé que –como Hermes- papá es el producto de la inercia. Ha hecho poco por él mismo. Ni siquiera su elección de nueva esposa ha sido en su provecho. Yo creo que él lo sabe. Pero no es lo suficientemente valiente para reconocerlo.
Mi mamá es un tema aparte. Me cuesta leerla con objetividad. Creo –y eso me da bronca, me da pena, me dan ganas de gritarle en la cara para que reaccione- que es una víctima. También creo que en algún momento le ha resultado cómodo ser víctima. Y allí se instaló. Papá, mi abuelo, la generación a la que pertenece, la economía, los hijos, el qué dirán, han sido trabas. Ataduras. Límites. Excusas. Cuando cuenta sus historias de vida quiero abrazarla. Porque sé que la niña, la joven, la flamante esposa, la joven madre necesitan contención. Pero unos instantes después, desearía tomarla de los hombros, sacudirla, hacerla reaccionar. Ya está mamá, fueron tus elecciones. Hacéte cargo. Olvidá el daño que te hicieron y que te dejaste hacer. Vos sos responsable de todas esas heridas, má.  Así no me gustás. Me ensuciás. Me hacés mal. Te entiendo, sí. Pero no me alcanza. No acepto que no puedas reaccionar. O que tus reacciones hayan sido desde el odio, desde la profundización de la herida. ¿Por qué no sabés perdonar? ¿Por qué no podés olvidar? ¿Por qué no sos capaz de aprender? Me hubiera encantado desear ser como vos. Pero no. No. Porque no me gusta el veneno que masticás. El dolor estancado, pudriéndose dentro tuyo, infestando todo tu ser.
No quiero ser como papá, ni como mamá, ni como Hermes (tal vez podría parecerme un poco a Aquiles –mi hermano mayor-). No quiero descubrirme adulta y seca. No quiero tapar agujeros. No quiero hundir en la tempestad de mis errores a la gente que alguna vez creí que amaba. Quiero dibujar. Quiero cerrar los ojos y crear. Quiero pensarme y proyectar, sin límites, sin miedo, sin prejuicios. No quiero escribir “pero”. No voy a admitir “pero”.
Mientras prendo la hornalla para cocinarme una pechuga de pollo, suena mi celular. Es una catarata de mensajes de What´s app del grupo “Cuarto será leyenda”. Parece que pasó algo. Algo que -para algunos- es grave.

martes, 20 de febrero de 2018

Por qué los adultos me odian? Capítulo 2


Capítulo 2: Ἀθηναίη (Atenea)

Suena el timbre y salimos al recreo. A nadie -nadie nadie- le interesa cómo termina todo esto de la Primera Guerra Mundial. Bueno, tal vez a Gutierrez sí. Pero no nos damos cuenta. Ni nos importa.

Salir al patio es respirar libertad. Aquí puedo ser yo, pensar como yo, escuchar a quienes me importan.

En clase hay reglas -en el recreo también, claro-. Las reglas de la clase son arbitrarias. Las generales y las parciales. No entiendo por qué el profesor tiene que estar parado como si fuese el payaso que viene a entretenernos. Si lo fuera… ¡qué mal actor!

No entiendo por qué no puedo verle la cara a ninguno de mis compañeros. Me encanta ver las reacciones de mis amigos ante la frase: “Los indígenas precolombinos del Río de La Plata se comían a los colonos españoles y portugueses que llegaban a Buenos Aires.”.

No entiendo por qué me evalúan con preguntas que no entiendo, que no tienen nada que ver con lo que me está pasando, con lo que me interesa.

No entiendo por qué no puedo aportar ideas sobre lo que estamos haciendo, por qué no le puedo decir a mis profesores que su manera de dar clase es aburrida. ¡Nosotros lo sabemos! Lo podemos decir porque lo sentimos.

Especialmente no entiendo por qué hay tantos profesores que parecen odiar estar con nosotros. Que parecen odiarnos.

No tengo idea lo que es ser adulto. Pero sé que no me gusta que me digan que soy una chanta. Que soy vaga. Que voy a ser repositora de supermercado. Que me va a ir como el culo en el CBC. Que voy a ser un eterno alumno de 4to.

Cuando salgo al recreo, al menos ese mundo tiene un poco más de sentido. Es la escuela a la que voy. La que eligieron mis viejos para mí, y a esta altura también yo.

Las reglas de convivencia en un recreo de 15 minutos son bastante justas. Excepto por la ausencia de límites en el kiosco. En el patio nos dejan un rato en paz. Somos el ganado pastando en el campo. Los presos en la hora de recreación. Los locos en el parque del psiquiátrico. Nos observan nuestros guardias, nuestras enfermeras, nuestros pastores: los preceptores. Algunas veces ellos charlan con nosotros. Lástima que pocas de esas veces lo hagan como si fuésemos pares. (Sé que no lo somos -¿por la edad, por el rol?- ). Creo que Ale me caería muy bien. Se parece a mi tío.

No hay profesores en el patio. Eso tampoco lo entiendo. Solamente veo a una. Recostada en uno de los postes de la galería. Toma mate sola. Su termo, su mate, sus lentes, el patio y ella.

Atenea es profesora de Literatura. Es bella, pero de un modo muy particular. Su belleza no se descubre en un rostro ni en un cuerpo perfectos. Su belleza irradia de su personalidad. Entra a clase como si entrara a una fiesta que estuvo esperando con ansias. A veces nos saluda como si se hubiera ido de viaje y volviera a encontrarse con nosotros después de muchos días, aunque nos hayamos visto el día anterior. Siempre tiene palabras de entusiasmo para los que tenemos el gesto gris. Sus clases arrancan con alguna anécdota personal, que se roba toda nuestra atención. De pronto estamos hablando de las Moralidades de la Edad Media, sin siquiera saber cómo llegamos ahí.

No nos grita. A pesar de que a veces nos lo mereceríamos. Una vez la observé. Era una mañana de lluvia. El agua golpeaba sobre el techo del salón invadiendo todo resto de silencio. Los varones hacían chistes sobre las chicas con las que habían estado el fin de semana. Las chicas charlábamos sobre lo mismo, aunque en otros términos. Atenea había entrado hacía 10 minutos. Nos había saludado como siempre –le habíamos respondido para sacárnosla de encima- y habíamos seguido charlando como si ella no estuviera allí. Por un momento pensé en decirles a mis compañeros que se callaran. Tal vez sentí lástima. Sin embargo, ella no parecía estar pasándola mal. Simplemente nos miraba. Esa semana habíamos empezado a hablar sobre la Odisea de Homero. Nos había contado algo sobre el probable autor del texto. De súbito, puso música desde su celular con su parlante. Se sentó entre los varones, se vendó los ojos y empezó a cantar. Cantaba sobre Ulises y el caballo de Troya. Cualquiera pensaría que nos morimos de risa. Pero no. Se había puesto una sábana blanca a modo de túnica sobre su remera y su jean. Se había atado el pelo en un rodete. Aún así, no nos reímos. Todos nos callamos. A coro. Y a coro nos sumamos en una parte de su canto que era como una especie de estribillo: “El ingenioso Ulises debe volver a Itaca, aunque Poseidón no quiera, aunque las hechiceras lo seduzcan”. Esteban golpeaba el banco como si fuera el percusionista de una banda, mientras Pedro acompañaba con su beatboxing.

Ella no nos hablaba sobre lo que pretendía de nosotros en clase, sobre lo mal que nos portábamos ni sobre lo mal que ella se sentía cuando no le devolvíamos el favor de prestarle atención. Simplemente hacía algo al respecto. Casi todas las veces le funcionaba.

domingo, 18 de febrero de 2018

Ana


Tengo una amiga.

Una amiga que conocí de grande –me quedan pocas de las de la infancia/adolescencia, tal vez porque de grande aprendí a aceptar(me)-.

Una amiga que aprende conmigo. Cada día. Cada encuentro.

Mi amiga es Ana. Ana Eleonora. Ana es bella. Es tierna. Aunque se muestre dura y firme.

Ana es valiente. Es luchadora.

Con Ana aprendo observando, escuchando, disfrutando.

En realidad, Ana es también Ana y José.

Yo no creo en las casualidades. (Ojo, no es que tengo un pensamiento mágico. ¡No!)

Creo en las elecciones.

Ana y José son –entre muchas otras cosas- como Ana, la madre de María, y José, el padre de Jesús:

Ana y José son padres, son familia. Padres que acompañan. Esposos que sostienen. Padres que aprenden. Esposos que aman profundamente –porque esa decisión es preexistente-.

Soy feliz de ser amiga de Ana. De Ana y de José.

sábado, 17 de febrero de 2018

Por qué los adultos me odian? Capítulo 1


Capítulo 1: Hierarchiarum (Jerarquías)

Son las 7:15. Ya deben estar dentro del aula. Entro apurada, corriendo. No zafo del comentario sarcástico del Secretario que, como cada mañana, espera en la entrada del colegio a quienes llegan en horario y a quienes no. Ni lo miro ni le respondo. 

 No hay nadie en el patio. Solo algún docente que, como yo, llega tarde (aunque para ellos no parece ser un problema). La Directora charla con los preceptores en una esquina de la galería, a la vez que me observa sin decirme nada. Yo, me oculto en la capucha del buzo, y trato de llegar al salón sin cruzarme con nadie más. (Ojalá existiese un túnel subterráneo desde a puerta hasta el aula… desearía dejar de cruzarme con esos adultos que nada bueno tienen para decirme, que no me miran a los ojos, para quienes siempre soy un chiste).

Ya estoy frente a la puerta de mi salón. Sé –y lo veo- que hoy tenemos con Gutiérrez. El de Historia no es malo. De hecho, es bastante divertido. Sin embargo, yo tengo la sensación de que no le gusta estar con nosotros. No sé por qué. Simplemente lo siento. A veces entra al aula sin siquiera saludarnos. Nos mira serios, nombra a uno y le toma lección. Otras veces da su clase armando enormes mapas conceptuales en el pizarrón, que nadie llega a copiar y mucho menos a entender. Si le preguntamos algo al respecto, nos responde con monosílabos, como si estuviera sumergido en un mundo paralelo donde nada importa más que la perfección de ese apunte en la pizarra. De verdad le quedan bellos. Y muy lógicos. Aunque me faltan todas las ideas que conectan esos hechos entre sí. Gracias a Dios existe Wikipedia. Me va bastante bien en Historia.

Lo cierto es que Gutiérrez a veces da clases divertidísimas: repasa algún tema con nosotros para arrancar uno nuevo. Mientras nos hace preguntas, interactúa con nosotros y nos hace chistes. Cada vez que me pregunta a mí, quiero desaparecer de la faz de la Tierra. Creo que le parezco medio estúpida. Porque cada vez que me habla se refiere a mí como “la calladita”. “A ver, Martínez, ¿hoy me va a hacer el honor de dejarme conocerle la voz?” Después de esa frase ya no escucho nada más. Ni su pregunta ni mi silencio. Después, su lapicera en mi libreta: el 1 y su firma grande y contundente.

Hoy.

Respiro profundo y abro la puerta del aula. Todos me miran y Gutiérrez deja de hablar. Prefiero no detenerme ni alzar la cabeza. Me siento en mi banco junto a Pili, que me mira con intriga. El profesor no vuelve a hablar hasta que yo me siento. Cada uno de mis movimientos está siendo observado por los 35 pares de ojos de mis compañeros y por los implacables de Gutiérrez. Finalmente, dice: -¿Ya terminó, Martínez? ¿O tiene que prepararse un cafecito antes de sentarse? Cuéntennos porqué llega 15 minutos tarde a clase. ¿Se quedó pintándose las uñas?-

Risas. Gutiérrez ya no me mira, porque comparte su éxito humorístico con los alumnos. Pablo, un compañero al que todos queremos por su honestidad –y también lo odiamos por eso mismo- grita: -Numi, trajiste las medialunas que te encargamos? ¡Estaba en la panadería profe, para usted también trajo!

Todos ríen más fuerte. Incluso yo. Qué fortuna que exista Pablo. A veces. Pili me da un beso furtivo y me presta una hoja y una lapicera. Me hace una sonrisa mientras con la mirada me señala hacia el profesor. Gutiérrez no se ha olvidado de mí ni de mi entrada tardía.

Pide silencio y vuelve a dirigirse a mí: -Bueno, ¡cuéntenos!

Lo miro. Tartamudeo en las primeras sílabas y arranco. -Es que… cuando mi papá iba a doblar en la ruta para entrar al colegio, se nos cruzó una moto y la chocamos. Por suerte el hombre que iba en moto no se lastimó, pero fue un susto terrible. Mi papá se quería asegurar de que todo estuviera bien así que nos quedamos con el muchacho un rato largo ahí en la calle.

Silencio.

Gutiérrez no dice nada. Yo tampoco. Sólo se escucha el “UUUUH” de mis compañeros y siento la palmada en la espalda de Pili.

Después, Gutiérrez sigue con su explicación sobre la Primera Guerra Mundial.

viernes, 16 de febrero de 2018

La que no olvida

A veces, como en un descuido, veo las evaluaciones de mesas de examen de mis colegas docentes.
A veces, como en un ataque de furia -retenido por el rol y el formalismo- quiero matar a un colega. 
Por qué amedrentarlos con un examen de 15 preguntas?
Por qué tomarles cuestiones memorísticas que poco tienen que ver con una reconstrucción creadora?
A veces, no entiendo a mis colegas.
Siempre, entiendo a mis alumnos. 
No es demagogia. Es empatía. De la buena: de la que no se olvida de su adolescencia ni de lo que es importante para que un momento se vuelva significativo.

jueves, 15 de febrero de 2018

Crítica literaria y consejo de Vida: El manantial

A lo largo de toda mi vida, el placer más grande para mí, ha sido sentarme o acostarme a leer leer leer leer. 
Encontrar un libro que te vuele la cabeza... aún! 
Hacía rato q no leía un libro como “El manantial”, de Ayn Rand.
Claro, tengo mis quejas: estilísticamente impecable, aunque demasiado técnico a veces. Descripciones exactas, con un modo de construir metáforas casi arltiano! (Calculo que es imposible que Rand haya leído “El juguete rabioso”)
Pero valorativamente, es un esclarecimiento teórico- literario (a través de la literatura: la literatura es el instrumento, el recurso) de cómo funciona el mundo moderno. Ni siquiera es una queja. Es la pronunciación de una Verdad, de la Verdad. 
La religión diría una cosa, la tradición, la economía, la moral capitalista, la “vanguardia” dirían otra cosa.
Para Roark, el protagonista de “El manantial”, -no cree-, está seguro de que este mundo está a aquí para ser disfrutado, que esta vida debe ser vivida a través de la felicidad. Que no hay objetivos, motores, proyectos, planes,promesas, amor, amor eterno...
Lo único cierto es la existencia. El ahora. Eso que tanto nos cuesta atrapar. 
Howard vive hoy en paz. Pero no es una paz alcanzada. Sino experenciada. Él vive en esa sintonía. Para él, no existe otra.  
Su paz no proviene de la bondad practicada con amor, con deseo, con búsqueda de aprecio, por altruismo, por piedad - está última es, para Howard, la peor de las emociones, la más triste, la que muestra al otro como un ser despreciable, miserable-. 
Este estudiante de arquitecto expulsado hacia el fin de la carrera universitaria, siente una paz que es consecuencia de no buscar nada, nada más que el propio placer. Siempre y cuando esté no le genere ningún mal a nadie. Las consecuencias negativas son evaluadas y en ese caso, se evitan. Las positivas, no generan ninguna emoción vinculada con el orgullo personal.
Cómo me gustaría sentirme -al menos un poco- como Howard Roark! 

Huelga infantil

Las pancartas de tu rebeldía
Me evidencian burguesa
Tengo raptos de revolucionaria:
Cubana, waldorfiana, montessorina.
Piaget y Vigotsky estarían orgullosos de mí.
Pero la comodidad burguesa, el alocado ritmo capitalista -genes familiares- vuelven a arrastrarme, aunque lo intento, aunque me repugnen. 
Aquí estoy, pues, madre culposa, 
madre reflexiva, escuchando tus demandas.
Te sé sincera. Te escucho lógica. 
Lo que no sé es la Verdad.
Tal vez deba ser más  como vos: 
orgánica, real, sencilla, franca. 
Te admiro, Roma! 

Intimidad

Hay una sensación en el estómago, en la garganta, en los brazos, en el pecho... que a cada instante me indica lo terrible de estar encerrada en mi.
La liberación se forja desde hacia. Razono al respecto desde hace décadas. Pero no puedo. Pero me cuesta. Pero me olvido.
Quien soy verdaderamente? Cómo puedo encauzar mi vida de acuerdo con mi verdadero yo?

Papá

La libertad de tu ausencia
no alcanza para silenciar
el grito de tu falta.

Carpe diem

Decidir. A cada instante, cada día.
Acercarse. Detenerse. Mirar. Mirarse.
Ponerse patas arriba (o mejor, pies al suelo) y reinterpretar.
Es de cobardes perder la cabeza, tentarse, errar.
Es de valientes Estar.

Al fin solos

Una noche de charla
Sobre cómo pasar a otra cosa.
Dejar que la noche pase
Que las heridas se vuelvan
Suelo firme, mar en calma.
Mirarte a los ojos y escuchar
Tu voz tierna, firme y
Suelo en calma.
Silencio, regreso orgánico a la cotidianidad.”

Insomnio

Sueña de tarde el desvelo nocturno.
El día a contramano y la risa en soledad.
Se despereza y deja el malhumor olvidado en una silla, como un abrigo innecesario.
Pero envuelta en la culpa de no poder dejarse ser.
Un día... algún día... mañana... en este instante.
Y vuelta a empezar.

Fuckin´ Mesas de examen

Los adolescentes necesitan que les enriquezcamos la autoestima...
Si bien es cierto que los exámenes generan responsabilidad, independencia, darse cuenta de los propios errores...
Pero siempre hay que tener en cuenta que los adolescentes no dejan de ser chicos... que nuestras palabras, nuestros gestos, nuestros tratos los marcan profundamente.
Los adultos somos nosotros, señores Profesores y señores Padres!

Cumpleaños, recuerdo triste y resignificación

Víspera. Contracción y nervios.
Ni vos ni yo sabíamos lo que iba a pasar.
Vos, virgen de vida. Yo, de entrega.
De súbito, como un cachetazo,
Tuve que aprender a dar.
Sin elegirlo, sin pensarlo, sin medirlo.
Mi vida era tuya. Tu vida era mía.

Hoy, Hija, con 6 años,
Ya no sufro esa entrega.
Charlar con vos, explicarte lo complejo.
Regalarte mi punto de vista y nutrirme con el tuyo.
Eso es amor. Soy tu extensión... sos mi extensión...
Porque este amor nos hace una, y nos da fortaleza para avanzar como individuos.
Feliz cumpleaños mi Romita!

Soy ama de casa, y qué?

Sabés qué?
No es una cuestión de comodidad. No es de mina con poca perspectiva.
No es fácil, incluso es más difícil.
Decidir quedarse en casa durante los 10 primeros años de la vida de los hijos.
Estar para sus actos escolares, ser la mamá que está disponible para llevar y traer amiguitos del cole o a los cumpleaños.
Poner en pausa tu carrera profesional, con la que soñabas de chica mientras jugabas a la mamá con las muñecas.
Tirarte al piso a jugar, invitar amigos, pintar con témpera, hacer piñatas, quedarte con los hijos de tu amiga.
Nada de eso es fácil, pero da unos resultados tan hermosos!
Cuesta aceptarse solo madre, porque esta sociedad está hecha para individuos.
No hay nada más generoso que entregarle la vida a la crianza de los hijos.
Si podés, si te tocó, si lo elegiste... no dudes:
La maternidad es para siempre.
Llega y se apodera tiránicamente de tu existencia. Esa tiranía dura lo que parece insoportable: una década y media, tal vez dos.
Alguna vez pensaste lo que tu intervención durante este tiempo produce en esos seres?
Sabés que a medida que se vuelven adultos se convierten en seres mejores que nosotros? Que nos pueden enseñar a ver la vida de otro modo?

Hay que detenerse y observarse con regularidad. A quién le estás entregando tus días? A una empresa que no te valora? A un colegio que no te sabe aprovechar? A un sistema que te aplasta, que te ahoga, que te recarga de cuestiones que ensucian tu humor?

Claro que si no te queda otra, te entiendo.
Pero si podés, sé madre full time.
Yo, te admiro.

Enamorados a prueba de balas

La certeza de la elección -vieja pero perenne- se hace carne en cada beso, en cada mirada, en cada carcajada, en los silencios, incluso cuando me hierve la sangre por 5 minutos.
Amarte es fácil. Es enriquecedor. Es inevitable. Tus gestos -de hartazgo, de admiración, de nobleza y de comprensión- exigen de esta mujer que aún crece, que aún teme, que vuelve a disfrutar, entrega y amor. 
Plenitud de pareja que ha pasado por mucho, por pruebas que hemos sorteado como pudimos, pero siempre con el convencimiento del amor profundo, trascendente que nos tenemos. 
No sos mi Valentine, no sos mi Romeo... 
sos mi Howard Roark! Te amo Pat Pat!
(Se me escapa alguna lágrima traicionera)

La opresión de la maternidad (nouvelle imprescindible)


Capítulo 1: Antiguo Testamento



Los hijos son la obligación de formar seres dichosos. Esta frase de Simone de Beauvoir en El segundo sexo,[1] no hace más que ahondar mi angustia. Una angustia que nace del hecho de reconocerme insatisfecha. No digo infeliz, no es eso.

Calculo que la angustia se intensifica por reconocer que tomé decisiones que no fueron tal cosa. No sé si hubo decisión, o hubo necesidad, o tal vez esperanza.

No sé si debía convivir cuando lo hice, si debía casarme cuando lo hice, si debía tener mi primer embarazo cuando lo deseé, (sí estoy convencida de mi segunda hija y su momento de aparición… fue una redentora), si me convertí en quien soy porque lo decidí; pero todo es así como es. Y no me desagrada. De hecho, lo disfruto de muchas maneras. Tal vez a través de las hendijas benjaminianas, que nos ponen en conciencia de nuestro ser absoluto. El problema es que, un día me levanté y… seguí bancándome mi realidad. Sí. Fui una tibia, una cobarde, una NEGADORA. ¡Qué término tan desagradable! Negar. No aceptar. No ver. Estar ciega. Conformarme.

El devenir, resultaba bastante intolerable, de modo que, había que encontrar una manera de salpimentarlo. No tuve grandes ideas. Y si las tuve, no me animé a ponerlas en práctica. Al menos, el día a día se nutrió. Empecé a leer alocadamente. En cada momento libre (que eran bien pocos). En cada siesta infantil. En el auto mientras esperaba el horario en que mis hijas salían del Jardín. Abandoné el Facebook, el Wapp, dejé de consultar obsesivamente las noticias en el celular. Y me entregué -como cuando tenía 12, 16, 20 años- a la lectura.  El único problema era que mis autores favoritos eran los más tristes, realistas y deprimentes de la Historia de la Literatura: Dostoievsky, Chéjov, Tolstoi, Hesse, Lorca. De todos modos el hecho de escaparme unos instantes (ricos, deliciosos, sólo míos) de la realidad de madre solo madre, hundirme en la cabeza de alguno de los trastornados –como yo- personajes literarios, me hacía sentir menos sola, menos corriente. Aboné esta sensación -vieja, claro, pero inédita después de la maternidad- alejándome discretamente de las cenas de mamis, de las charlas sobre lo que tal o cual mamá había dicho o hecho, de la organización de juntadas intrascendentes. Tenía que aprender a ser madre sin dedicarme full time a eso. Se podía ser una madre que trabajaba poco, que tenía disponibilidad para ocuparse de cuestiones infantiles, pero que prefería hacer otra cosa. Más que aprenderlo tenía que aceptarlo, aceptarme. No había que jugar 24 horas. No había que invitar amiguitas todas las semanas. Como siempre, yo era mi más severo juez. Y el más cegado. Mi punto de vista estaba contaminado por mi propia historia, por los errores paternos en los que no quería caer, por el miedo a lastimar profundamente el alma de esas dos nenas. Por fortuna, la Literatura, una vez más me salvaba de la angustia. Como lo había hecho muchas veces en mi pubertad y en mi adolescencia. Volver a leer vuelve a conectar con la belleza. Con la perfección. Con la complejidad humana. Volví a buscar el arte en todos lados. En las palabras de mis hijas, en las charlas con mi esposo, en mis clases de la escuela secundaria. Así, concienzudamente, con mucho esfuerzo, pero con la sólida convicción de que aquel modo de transcurrir me hacía desgraciada, intenté torcer ese rumbo gris. La reconexión con el arte, conmigo misma fue una inyección de energías. Volví a reírme a carcajadas. Volví a disfrutar de jugar con mis hijas… y de coger con mi esposo. Y eso no es todo. Empecé a sentirme linda, porque otra vez me sentía inteligente, valiosa, había vuelto a encontrar un rumbo. Mi marido posiblemente no estuviera muy al tanto de lo que ocurría. Pero necesariamente algo tuvo que haber advertido –aún sin mencionarlo- porque empecé a acabar como nunca lo había hecho. Si bien tenía el recuerdo de haber sido una lujuriosa,[i] desde hacía tiempo que mi deseo sexual estaba no dormido, si no prácticamente muerto. Había llegado a creer que no tendría sexo nunca más. Que era molesto, aburrido, obligatorio; y poco a poco se había convertido en decepcionante, porque mi intervención era decadente.

No tengo muy en claro qué fue primero, pero intuyo que la maternidad fue la que destruyó definitivamente mi vida sexual. El problema era que vivir para otros, vivir para los hijos, sacrificarse para darles todo, entregarles por entero el alma y el espíritu a las necesidades de los hijos, -todas frases del inconciente colectivo occidental judeo-cristiano- no me cuadraba. Sentía que todo me costaba muchísimo. Que cada paso era una renuncia imperdonable.

Y cuando llegaba la noche… y finalmente aparecía ese otro tan culpable de mi situación como yo… no podía pasar nada. Porque yo quería desaparecer en el sueño. Así fue durante más o menos 3 años y medio. (Preembarazo es prehistoria, de modo que lo ocurrido entonces lo dejo para otro momento).

No solo a mí me pasaban cosas. Mi marido también estaba enterrado en una cotidianeidad gris que no lo dejaba respirar. Pero él tenía un sueño. O más huevos. Tenía claro que su profesión era una mierda. Que no le gustaba. Que era prácticamente obscena. Que entregarse a esa profesión era similar a prostituir su alma exquisita. Porque lo era. Su alma es exquisita. Su espíritu reclamaba  pasión. Exigía expresarse, o más bien descubrirse, estudiarse a través de la expresión. Había vivido toda su vida intentando expresarse. Pero en su viejo nido nada era auténtico. ¿Es que nunca había sido feliz? Claro que lo había sido. Por supuesto que alguna vez había amado a sus padres, a sus hermanos, a sus tíos, tías, abuelos y abuelas. Pero un día, -probablemente por sumatoria de desacuerdos, de serle indiferente a su propio modo de resolución de conflictos-, necesitó correrse. Y con ese volantazo, me conoció. Nos descubrimos, mejor dicho. Nos asombramos mutuamente. Porque ninguno de los dos había jamás conocido a un otro así.

Lo llamativo es que nuestra conexión no había sido sexual, ni intelectual –aunque mucho de eso había-. Nuestra alianza tenía que ver con dos seres que siempre se habían sentido solos. Dos individuos que habían aprendido tempranamente lo aciago de una vida en la que los demás no eran como ellos. Se sintieron abandonados al devenir del pensamiento sin guía a corta edad, cuando la protección de los padres debería haberlos mantenido a raya de –al menos- algunas verdades crudas, indigeribles, desesperantes. Madres y padres inmaduros. Capaces de entregar sus vidas a la crianza de hijos que tal vez no habían planificado, pero incapaces de repensar su realidad para sacudirla. Tal vez esté hablando de una generación completa. De hombres y mujeres que no pudieron parar de trabajar, de producir, de llevar adelante una casa con hijos; que no pudieron dejar de vivir por un instante, para tomar aire y decidir. La decisión era parte de la acción: casarse, tener hijos, construir una casa, meterse en un crédito para pagarla, tener otro hijo, cambiar de trabajo, dejar de trabajar para quedarse con los hijos, pagar vacaciones, cuidar padres enfermos, separarse de amigos porque no cuadraban con la nueva vida, aceptar, tener un sexo monótono, tener un amante, dormir en camas separadas, dejar de hablar porque de lo contrario se discutía, empezar a odiar –a odiarse también-, no saber acompañar adecuadamente a los hijos adolescentes… dejarlos solos y desnudos frente al terrible mundo, separarse –destruyendo esa mentira que habían construido durante más de dos décadas-, contarnos intimidades inquietantes e inútiles, volverse hijos, hacernos desear desesperadamente perderlos, olvidarlos, sepultarlos… Esa reciente historia nos arrojó a los brazos del otro, que sabía -también- lo que era avergonzarse, padecer, encerrarse.

A mi esposo lo conocí feliz. Él parecía feliz. Me hacía reír a carcajadas, con su antinatural y forzado modo de causar gracia. No me movía a la risa irreflexiva. Su manera de interpretar inteligentemente las circunstancias cómicas, me hacía admirarlo.  Antes de empezar a escribir había creído que al hablar de él iba a ser muy crítica. Llegué a pensar que había demorado tanto esta instancia productiva porque cuando escribiera, iba a tener que escribir verdades que ya no podría desoír. Pero aparentemente me equivocaba. Porque ahora, sólo puedo hablar de que lo que antes o después –con el lamentable enceguecimiento in media res- mi marido tiene de bueno.

Decía que su  modo de volver intelectuales todos los chistes, incluso los referentes a las cuestiones más bajas, me hacía sentirme con mi compañero ideal. En medio de la risa incontenible provocada por alguno de sus precisos chistes, mi cámara interna se detenía a observar –como un narrador omnisciente- la situación. La evaluaba, la calificaba… la valoraba. El ágil resultado de dicho examen dictaminaba que el evaluado era un groso. Su humor parecía estar hecho a mi medida. En nuestro  modo de hacer humor, no se precisaban las explicaciones, no había posibilidad de ofensión; era un humor agudo, lúcido, cruel, profundo. Eso era lo más sexy que tenía mi esposo: su sentido del humor. Con esto no estoy diciendo que fuera feo. ¡No! Es muy bello. Tiene un cabello oscuro y brilloso, sus ojos –color miel como los de nuestra hija mayor- están acompañados de pestañas profusas que vuelven aún más tierna su mirada. Su boca, marcada a la perfección, con la parte superior destacada por dos perfectas vértices. Su espalda, ancha;  su cola, firme; sus piernas, musculosas; sus manos… torpes. Pero todo esto era solamente un componente de nuestro vínculo. Aquí lo sustancial eran nuestras charlas. Pero un día dejamos de charlar.



Capítulo 2: Evangelios

Nuestra hija llegó para arrancarme las energías. Ya desde el embarazo algo en mí se había transformado. Como anunciación de un futuro desasosegante, durante el último cuatrimestre de mi embarazo abandoné la carrera que estaba estudiando en la facultad desde hacía un año. En el año 2010, -cinco años después de haberme recibido de Profesora en Letras-, volví a la Universidad, con la idea de escapar de la esclavitud de la docencia y sus miserias (padres, directores, compañeros sin vocación, desinterés, baja remuneración, corrección, y otras yerbas) a través de la Psicología. Fui una exitosísima alumna durante dicho año y el siguiente. Rendí una docena de materias, que aprobé con notas altísimas y muchísimo disfrute. Era fácil estudiar todas las tardes, en la tranquilidad de mi domicilio de casada, sin más preocupaciones que una familia extendida bastante problemática. Pero decidí dejar de cursar, cuando la panza se hizo ver… a los seis meses de embarazo. Y me convertí en lo que siempre había odiado, -o tal vez temido-. Era entonces una mujer que vivía para su embarazo. Trabajaba un rato por las mañanas, y el resto del día miraba la televisión. Había desaparecido mi interés por la lectura. Mi creatividad, mi deseo. Ni siquiera me interesaba leer sobre mi estado. O sobre la bebé por venir. Todo aquello me daba mucho vértigo. Prefería seguir viviendo en la felicidad de la ignorancia. Nadie me daba consejos, nadie me decía qué era lo mejor. Hice lo que me pareció hasta que fue hora de un mediocre curso de preparto, indicado por un no menos mediocre obstetra de menos de 40 años.

Mi embarazo fue ideal. Sólo un brevísimo período de reposo y el famoso duvadilán para detener las contracciones provocadas por alguna discusión con mi padre. Estoy casi segura de que el problema aquí en realidad tiene que ver con mi inconformismo. Muchísimas mujeres deben haber pasado por lo mismo que yo. Pero tal vez ni siquiera se dieron cuenta de lo terrible que es “parir” como lo hice yo con mi primera hija.

Ese lunes, mi esposo iniciaba sus vacaciones, por tanto, tenía múltiples planes y tareas organizadas. El día resultó distinto, porque empezaron las poco dolorosas contracciones alrededor de las 9 de la mañana, en medio de idas y venidas –todas de acuerdo con lo que él tenía planeado- mientras yo controlaba por reloj la regularidad y duración de las contracciones recostada mirando algún vacío noticiero. Así fue hasta las 13 horas, cuando la partera nos indicó encontrarnos en la clínica para revisarme. Lo cierto es que, si bien las contracciones estaban, y eran rítmicas, no eran lo dolorosas –como supe unos años después- que podían llegar a ser. Los tres, mi mamá, mi marido y yo, nos encaminamos al sanatorio, lujosísimo. Allí me revisó “mi” partera (era la primera vez que la veía en la vida porque no había estado en el curso de preparto), quien indicó que con 4 cm de dilatación debía quedarme internada, porque la bebé estaba por nacer. Eran las 4 de la tarde. Me acomodaron directamente en una sala de parto porque estaba libre, para evitar que se ocupara más tarde. Lugar nuevo para quien nunca ha sido operado, ni ha estado internado. Lugar frío, luminoso y aterrador. Allí, -sin contármelo ni mucho menos consultárnoslo-, me pusieron una vía: el -hoy bien conocido por mí-goteo. Oxitocina para todos y todas. ¡La maldita costumbre de hacernos depender de un factor externo para parir! Recién con el goteo las contracciones se volvieron difíciles de soportar. Enterraba mi rostro en el abrazo de mi esposo mientras lanzaba un grito ahogado. El dolor no era lo más molesto. Lo incómodo era el modo en que todo sucedía allí. El monitoreo y la vía me tenían prácticamente encarcelada. No podía bajarme de la camilla, a pesar de desear caminar, agacharme, respirar. No digo que esto fuera únicamente responsabilidad de los otros intervinientes. A mí ni siquiera se me cruzó por la mente la posibilidad de modificar el status quo. Los protagonistas del parto de mi hija eran otros. Yo era una espectadora de sus decisiones sobre mi cuerpo. Los susodichos otros, -partera y, finalmente, obstetra-, mientras me revisaban charlaban sobre aquella noche en que habían salido juntos, mientras se preguntaban por qué no llegaba el anestesista. Cuando la partera me rompió la bolsa, debido a que las contracciones se aceleraban pero el cuello del útero no dilataba más de5 o 6  centímetros, empecé a sentir el verdadero dolor. Todo esto acompañado por las conversaciones a media voz –lo suficientemente audibles para mí- referidas a la llegada del especialista en peridural. Cuando finalmente llegó (el tránsito lo había retenido) me colocó la anestesia –que no resultó lo dolorosa que esperaba, tal vez porque ya estaba pasada de dolor producido por contracciones creadas artificialmente para las que mi cuerpo, y en especial mi hija, no estaban preparados- , me dieron ,muchas ganas de dormir. Sí. La mujer que debía pujar para sacar a su hija del vientre bostezaba y perdía poco a poco conexión con eso que le estaba ocurriendo.

No puedo más que detenerme a evaluar, a calificar esto que relato. Resulta aberrante que una madre no sea protagonista de su parto. No sólo por las decisiones en relación con el mismo, sino porque se quede dormida. Finalmente no me dormí, porque empezó el caos. El esperable caos. ¿Cómo no iba a haber caos después de semejante desempeño? Primero fueron unas poco disimuladas miradas entre especialistas, luego un “que preparen el quirófano”. Mi esposo también tenía cara de terror, de ignorancia desesperada. Después supe que él algo había entendido: los latidos del corazón de la bebé estaban bajando apresuradamente producto del esfuerzo que le generaban unas contracciones que eran demasiado para ella.

Nadie se preocupó por decirme media palabra tranquilizadora. Yo allí era un objeto del que había que sacar un bebé. El anestesista incrementó la dosis de peridural,  ingresaron en la sala de parto los camilleros que me llevaron al cercano quirófano. Allí había alrededor de seis personas. Me embadurnaron la panza con Pervinox, pusieron la famosa sábana entre ellos y yo, y empezaron a cortar. Todos parecían muy preocupados, apurados, intranquilos.

 Esa idea de que en la cesárea no se siente nada…por favor! Sentí muchísimo. No dolor. Sentí como si me revolvieran las entrañas. Sentí el esfuerzo que hizo el médico por desencajar a la bebé. Y, mientras ocurría todo esto –para mí fueron eternos minutos- mi cabeza observaba todo intentando descifrar los signos. (Soy un ejemplo ideal para una clase de Semiótica: una situación llena de signos que un sujeto ajeno a ese ambiente se esfuerza por desentrañar. Como un extranjero que desconoce la lengua del país que visita, y que se esfuerza por leer en cada gesto, en cada elemento que se le aparece, con la angustia de no saber si lo que interpreta es o no es.) Todo indicaba peligro. Todos los rostros, todas las expresiones, la cantidad de personal, las corridas, el silencio de mi marido. Cuando finalmente pudieron sacar a mi hija de mi vientre, la alzaron para mostrármela –les había quedado un piecito adentro, que sacaron cuando ella pendía frente a mí- .

Creo que esa es la imagen más desoladora que tengo grabada en mi retina. Romina colgaba –como un crucificado- de los brazos del obstetra. Con los ojos cerrados, la cabeza ladeada. Por supuesto, pensé lo peor. Porque jamás había imaginado la posibilidad de que mi bebé saliera de mi panza sin llorar. Así la cultura me había nutrido durante décadas, y yo había sido lo suficientemente permeable a dicha idealización como para no prever otros desenlaces. Afortunadamente, hizo un movimiento ocular con los párpados cerrados que fue un bálsamo para mí. En una milésima de segundo –suspendido en un tiempo que se había detenido- entendí que estaba viva. Me la acercaron, la besé, le dije que la cuidaría, y se la llevaron junto con el papá.

Lo que ocurre después en un quirófano es bastante frío. Sacar la placenta, coser, y estar sola en medio de semejante explosión hormonal. Es espantoso quedarse sola con desconocidos después de que te abran en dos y te saquen a ese ser que te estuvo acompañando nueve meses –y mucho antes en el deseo-. Ya sé. Suena bastante romántico, y esta no es una novela romántica. Pero lo cierto es que la sensación de abandono que tuve cuando se llevaron a mi hija junto con mi esposo tres segundos después de haberla arrancado de mí –sí, digo arrancado, porque esa bebé no quería nacer aún. La obligaron- fue nítido-. Nadie me explicó nada. Nadie me tomó la mano para decirme: ahora te llevan con tu bebé. Nadie me pasó la mano por la frente. Nadie me miró a los ojos ni me explicó algo de lo que había ocurrido. Aparentemente, había sido todo normal.

Después, en el ascensor, me reencontré con ella, que descansaba en su pecerita. Una vez en la lujosa habitación, mi esposo me contó que había llorado cuando la limpiaban, la medían y la vacunaban. Todo era normal. Efectivamente. Por supuesto, me relajé, nos relajamos. Pues todo padre quiere que con su hijo las cosas sean normales. Entró mi mamá. Se enamoró de ella y nos acompañó.

Esos primeros cuatro días de vida, y los subsiguientes tres, que estuvo en internada en neonatología, fueron como parte de un sueño surreal.  Mientras entraban y salían familiares, enfermeras, puericultoras y  pediatras, yo seguía sin entender ese dolor espantoso en el vientre, producto de una cicatriz para la que no estaba preparada.  Y, a la vez, allí estaba esa bebé tan bella,  tan tranquila que dormía plácidamente,  sin ningún síntoma de que algo anduviera mal,  -más allá de que no se prendía al pecho,  no se alimentaba, no se despertaba -por más que  le soplara en la orejita-.  La alarma la dio una enfermera que no podía aceptar que esa bebé siguiera sin comer. La torpe puericultora estaba convencida de que la pequeña obtenía suficiente ¿leche?  con dos succiones pre- siesta constante. Los médicos tenían bastante con los análisis que expresaban valores normales.

La nena debía irse de alta junto con su mamá, porque todo iba bien. ¿El modo? Una jeringuita esterilizada y leche de fórmula. Porque claro, esta mamá aún no tenía ni calostro, ni mucho menos leche.  Tal vez el instinto de conservación hizo que el padre de la niña, -que había pasado múltiples momentos de estos primeros días de café en café con los amigos que iban a felicitar a la pareja- no aceptara semejante alta, y exigiera que la bebé saliera de su internación alimentándose apropiadamente.

Gracias a esta firme intervención paterna, Romina pasó una noche en terapia intensiva, donde la alimentaron por sonda con leche de fórmula. Esa noche, me trajeron un sacaleche eléctrico (aparato entre pornográfico y sadomasoquista) con el cual estiré mis pezones hasta extremos inimaginables para una mujer que nunca ha amamantado. Los susodichos pezones se inflan y estiran dentro de la sopapa tanto que parece que van a explotar… mientras no sale ni una gota de leche, porque aún no hay tal cosa, ya que mi bebé no había hecho el trabajo adecuadamente. Bien temprano, me desperté con fiebre en el pecho, pelotas durísimas se exhibían debajo de la piel de los senos. Jamás nadie me había dicho que eso pasaría después de la intervención del dichoso sacaleche.  La cuestión es que esa mañana –en la que me darían de alta solo a mí- entré a la Terapia Intensiva de neonatología, me recibió una puericultora con todas las letras que me dijo: Vení mamá, vas a amamantar a tu bebé. Me asusté. No había traído la pezonera que para tal fin me había hecho conseguir la puericultora que me visitaba en la habitación. Esta nueva, me tranquilizó. No te va a hacer falta. Así fue. Tomé a mi gorda en brazos, la sostuve de un modo innovador –nunca se muestra que se puede amamantar de modos menos tradicionales, vinculados con las necesidades de cada bebé- para que su boca estuviera bien cerquita del pezón, y, así, con constantes mimitos para que no se durmiera, Romina se prendió a mi pecho y se hizo una panzada. Ese habrá sido el día más feliz de esos que se habían inaugurado con el nacimiento. Al fin era protagonista en esta historia. Al fin mi rol con Romina empezaba a ser trascendental. Al fin algo empezaba a parecerse a lo que había fantaseado.

En esos tres días de neonatología se abrió ante mí un mundo nuevo del que apenas había escuchado hablar en algún noticiero –sí, así de ignorante soy-.  Se inauguraron las charlas de Lactario (el lugar donde las madres que tienen a sus hijos internados en neo van a sacarse leche para que luego les den a sus bebés por la noche, cuando ellas no están –si no están, porque muchas se quedan aún durante las noches-. Allí aprendí que lo que le ocurría a mi hija era nada, al lado de algunas que habían perdido a uno de sus mellizos prematuros y que pasaban sus días sentadas en una silla sacándose leche -para no perder la posibilidad de algún día amamantarlos en su casa, o por los famosos beneficios de la leche materna-, esperando entrar un rato para ponerse a sus delicados bebés-ratitas sobre el pecho dolorido de tanto estirar antinaturalmente dentro de la sopapa del sádico aparatejo. Había mujeres que desde hacía nueve meses se alegraban con cada gramo que subían sus hijos, que veían cómo hijos de otras se iban de alta, rozagantes y sanos, mientras los suyos seguían ahí, cuidados por las celestiales enfermeras que son madres, abuelas, tías, médicas y más para esos pequeñitos que a cada succión –si la pueden hacer- se juegan la vida. También veían pasar la sombra del fallecimiento de alguno de los internaditos que no había podido resistir el esfuerzo que implica sobrevivir.

En medio de todas esas novísimas experiencias, mi vientre vendado intentando cicatrizar, mi vagina sangrante, mis pechos enormes y doloridos que empapaban los corpiños, un baño público y una sala de espera llena de padres preocupados y madres doloridas, y también, el encuentro con la propia percepción de la maternidad. Uf, la maternidad. No debe existir un rol más idealizado que ese. La cultura se ha ocupado de construir una sumatoria de verdades  en torno a dicho signo que ha velado –porque hay evidencias que es mejor no reconocer- gran parte de lo que dicho vínculo implica. Sí, ser madre te cambia la vida. Sí, una vez que nace un hijo todo lo demás pasa a un quinto o sexto plano. Sí, cuando somos madres nos olvidamos de nosotras mismas –cómo no de nuestros esposos-. Sí, cuando todo es orgánico, la maternidad llega para hacernos sentir plenas, completas diría Freud, sin la Falta diría Lacan, realizadas diría la cultura machista-consumista occidental.

Finalmente, al tercer día, Romina fue dada de alta amamantándose correctamente siempre y cuando se la despertara cada tres horas para dicho fin y se le hicieran cosquillitas suaves o sopliditos leves en la cara mientras tomaba el pecho, con el propósito de que no se quedara dormida en medio de la faena. La salida del sanatorio fue una escena inédita idealizada. La pareja de padres felices –e inexpertos- asegurando a la bebé en el huevito del auto. Mamá viajó atrás, porque ambos tenían miedo de que ella dejara mágicamente de respirar, o de que se atragantara con su propio vómito. Y a partir de aquí, nunca más hubo nada natural, nada relajado, nada orgánico. Tal vez esa manera de vivir los primeros años de vida de nuestra hija se había estrenado con su no- parto tan artificial, tan creado desde afuera.  Lo cierto es que llegamos a casa. Pero la esposa que llegaba, ya no era la de unos días antes. Esta nueva requería de su esposo para mínimas cuestiones de las que el aprendiz de padre –y de esposo- nunca había participado. Cocinar, poner la mesa, lavar la ropa, poner el aparato ahuyenta mosquitos (porque era verano y los mosquitos podían desfigurar a la recién nacida), ayudarla a bañarse y vestirse, despertarse por las noches preocupado por los “extraños” sonidos que hacía la bebé, trabajar –claro está- , y volver por las noches a una casa que parecía suspendida en un tiempo sin tiempo, donde todo se repetía como en una obra del teatro del absurdo, aunque tal vez con cierto sentido, a pesar de que la madre no lo encontrase aún. El padre discutía, se quejaba, ponía caras de molestia, porque esa nueva esposa tan solicitante no lo dejaba ir a su ritmo. Antes, cuando no había otro del que ocuparse, esa pareja no había llegado a ser tal cosa. Cada uno tenía sus ritmos –incluso para el sexo- y habían aprendido, mal que mal, a vivir así. Y no eran infelices. Pero ahora, de súbito, ella necesitaba de él, y él no estaba dispuesto. Así fue que el primer mes de vida de Romina el “hogar” familiar se transformó en un campo de batalla. No podían mantener una conversación sin discutir, no podían planificar sin molestarse el uno con el otro. Ella, que nunca había cedido ante una discusión, era ahora la que prefería decir “si, está bien”, a pesar de no estar de acuerdo y envenenarse por dentro, porque estaba tan agotada que ni fortaleza mental para mantener una batalla verbal tenía. Así fue que en su interior, además del torbellino hormonal que generaba la nueva responsabilidad, el encuentro con la no pertenencia del propio cuerpo –que era ahora dominio de la bebé-, la sed vehemente, el hambre desbocada, la fiebre en el pecho, la apocalíptica falta de sueño, la sensación de encarcelamiento, la ignorancia, el temor por lo que podría ocurrir; apareció también la profunda sensación de soledad, junto con un creciente rencor por ese hombre que era quien la dejaba sola, que  no la escuchaba sino que la reñía, que profundizaba sus temores, que exageraba los cuidados y que, en resumen, no colaboraba para que el vínculo de esa madre con su hija fuera por un camino natural.

De esa madre, tengo que hablar en tercera persona, porque la encuentro lejana a mi yo actual –aunque a veces resurge, claro-. Muchas veces, en medio de la noche y del llanto de una bebé que no se dormía en brazos de su madre excepto que su boca estuviera en el pezón cual chupete –que nunca aceptó- y que de tanto mamar vomitaba sin escrúpulos sobre progenitora, sillón, cama, muebles etc., (en esa época una se siente una lacra: siempre con olor a leche, transpirada, despeinada, vomitada, con sueño y con hambre) esa mujer había fabulado escenas que –afortunadamente-jamás se atrevería a efectivizar.  Cerraba los ojos mientras enérgicamente cantaba y se movía al ritmo de alguna canción de María Elena Walsh –de esas que son para dormir- e imaginaba –después de larguísimos minutos que se transformaban en horas- que salía corriendo sin rumbo por la calle, dejándolo todo atrás y sin pensar en el mañana. O se veía a sí misma revoleando a la llorosa bebé contra la pared, con el único fin de obtener paz.  Imaginaba que dormía en una habitación sola, como cuando era soltera, sola de nuevo, libre, apasionada, viva. Todo esto fue parte del callado deseo inconcretable.  La oscura fantasía que surge de la falta de sueño, de la soledad, de la desesperación, de los días cíclicos, repletos de actividades repetitivas que –al menos para esta madre- no alcanzan a satisfacer toda una serie de afanes que era imposible enterrar, ocultar, posponer y mucho menos matar.

Evidentemente, la depresión posparto se había instalado.

Fue duro. Triste. Lento. Silencioso. Y, especialmente, solitario. ¿Quién se entera de lo que pasa en tu cabeza? ¿Quién se preocupa por saber lo que transmite tu mirada, tu actitud, tus respuestas? En general las indagaciones sobre  eso son más por necesidades propias del entrevistador que por un verdadero interés en el bienestar del entrevistado. De hecho, muchas veces el silencio es el mejor aliado de quien prefiere evitar enfrentar la verdad que el otro tiene para confesar.  Pero una vez que el clima no puede sostenerse, -porque cuando uno está deprimido es muy difícil falsear la sensación de angustia provocada por una realidad que resulta opresora, paralizadora, ajena-, la evidencia sale a la luz, en forma de aullido visceral que reclama ser atendido, escuchado, salvado.

Nuestro matrimonio entonces, terminó de abismarse cuando se abrió la herida de la cesárea. El descontento de esa madre desatendida y sola se exhibió, -sino con efectividad a través del carácter, la desazón y el tedio-, con vigor a través de esa cicatriz que se negaba a cerrar. Fue con ese hecho, con la  visita al obstetra y con las diarias curaciones que debió hacer el esposo, que se selló una tregua conyugal.  El padre entendía finalmente por lo que había pasado la madre. Dejábamos de ser dos para convertirnos en un equipo. Hay quienes necesitan ver para creer. Tal vez la sábana que tapaba mi vientre durante la cesárea había cubierto también los ojos de mi esposo. Lo cierto es que una herida sangrante, supurante y doliente era difícil de ignorar. La evidencia requería el cambio de actitud que –afortunadamente- se dio.

El padre recomendó la visita al psiquiatra, porque, al cabo, había escuchado las sensaciones de la madre, la imposibilidad de la niña de dormirse en los brazos de esta y la desoladora  impresión que la mujer tenía de los días iguales. Cuatro meses habían pasado del nacimiento cuando comencé a tener una percepción feliz de la maternidad. Roma se calmaba conmigo incluso sin tomar el pecho. La sertralina hacía su efecto, y, ya podía disfrutar de caminar por Castelar para hacer alguna compra, del baño de la bebé, de los mimos antes-durante- después del baño, de los momentos de amamantamiento, de las miradas, de las sonrisas, de los balbuceos, de su sueño y del mío.

En las familias respectivas pasaban cosas que se empeñaban en enturbiar  la reciente alcanzada felicidad. Madres y padres que dividían bienes, hermanos que se habían asociado pero no les gustaban las reglas de la sociedad, abuelas lejanas, abuelos insípidos, tíos quincenales –o inexistentes-,  y tías… no había. Nada más. Con la única colaboración que se contaba era con la de la mucama devenida en niñera, una niñera afable, divertida, sincera, entregada. Con ella fueron alrededor de dos años de relación laboral, cuatro de romance y uno de hartazgo. Recién en el octavo, y por su ausencia, pude valorarla con justicia. Pero, al cabo, Godot y yo estábamos juntos. Siempre, absolutamente siempre, remamos para el mismo lado. Probablemente, en los análisis posteriores me pregunté: “¿Por qué carajo no lo mandé a la mierda en ese momento? ¿Cómo es que eso no fue motivo para dejarlo? ¿Qué me pasaba para tolerar eso que tanto me lastimaba? Lo cierto es que contextualmente las cosas no eran como en el recuerdo fragmentado y extrapolado involuntariamente por un síntoma que pide –ya lo dije, a gritos- ser sanado.  Godot era para mí mucho más que esos enojos, que esos errores de inmadurez. ¡El tipo tenía un potencial admirable! Después de que lo asimilaba, -tarea que le tomaba desde quince días hasta 2 años-, ¡el flaco me pasaba el trapo! Rápidamente, una vez aprendida la lección (lección ardua, tediosa, compleja), Godot avanzaba sobre el concepto, se apropiaba de él, lo convertía en mejor persona y te invitaba a mejorar a vos también. Ya no puedo recordar la cantidad de veces que ocurrió esto. Cada vez que cometía un error grave de relación, -quién seré yo para calificar como errores sus elecciones-, mi indicación (con pataletas o sin ellas), él terminaba aceptando sinceramente que “había sido un pelotudo”. En todas las ocasiones de ese tipo. Absolutamente en todas. Usted, lector, pensará: “Pero entonces, un poco pelotudo era”. Pues no lo sé. Yo creo que no. Creo que una crianza artificial moldea seres incapacitados para el lazo real. Pero Godot quería aprender, quería abandonar la espera, la inerte y estéril mirada crítica, la aceptación, la postración, el presente abismo, el ineludible barranco. Y lo lograba, sí lo lograba.

Por otra parte –o más bien, por la misma-, quisimos darle una hermanita a esa niñita que se desesperaba (como cualquier hijo único, ahora lo sé) por cada infante que pasaba cerca de sí. Esa fue la versión oficial, la íntima reconoce que el factor “revancha” estuvo presente en la decisión. Yo necesitaba redimirme. Demostrarme que podía defender mi parto, defender a mi hija. Que podía tomar decisiones inteligentes y sostenerlas.

Detengo el relato porque no puedo evitar un interrogante. ¿Por qué motivo cada circunstancia era vivida e interpretada por mí con tanto rigor? ¿Por qué mis actos y el impostergable devenir debían ser sometidos a tamaño y constante análisis? ¿Cómo es que ni el yoga, ni una úlcera, ni el psicólogo, ni la ignorancia, ni el egoísmo eran los conductos por los que fluía mi vida. No. En mí es más un rezumar que un fluir. Lo acontecido, lo ejecutado hiede constantemente. En momentos se hace urgente, ineludible. Otras,  infesta la cotidianidad hasta volverla atormentadora, y, ni siquiera hablando de ello una y otra y otra vez -con quien fuera- lograba remitir un poco, al menos mitigar el recuerdo. Tal vez, sea esta –la escritura- la vía para la emancipación.

Capítulo 3: Redención y Calvario

El embarazo y el parto de Sofía fueron exitosos. El primero sólo fue interceptado por el ACV sufrido por mi suegro cuando yo estaba de seis meses. Una mañana de enero de 2014 escuché unos aullidos, localicé su procedencia, grité palabras tranquilizadoras. Los aullidos aumentaron al oír mi voz.  Busqué llaves, mientras la niñera (tan nerviosa como yo) se ocupaba de la pequeña próxima a cumplir dos años. Entré.

Esto amerita contar que al lado de casa vive –sí, vive- mi suegro. Él solo. Desgraciadamente. Alguna vez esa había sido la casa familiar (así la conocí), la nuestra había pertenecido a los abuelos de mi esposo y abandonada a su suerte durante ocho o diez años después de la muerte de la póstuma abuela. Del otro costado -sí, como en una aldea medieval-vivían los tíos de mi esposo, cuyos hijos prolongan su adolescencia más allá de los 30 años. Cuestión, ésta, para explayarme. Pero prefiero sentenciar que lo que vivimos juntos en esa Comunidad del Anillo, nos unió. El rencor, los silencios, las mudas formas de pedir perdón, el orgullo enquistado no pudieron con nosotros. Pudimos con todos ellos. O eso es lo que quiero desear.

Completo: Encontré a mi poco querido suegro, ensangrentado, tirado en el piso del baño, desnudo y gimiendo. Lo calmé, llamé a la ambulancia y a mi marido –que por suerte andaba cerca-, lo cubrí y me quedé a su lado, dándole ánimos. La mala hierba nunca muere, y así fue como el señor se recuperó en unos pocos meses, y todo volvió a la normalidad. Incluso su desprecio hacia mí. Pero el efecto de dicho rescate fue fuerte. Semanas en cama para detener  las contracciones que había desencadenado la situación. Afortunadamente, una buena amiga posó su mirada en mí. Mientras hacíamos un simulacro de festejo, -pues, claro, el organizado debió cancelarse- de cumpleaños de Romina, ella descubrió el malestar en mi rostro, mi panza dura y mi agitación. Supo que esas eran contracciones, y que no era momento aún para ellas. Lo antedicho:  todos nos recuperamos. Todos volvimos a la normalidad. Por cierto, no sin luchar, como de costumbre. A mi esposo se le imponía un acompañamiento diario a un padre convaleciente, a la vez que una esposa cursando un embarazo complicado quien debía también ocuparse de una niña de dos años. Después de charlas, explicaciones, concientizaciones y hartazgos, finalmente el esposo delegó el cuidado del padre en sus hermanos y en una madre culposa. Así, como cada vez, el marido protegía a su nueva familia, mientras la antigua agudizaba su rencor.

Sofía nació después de doce largas, duras pero entrañables horas de trabajo de parto. Muchas veces en medio del dolor en el coxis, -ese dolor que parece quebrarnos en dos a cada contracción-, pensé que no podría, que eso sería eterno, que me había equivocado tomando la decisión de no aplicarme la Peridural. Como siempre, tuve tiempo de pensar mientras transitaba el dolor. Sin embargo, después, una vez logrado el objetivo, con mi bebé en brazos, siendo revisada, vacunada, limpiada junto a mí, en la habitación para dilatantes  (nunca me sacaron de allí para llevarme a ningún frío otro  lugar)supe que así debían ser los partos. Supe que yo todo lo podía, porque había podido con mi hija. Fueron días de absoluta confianza en mí misma. Sabía lo que debía hacer, sabía qué esperar. Nada ni nadie logró en aquel tiempo instalarme sus temores, sus inseguridades, sus malestares, ni sus humores. Yo estaba allí para cuidar de esas dos niñas. Para hacerlas hermanas más allá de la sangre. Para enseñarles a amarse, a necesitarse, a cuidarse. Mi esposo hizo su habitual inocente intento de boicotearme. Pero esta vez supe frenarlo. No le permití que se llevara puesta mi recién adquirida autoconfianza, mi sabiduría respecto de la maternidad, mi paz interior. Esa fue la primera vez en la vida que tuve paz interior. Creo que en aquel momento alcancé la plenitud. Me sentía completa, satisfecha de mí misma, viviendo mi propio Paraíso, disfrutando de mi buscado y alcanzado rol materno.

En medio de ese jubileo, la novia de mi papá nos informaba que lo dejaba porque ya no soportaba su desinterés, a la vez que nos revelaba que el abuelo tenía Alzheimer, Parkinson, o algo por el estilo. Así, repentinamente, el Edén se desvaneció..

Mi papá seguramente había empezado a cursar su enfermedad mucho tiempo antes, pero su carácter, el mío y las intervenciones maternas, habían instaurado un foso entre él y yo, que ni siquiera las nietas habían logrado zanjar. Era así cómo, con mi bebé de tan sólo cuatro meses, me caía el gravamen de ese hombre que  había fraguado su destino y que no tenía a nadie más que a mí. Digo que no tenía a nadie más, porque en su juventud se había enemistado profundamente con su hermana y el marido de esta, más tarde había logrado lo mismo con mi madre y ya no quedaba ni siquiera una tía perdida. Dos hermanos mayores  varones eran garantía de que la tarea era para mí. El primer encuentro con esa nueva e ineludible responsabilidad fue tras un atragantamiento en un partido de rugby. Mi hermano mayor lo había pasado a buscar por su casa para ver a la Primera. Se habían comprado un sándwich de carne mientras miraban el partido. De súbito, mi papá se atragantó. Fue tan cruel dicho atragantamiento, que debió ser resucitado por un médico y llevado en ambulancia para ser internado.

Esa semana, Sofía abandonó la teta. Mis ausencias eran demasiado prolongadas. La mamadera era un sustituto que la satisfacía, de modo que al cabo de esa semana, yo me enfrentaba no solo a la realidad de un padre que ya no podía quedarse solo en su casa, del que había que ocuparse 24/7 porque hasta había que procesarle los alimentos y espesarle los líquidos, sino también con una bebé de cuatro meses que rechazaba con asco mi pecho. Durante dos meses me saqué leche para dársela con la mamadera, de modo que la pequeña siguiera recibiendo los beneficios de la lactancia materna. Mientras tanto, ya había vuelto a mi trabajo, del que me escapaba a las corridas para pasar por la verdulería y la carnicería, ir a la casa de mi padre, llenarle la heladera, programarle las comidas y pagarle a los acompañantes que pasaban el día con él. (Además de recibir sus siempre negativas devoluciones de lo ocurrido durante mis horas de ausencia). Papá me pedía que me quedara con él, que fuera ratos más largos. Mis hermanos apenas pasaban los fines de semana para verlo un rato. Mientras tanto yo le gestionaba –junto con mi bien predispuesto esposo- una mudanza a una casa de una planta, donde él pudiera moverse sin tener que subir escaleras, puesto que la pérdida de equilibrio –además de los atragantamientos- era lo que resultaba factor de altísimo riesgo para él.

Cada dos por tres nos enterábamos por los cuidadores de una nueva caída. El pobre viejo intentaría seguir siendo independiente, ir al baño, bajar a comer algo, pero su cuerpo no lo dejaba. De verdad que no puedo imaginar lo que habrá sentido aquel hombre (no digo mi padre, sino el Hombre) en medio de aquellos descubrimientos respecto de sus propias incapacidades. Mi marido y el último neurólogo (porque pasamos por tres neurólogos y dos psiquiatras que no fueron capaces de diagnosticarlo) me han dicho que mi padre no era absolutamente consciente  de su degradación. Sin embargo yo, en mi vínculo íntimo con él, sé que sufría. Sé que sentía pena de sí mismo, rabia, dolor, mucho dolor.

Pasaron tres años completos, a lo largo de los cuales, así como avanzaba la enfermedad innominada –puesto que no alcanzaba diagnóstico-,  las facultades motoras y las habilidades que conectaban a mi padre con el mundo fueron degradándose; hasta dejarlo primero humillado y luego aislado, pero justo aquí, a nuestro lado. Nunca en la historia de la relación entre mi padre y yo, lo había sentido cerca. Tal vez, en algunas oportunidades, esta hija había decidido ignorar la constante distancia que su personalidad  imponía entre nosotros. Quizás, por momentos,  había luchado por un vínculo sano, enriquecedor, satisfactorio con  mi padre. Pero jamás había podido sostener la farsa más que coyunturalmente.

Mientras digo esto, reflexiono. Me releo y me pregunto: ¿Debería escribir, en vez de “la constante distancia que su personalidad  imponía entre nosotros”, “la constante distancia que su personalidad y la mía imponían entre nosotros”?. Me respondo que no. No era mi responsabilidad, a los dos, cinco, ocho, ni a los quince años ser la hacedora de la conexión con mi padre. NO. Esa debió haber sido su preocupación. Escucho quejas. Lo sé. Era otra época. Nuestros padres habían sido criados de otro modo. Ellos no eran capaces de ponerse en el lugar en el que nosotros hoy nos ponemos en relación con nuestros hijos. Es una cuestión generacional. NO. Nuevamente, NO. No puedo consentir que el deseo de conectar con un hijo, con un ser indefenso que todo lo aprende de uno -comer, mirar, sentir, desear, amar-, pueda depender de una cuestión social. Sé que lo es. Sé que hay maneras enseñadas - mejor dicho impuestas - por la sociedad. Pero amar a un hijo, desear ver su sonrisa, el brillo en los ojos, el cuerpo entregado a las cosquillas, su carita de satisfacción ante un logro, las brotantes lágrimas, los abrazos eternos, las respiraciones por la noche; sentir esa apertura en el pecho que sube desde las entrañas al contemplar  lo antes mencionado; eso no puedo entender cómo mi padre no ha podido disfrutarlo. Aunque mientras lo escribo, me descubro a mí misma corriendo por las obligaciones: bañarlas, vestirlas, peinarlas, calzarlas, cortarles las uñas, leerles un cuento, llevarlas, traerlas, buscarlas, preguntarles, cocinarles, servirles, pelarles , lavar platos, ordenar la casa, lavar la ropa, ir al supermercado, vestirme, depilarme, peinarme, ir al gimnasio, tener buena cara, ser dulce, ser sexy, ser amable, no equivocarme, ser una respetable profesora, ser intelectual pero no ser aburrida, ser superada, callar, estar, no perderme en medio de todo esto. Tal vez mi padre se enroscó menos. Él decidió no dudar. El actuó. Hizo. Sin mirar atrás. Nunca. Si alguna vez lo hizo, no nos lo hizo saber de ningún modo. Quizás, sus vaivenes emocionales eran signo de esa débil duda. ¡No salís! Te llevo. Maltratarnos y llevarnos un mes de vacaciones. Gritarnos  sin pausa y ahorrar todo el año para comer afuera cada día durante las vacaciones. Hacernos vivir a su ritmo. No dejarnos ser. Quejarse de todos nuestros defectos. Nunca dar una palabra de aliento. Todo eso acompañado de que  nunca nos faltara nada. De su constante sacrificio. De la impostergable deuda que teníamos con él.

Lo cierto es que no es fácil hablar de mi padre. Resulta difícil calificarlo o describirlo. Sus actos hablan por sí mismos. O no. Pero se me hace arduo ser objetiva. Porque todas sus acciones sobre mí, mis hermanos, mi madre o el ambiente, están teñidas por lo que sentí en cada oportunidad. En general era vergüenza. A veces la vergüenza se transformaba en humillación. Sentía más  vergüenza de él que por cómo me hacía ver a mí. Muchas veces sentí vergüenza de que él fuera mi padre. Y para eso no tuve que convertirme en adulta y darme cuenta de que era un pobre tipo. No. Eso ocurrió sin que yo reconociera el sentimiento, cada vez que él peleaba con algún conductor en la calle, se enojaba con un vendedor, se ponía nervioso esperando al mozo, interactuaba con algún otro padre, alguien venía a casa y él se ponía su “ropa de entrecasa”. Todas sus acciones en sociedad me abochornaban. Había padres más elegantes, más amables, más inteligentes, más divertidos, deportistas, profesionales, con algún hobby. Mi papá no era nada de eso. Mi hermano del medio, diría que eso fue así porque nuestro padre había pasado su vida trabajando para darnos todo. Por eso no había tenido tiempo de nada más. Que su trabajo le había arrancado todos los deseos . Yo, en cambio, creo que mi papá no fue capaz de crearlos o, -al menos-, no fue capaz de sostenerlos. El papá que yo conocí era un tipo sin anhelos. Posiblemente mis hermanos conocieron a otro, que, siendo más joven, estaría menos decepcionado y más predispuesto. Pero con el  que yo traté tenía sólo proyectos materiales: cambiar el auto, irse de vacaciones, arreglar la casa –esto último dejó de hacerlo cuando se separó de mi mamá-. Le faltaban sueños, aspiraciones personales: ser mejor persona, aprender a hacer algo, divertirse con su familia, disfrutar de la presencia de otro, abrir su corazón, dejarse llevar, olvidar su neurosis –al menos por un instante-.

En definitiva, fueron pasando los meses que se transformaron en años a lo largo de los cuales mi padre dejó de darme rabia, bronca, ganas de alejarme;  pasó a provocarme primero pena y luego culpa. La culpa de quien se sabe el soplo de aire fresco del cautivo, el único oasis del sediento. Mi papá ya estaba internado en un geriátrico para el que era demasiado joven, pero para el que estaba excesivamente deteriorado. Me convertí, entonces,  en la única persona que lo iba a ver con regularidad. Y eso implicaba también ocuparse de sus necesidades: el espesante para sus líquidos, los pañales, sus remedios, su ropa, incluso sus más bajos instintos. En uno de esos encuentros, allí, en la habitación que compartía en el hogar de ancianos con un postrado,  me contó –cuando aún podía hablar-que la mujer  que regularmente visitaba a su compañero de decadencia, había hecho un escándalo denunciándolo de haberse masturbado en su presencia. Ese día, pobre mi padre, me estaba rogando que lo defendiera. Por supuesto que no lo dijo. Claro que no me lo pidió, él nunca sería capaz de tal cosa. Pero sus palabras, su confesión, su rostro de inocencia, lo reclamaban. No sé si una hija está lista alguna vez para oír algo así de la boca de su padre. Y mucho menos para escuchar la confirmación del relato en boca de la jefa de enfermeras. Esta última, una señora dulce y contenedora que, reduciendo mi ansiedad, me explicó que en esos sitios la masturbación –tanto de ancianos como de ancianas- es de lo más natural, y que esta mujer se había excedido con tamaño escándalo. A pesar del sacudón del relato, tuve claro que mi padre debía ser protegido, porque si él estuviera bien, si su estado no fuera inusitado para su edad –o para la vida en sociedad- probablemente no estaría allí. Afortunadamente, en esos yermos desolados, existen mujeres anónimas, que se entregan con amor al cuidado de nuestros seres queridos. Las enfermeras del geriátrico se convirtieron en quienes más me entendían. Me saludaban con calidez cada vez que visitaba a mi papá. No era una sonrisa cualquiera. Ellas sabían que yo amaba a mi papá, y que me hubiera gustado hacer mucho más por él. Esas mujeres jugaban con mis hijas de un año una, de tres  la otra –edades que fueron cambiando a lo largo de la estadía- cada vez que visitábamos al abuelo. Siempre tenían algo bello que decir de mi papá –eso nunca había ocurrido en ningún sitio-. Tal vez, ese viejo cascarrabias, ese insatisfecho crónico, esa tormenta de negatividad estaba, como alguna vez me ha dicho un amigo fraile, transformándose como un Cristo en su pasión. El padre que falleció en la cama de terapia de una clínica de mala muerte en Ituzaingó, había pasado por todo lo más humillante, degradante y doloroso –físicamente doloroso- por lo que puede pasar una persona. Además de haber perdido la posibilidad de movilizarse por sus propios medios –algo que se había desvanecido para él con los inicios de su enfermedad-, de controlar esfínteres, de deglutir alimentos, de beber líquidos (estas dos últimas habilidades habían sido reemplazadas por un botón gástrico a través del cual se le pasaba un alimento que proveía la prepaga a través de una jeringa en el geriátrico, y finalmente con una bomba de alimentación durante su internación), de comunicarse a través de la palabra hacia los últimos dos meses de vida –hecho que me resultó difícil de digerir, justamente-. En esos dos últimos meses que recién mencioné, se terminó de convertir en un vegetal. No miraba a los ojos. No podía mover ni sus brazos, ni siquiera sus dedos. Empezó a escararse, por lo cual aprendí a rotarlo yo solita, sin la ayuda de ninguna demorada enfermera. Le colocaba su crema en cada roce, distribuía estratégicamente los almohadones para que sus piernas y rodillas se tocaran lo menos posible. Le leía. Rezaba con él. Le cantaba las canciones que alguna vez le habían gustado –de Sandro, Palito Ortega, Los Beatles-. Cada vez que hacía eso, él intentaba comunicarse conmigo a través de un aullido, que manifestaba agradecimiento. Lo afeité un par de veces, y, a pesar de que ya no hablaba, hacía trompita para que le pasara la maquinita en los bigotes.

Durante un mes entero, por las mañanas, entraba a la habitación de la clínica saludándolo con energías, transmitiéndole todo mi amor y mi acompañamiento. Muchas de esas veces, al cabo de un rato, debía encerrarme en el baño para llorar. Cada mañana era volver a encontrarme con su decadencia, con su muerte en vida, con su pasión. Nadie merecía esa tortura, ningún ser humano meritaba dicho suplicio. Verse a sí mismo postrado, sucio a veces, incapaz de bramar por un imposible vaso de agua. El tiempo allí era eterno, circular, denso. Los vínculos con mis hermanos sufrían la misma degradación que el cuerpo de mi papá. Cada vez su situación ahondaba diferencias, señalaba compromiso o la ausencia del mismo. La carga era terriblemente pesada, y casi nadie estaba dispuesto a arrastrarla. Pasé días enteros viéndolo morir. El agobio de esa habitación en la que no entraba nadie durante horas (porque a mi papá no había que darle de comer, ni medicación, ni un carajo) era extenuante. Se salía de allí por la tarde-noche con la sensación de que se pasaría la vida así. Es que la enfermedad de mi padre no tenía fecha de vencimiento. El cuarto neurólogo, -el único que había logrado diagnosticarlo; Parálisis supranuclear progresiva, enfermedades raras si las hay- nos había pronosticado una supervivencia de aproximadamente cinco años. Mi padre era joven y su corazón- además del resto de los órganos-se conservaba  saludable. Ciertamente, esta hija creía que su padre viviría todo lo que restaba del año (había sido internado en enero). Pero una noche de fines de marzo, llegó el mensaje temido y –debo reconocerlo- esperado. Finalmente, Horacio descansaba en paz. Se acababa su sufrimiento persistente, se terminaba su prolongada agonía; a la vez que se desvanecía mi carga.

Cuando entré con mi marido a la terapia para ver por última vez a mi padre, descorrí la sábana para ver y tocar su cuerpo, ese cuerpo que tanto había cuidado los últimos meses. Ese mediodía había pasado a verlo, y le había susurrado que yo cuidaría de mis hermanos. Lo abracé, lo revisé. Me recosté sobre su pecho ya frio, amarillento, ajeno. Papá ya no estaba ahí. Esa imagen tardó varios meses en disiparse de mi retina. Volvía regularmente como para asegurar algo que parecía imposible: mi padre estaba muerto. Ya no había nada más que hacer por él. Ya no había que sacar turnos, que comprar remedios, que llevarlo al médico, que procurarle pañales, que visitarlo. Papá estaba muerto. Una parte de mí había muerto también. Porque todo lo que él había sido alguna vez, vivía en cada encontronazo con mis hermanos, en cada brote de nervios inmanejable, en cada deseo de desaparecer de la faz de la tierra. Ahora que papá estaba muerto, yo podía imaginarlo reconciliado consigo mismo, con sus errores, conmigo. Lo más satisfactorio de esos tres meses había sido lo cerca que me sentía de él. Papá se había ido sabiendo que yo lo amaba, sabiendo que yo lo acompañaba hasta el final, sabiendo que yo era capaz de entregar mis días para defenderlo con uñas y dientes del abandono, para arrancarlo de la deshumanización a través de lecturas, rezos, abrazos, palabras, canciones. Sólo yo. Él y yo. Solos en una habitación de una perdida clínica, mientras mis hijas de tres y cinco años pasaban los últimos días del verano y los primeros días de clases con una abuela que a duras penas podía contenerlas, porque no estaba habituada a pasar días enteros ocupándose de dos enérgicas chiquillas. Así se había sanado nuestra relación. Ese hombre que jamás me había dejado abrazarlo, acariciarlo, contarle mis alegrías ni mis penas, había sido forzado amorosamente a encontrarse íntimamente –desde el silencio más absoluto- con su hija.

La postrera imagen que tengo de mi papá, esa, la del padre que me necesitaba, que estaba entregado a mi cuidado, que calladamente me pedía que no lo abandonara, esa imagen no quiero perderla. Quiero aferrarme a ella y tenerla siempre fresca. Porque ese padre me valoraba, me requería, me amaba. La otra imagen, la del padre activo, fuerte, agresivo, complejo, necio y rústico, esa, prefiero dejarla ir. Perderla en el olvido. Dejar que se desvanezca a la vez que selecciono recuerdos fragmentados de momentos de una supuesta felicidad.

Una vez muerto papá, no sé porqué, no sé cómo, empezó a surgir mi necesidad de libertad.

Capítulo 4: Resurrección

En algunas de las múltiples tardes de sumersión en las densas aguas del nihilismo (después entendí que tal cosa no existe, había un porqué en su transcurrir sufriente, incluso también para mí) allí, en una habitación de esa lejana clínica en Capital, empecé a escribir. Siempre había tenido deseos de escribir, pocas veces lo había hecho y jamás lo había mostrado. Mis producciones hasta aquel momento se limitaban a unas líneas sueltas escritas como producto de algún desamor entre los 18 y los 22 años. Pero, en aquel sillón junto a la cama de mi padre, en medio del agobio que provocaba su imagen física y más aún la reflexión sobre lo que pasaría por su cabeza, surgía la imperiosa necesidad de escribir. Había cosas que no podía decirle, no solamente porque nunca conocería el efecto de mis líneas en su alma, sino porque estaba convencida -aún en aquel momento- de que mi papá no sería capaz de entenderme. La cuestión: escribir sobre mis sensaciones dentro de aquella habitación, donde estaba en contacto con lo más hondo y negro de mi propio ser, resultaba si no liberador, al menos suavizante.

Soledad. La soledad de una jaula oscura, en el fondo de un pozo ciego.

Nadie ve. Nadie sabe. Solo dos, a veces, entienden algo. De vez en cuando, solo uno.

¿Castigo? ¿Karma? Tormento.

Lento, largo, penoso.

No sé qué. Si busca, si quiere. O si solo espera.

Ven luz. Ven paz.


Te miro y me mirás.

Te observo respirar.

Te acompaño en silencio. En silencio me hablás.

Sufrimos juntos. Me querrías cuidar.

No podés… no se puede.

Cierro los ojos con fuerza. Me escondo debajo de las sábanas.

Pero la pesadilla no termina.

No es mi pesadilla, es la tuya. Es la nuestra.

Te doy la mano, leo en voz alta. Te dormís mientras te acaricio la cabeza.

Dormí… yo te cuido.

Compartí ideas sueltas –tal vez, poesía- como estas en alguna de mis habituales redes sociales. Mi desempeño en ellas siempre había sido feliz: la imagen típica de una madre de vanguardia que felizmente se ocupaba de la educación integral de sus hijas (fotos de juegos caseros, risas, amor filial, inmortalización de situaciones ideales), escenas de un matrimonio certero, ideas de  una profesora amorosa y revolucionaria. De pronto, mi habitual público (ex alumnos, otras madres, colegas, amigos, algún que otro familiar) se desayunaba de mi tristeza.  Todos indicaron que les gustaban mis publicaciones. Algunos comentaron que mis textos eran bellos. Más de uno me escribió por privado preguntándome porqué estaba tan triste.

Mientras que algunos aprovechaban mis declaraciones poéticas para acercase, mi marido se alejaba cada vez más. El proceso de duelo era arduo, desconocido, impostergable. Se apoderaba de mis días, de mi voluntad, de mi tolerancia. Estaba enojada. Estaba de mal humor. Godot no comprendía lo que tampoco yo entendía. Creo que tampoco intentaba entender. Él se sentía tan protagonista del momento como yo. Para él era importante cómo yo lo trataba en este proceso. (Si es que se percataba de que se estaba viviendo un proceso). Fue uno de los peores momentos de nuestro matrimonio, casi tan malo como el ya relatado post parto de nuestra hija mayor. Godot creía que yo no quería a mi padre, y que por eso, no debía sufrir tanto su muerte. Estaba convencido de que, como con la muerte se evaporaba la carga, no cabía la posibilidad del dolor. Esa incomprensión, ese error de interpretación por parte de alguien que había sido testigo y parte de la compleja relación que había tenido con mi padre, me resultaba sino imperdonable, al menos irritante. Odié su falta de empatía. Odié tener que explicarle lo que sentía. Odié sus respuestas litigiosas, inoportunas, impertinentes. Lo odié. Quise desaparecer. Irme. Dejar de levantarme cada día para cambiar a mis hijas y llevarlas al Jardín. De hecho, había renunciado a mi trabajo con el propósito de ocuparme de mi padre. Su ausencia me dejaba enteramente  madre. Ya no era hija. Todo mi día era ocuparme de las hijas, algo que me resultaba -en ese primer período de duelo- agotador, ingrato, insoportable. Cuando Godot regresaba, casi de noche, a una casa donde la madre había pasado el día intentando interpretar su rol –intento en el que había fallado repetidas veces-, el horno no estaba para bollos. El esposo retornaba agotado, después de una larga jornada de trabajo, que le resultaba, además de extenuante, abrumadora por lo alienante. Esos dos individuos, no eran aptos  -en esas circunstancias- para entenderse. Mucho menos para acompañarse en silencio. Esto último, lo que es imperioso en un duelo.

Una noche, mientras nuestras hijas jugaban en su habitación, lo dije. Era la primera vez que decía –con convencimiento absoluto- algo así. Si Godot seguía en su actitud batalladora, yo ya no tendría resto para sostener el circo. Esa tarde, habíamos hecho el ridículo en un evento del colegio de las nenas. Ambas estaban nítidamente transitando el mismo duelo que la madre. Ninguna de las dos era la nena que había sido ni la que volvería a ser –más sabia, claro- unas semanas después. Lloraban, se encaprichaban, se resistían. No les gustaba esa madre lúgubre, ni ese padre en constante disputa con la ya adjetivada madre. Todo se hacía cuesta arriba. Para ellas, para mí. Calculo que para Godot. Pero en aquel momento no pude ni quise pensar en eso. Estaba convencida de que su rol debía ser otro. Se lo dije. Se lo exigí.

Como de costumbre, quiso evadir la responsabilidad. Como siempre, no se lo admití. Tuvo que decidir. In situ. Nuevamente, mi marido mostraba su potencial. Manifestaba su deseo. Siempre le costaba, siempre había que darle un ultimátum. Siempre había que corregirle el rumbo. Claro, en ciertas ocasiones, como en esta, yo no tenía ganas ni fuerzas para ser su mentora. Para educarlo. Sin embargo, así era nuestro matrimonio. Ese era mi rol.  Así había sido nuestra Prehistoria, nuestra Historia, nuestro Presente. De súbito, Godot cambió radicalmente. De pronto -nuevamente- volvíamos a reír. Ya no me querellaba los maloshumores, sino que los mudaba. Los transformaba en motivo de carcajada. No sé cómo. Mágicamente, como cada vez que abría los ojos. Cuando Godot abría los ojos, se apoderaba de su realidad y se decidía a sostenerla, a enseñorearse. Esta familia era suya. Esta esposa era la que había elegido y a la que quería seguir amando. Se cargó el fardo en las espaldas y nos sacó a los cuatro a flote. Sólo había que saber perdonarle la demora.





[1] DE BEAUVOIR, Simone: El segundo sexo, 1949



[i] (Lujuria tiene dos acepciones, y creo que en mí había obrado la primera en  la juventud, y ahora anhelaba sumarle la segunda. La primera alude al apetito excesivo de placeres sexuales. Mientras que la segunda se refiere al deseo apasionado de algo.)