Lo vio. La vio. Era ella la que más
fascinación generaba. Lo volvía absolutamente loco. No tengo claro por qué. Tal
vez tampoco él lo supiera. Mirarla desde la madurez, le decía tantas cosas. Le escupía
tantas verdades en la cara. Le enseñaba que para eso habían llegado hasta allí.
Ella. Ella también caía en las redes
de aquella fascinación. Ella también estaba madurando. Ella también aprendía a
mirar otros ojos. Lo entendía nuevo, valioso, prácticamente desnudo. Así. Vestido.
Lo descubría con las alas desplegadas. Como las suyas.
Habíanse agotado de observar. Él, cansado
de una realidad manchada de goces, pero no gozosa. Ella, de sus múltiples
roles. Ninguno la desnudaba. Ninguno la elevaba. O tal vez sí. Pero no se
llegaba a enterar. Se encontraron, cansados. Se encontraron, dolidos, pero aún
sanos.
Ambos tenían secretos, susurros,
sueños, silenciados saberes. Los dos necesitaban abrirse. Volver a mirarse. No entre
sí. A sí mismos. Tenían que soltar esas
mentes que –alguna vez habían sido potencialmente libres- se habían ido
mediocrizando, adaptando, mercantilizando.
Encontrarse –a sí mismos, entre sí-
era iluminarse. Estar juntos era exaltarse. Era explotar. Era ser honestos. Estar
juntos era tarde de verano. Mañana de primavera. Era sonreír con motivo. Era tener
luz en la mirada. Era bancarse sus ridículos. Era franquear miedos. Era sentirse
hermosos.
Así. Con este novedoso modo de
tenerse, aprendían a hacer carne el instante. Aprendían, en definitiva, a
vivir. Se decían verdades recónditas, honestas, y ese era el ropaje. Ese era el
certero vestido con el cual ella salía a la vida. Él, por su parte se cubría –sin
esconderse, sin taparse- con las pasiones de ella. Porque los ardores del otro
eran fuego, fuente, caudal y conducto de la interna vehemencia.
No había espacio para el odio. No quedaba
resto para el rencor. Porque el placer del presente los envolvía. Los llevaba a
volar. Ese amor era encontrar la libertad. Más allá de los preceptos. Más allá
de las normas. Más allá de los miedos.
Se desnudaban con calma.
Porque nadie ni nada los corría. Se desnudaban las almas, porque necesitaban
verse, reflejados en el otro. Se desnudaban las almas porque querían aprender
en el fuego ajeno