miércoles, 31 de octubre de 2018

Ropajes


Lo vio. La vio. Era ella la que más fascinación generaba. Lo volvía absolutamente loco. No tengo claro por qué. Tal vez tampoco él lo supiera. Mirarla desde la madurez, le decía tantas cosas. Le escupía tantas verdades en la cara. Le enseñaba que para eso habían llegado hasta allí.

Ella. Ella también caía en las redes de aquella fascinación. Ella también estaba madurando. Ella también aprendía a mirar otros ojos. Lo entendía nuevo, valioso, prácticamente desnudo. Así. Vestido. Lo descubría con las alas desplegadas. Como las suyas.

Habíanse agotado de observar. Él, cansado de una realidad manchada de goces, pero no gozosa. Ella, de sus múltiples roles. Ninguno la desnudaba. Ninguno la elevaba. O tal vez sí. Pero no se llegaba a enterar. Se encontraron, cansados. Se encontraron, dolidos, pero aún sanos.

Ambos tenían secretos, susurros, sueños, silenciados saberes. Los dos necesitaban abrirse. Volver a mirarse. No entre sí.  A sí mismos. Tenían que soltar esas mentes que –alguna vez habían sido potencialmente libres- se habían ido mediocrizando, adaptando, mercantilizando.

Encontrarse –a sí mismos, entre sí- era iluminarse. Estar juntos era exaltarse. Era explotar. Era ser honestos. Estar juntos era tarde de verano. Mañana de primavera. Era sonreír con motivo. Era tener luz en la mirada. Era bancarse sus ridículos. Era franquear miedos. Era sentirse hermosos.

Así. Con este novedoso modo de tenerse, aprendían a hacer carne el instante. Aprendían, en definitiva, a vivir. Se decían verdades recónditas, honestas, y ese era el ropaje. Ese era el certero vestido con el cual ella salía a la vida. Él, por su parte se cubría –sin esconderse, sin taparse- con las pasiones de ella. Porque los ardores del otro eran fuego, fuente, caudal y conducto de la interna vehemencia.

No había espacio para el odio. No quedaba resto para el rencor. Porque el placer del presente los envolvía. Los llevaba a volar. Ese amor era encontrar la libertad. Más allá de los preceptos. Más allá de las normas. Más allá de los miedos.
Se desnudaban con calma. Porque nadie ni nada los corría. Se desnudaban las almas, porque necesitaban verse, reflejados en el otro. Se desnudaban las almas porque querían aprender en el fuego ajeno

martes, 30 de octubre de 2018

El error


Ayer cometí un error. De los lingüísticos, que son los que más me joden. Saludé a una mujer usando un genérico que no es tal cosa. Le dije que conocía a su esposo. “Esposo no. Es mi pareja”. Clarísimo.

Yo y mis vestigios de tradicionalismo.

Yo y mis restos de educación católica apostólica romana.

Yo y mi pequeña mente que de a poco se va abriendo.

¿Qué carajo me cuesta decir “pareja”? Si, de hecho, me resulta muy de valiente no escudarse detrás de una institución, de un título abstracto, para armar algo juntos.

Hay que tener unos huevos –léase también ovarios- grandotes para mantener algo que conlleva esfuerzo solo por decisión. No porque nos unimos “hasta que la muerte nos separe”.

Estar casada por Iglesia no me da vergüenza. Pero sí me avergüenza que la Iglesia requiera de nosotros fidelidad, sostenimiento en el tiempo a costa de un amor que, de raíz está equivocado. El hombre –la mujer- no sigue amando ni quedándose en la casa porque alguna vez amó. Ese es el acabóse del matrimonio. Uno no se pone en pareja (no debería) para tener sexo seguro y cuidador/a de hijos. Pero en eso se convierten, en muchos casos, los matrimonios.

No sé las parejas. Tal vez no. Tal vez tengan la plena conciencia de sus limitaciones, de las limitaciones de la raza humana. Y se propusieron un plan que no requiere de terceros de otro plano para que les habiliten y certifiquen el proyecto.

No quiero ridiculizarme. No quiero ridiculizar mi propia decisión de haberme casado por Iglesia. Lo hice porque estaba en otro momento de mi vida. En aquel momento necesitaba una reafirmación externa.

Hoy. Hoy sé por dónde pasan las verdades en una pareja.

Sé de la importancia de la charla.

Sé de la necesidad de empatía.

Sé de los tiempos. De las tristezas.

De la paciencia. De los pequeños vicios que hay –no que perdonar- que acompañar.

Sé de los logros. De los orgullos. De las soledades vividas de a dos.

De compartir preocupaciones. Sé de confiar. De relajarme.

Sé de bailar muerta de risa. Sé de tirarme al piso a esperar las inevitables cosquillas.

Sé de llorar sin que me abracen, pero mirando a los ojos.

Sé decir. Sé expresar.

Esperar. Transitar.
Todo eso. No lo aprendí en el matrimonio. Lo aprendí viviendo en pareja.

lunes, 29 de octubre de 2018

Fantasía

Su deseo aparecía repentinamente –como nos pasa a todos-. A veces era una risa. Otras, una imagen. En ocasiones, un gesto. Un cuadro propio. Una escena ajena. Las variantes que adoptaban los posibles activadores eran impensadas, cuantiosas, suculentas.
Esa habilidad, la de volverse súbitamente ardiente deseo, era lo que a él más lo encendía de ella. Solo con pensarla. Solo con imaginarla. No le hacían falta fotos –aunque las hubiera-. Solo necesitaba refrescar su risa, recordar su boca. Así empezaba. Luego, la catarata de imágenes no se detenía. Era caudalosa, vibrante, erizante. Eran cuadros, como planos detalle en una película. La sostenía de la mandíbula con las dos manos. Le revisaba la comisura de los labios con la punta de su lengua. La tomaba del cuello. Con fuerza. Ella corría la cara, intentando soltarse, riendo apenas. Él acrecentaba la presión. Ella quedaba inmóvil. Él respiraba en su cuello. La olía. Porque ese olor –que tan certero aparecía en el recuerdo- era una fragancia animal que lo invadía para no  dejarlo pensar en nada más.
Pero. La oficina. El laburo. El contexto circundante.
Para ella era igual. Le ocurría lo mismo. En sus actividades cotidianas, en medio de las rutinas más deserotizantes, ella encontraba un quiebre. Una grieta. Porque necesitaba volver a sentirse deseo. Por eso. Leía amores. Escuchaba pasiones. Era cuestión de decidirlo. De activarlo. En algunos casos será resucitarlo. En otros, crearlo por vez primera. No hay otro modo de ser vivientes: reconstruyendo placeres. Recreando escenas que enaltezcan tu ego. Que te hagan sentir bien con vos.
El sexo es el acto que más nos conecta con el placer. Porque, a la vez, de un modo explosivo, se activan órganos sexuales, zonas erógenas concretas y abstractas. Pero que allí están para volarte el bocho.
El sexo no es un modo de vida, es estar vivos. Porque nos deja una impronta energética que nos hace mejores personas, que nos libera de miedos, de frustraciones, de dudas. En el acto sexual sos. Son: vos y el otro –o los que sean- y lo que allí se hacen sentir. Ojo, claro. Eso depende de lo que fuiste antes y de la idea que tenés de lo que serás después.
Ergo.
Ella soñaba, él la imaginaba. Ambas fantasías se encontraban más tarde –esa noche o alguna otra-. Algunas escenas se concretaban, otras mejoraban en la concretización. Después, se dormían, o se levantaban. Y todo su mundo estaba teñido de la luz que deja haber cogido como corresponde.

domingo, 28 de octubre de 2018

Crescere: crecer duele.

Ella sufre. Se angustia. Le duele. Le cuesta. Yo estoy aquí, a su lado. Es pequeña. La observo. Intento no  intervenir de más. Ella me busca. Quiere protegerse. Esconderse en mi regazo. Meterse dentro de mi pecho. No la saco. No la reto. Me agacho y charlamos. Le cuento mi experiencia. Yo recuerdo muy bien lo que se sufre. Recuerdo muy bien mis propios miedos. Cómo se aceleraba mi corazón cuando debía entrar al jardín. Recuerdo que me ponía contenta, que me gustaba. Pero también recuerdo al compañerito que me acusó cuando me hice pis. 
Ella llora. A veces entiende. A veces no quiere intentarlo. Necesita de mis palabras. Necesita contarme. A veces no. A veces sólo es un abrazo y una empatía silenciosa. 
Ella sufre porque crece. Crecer es duro. Es arduo. Escarpado. 
Pero. 
Sus logros la enorgullecen. Ella sabe que puede. Le cuesta, claro. En ocasiones, le da vagancia. Quiere volver a upa. Quiere volver a que sea su intérprete. 
Lo cierto es que, para muchas cosas, ella no me necesita. Necesita mi borde. Necesita mi palabra. Necesita mi indicación. Pero no necesita mi acción constante. No necesita mi acción anuladora. 
Ella puede todo. Si lo intenta. Si se esfuerza. Ella puede incluso resolver sus angustias sociales. Solamente necesita que le escuche, que le refuerce cuánto vale, cuánto la amamos, cuánto puede. 
No le grites. No la calles. No la anules. Dejálos que te muestren. Que compartan. Asómbrense juntos. Contále que sentís, qué sentías, qué temías. 
Pedíle que te ayude. Que te entienda, que te escuche. Trátalo como lo que es: un sujeto en formación, con inacabables posibilidades, con sustanciosa sensibilidad. No se la anules. Que sepa que lo que siente te importa y, por tanto, debe importarle a sí mismo. Que sepa que nadie vale más que él. Que sepa que él no vale más que nadie. Pero que si no se cuida, si no se ama, no hay posibilidad de lograr nada.
Que aprenda a mirar. Que sepa que no se debe ir por la vida sin mirar. Que aprenda a distinguir a quién es mirar y a quiénes saltear, sin enojarse, sin odiar. 
Para eso, sé vos el modelo. Tomá conciencia de tu rol. Que vea en tus ojos qué debe preocuparle qué no. Que aprenda a tirarse en el pasto a mirar las nubes. Que aprenda a dormirse después de tanto reírse.  Que corra, que juegue, que lea, que ame. 
Dale las alas que necesita para volar alto. Para elegir rutas. Para ser un creador. Que deje huella. Que viva fuerte. Que nunca deje de sufrir, ni de llorar, ni de angustiarse. Pero que tenga herramientas para transitarlo, para transformarlo y transformarse. 
No le niegues el dolor. Porque después siempre aparece. Que sepa que llorás, que extrañás, que sufrís, que procesás, que aprendés, que errás. 
Que te sienta cerca, dispuesto, frágil y fuerte. Sé su guía. Su remanso. Su apoyo. No lo abandones en la oscuridad de un alma sin recursos. Pequeña. Enorme. Posible. Pero desvalida. 
Para eso estás, adulto. Para escuchar. Para observar. Para intuir. Para sostener. Para reafirmar. 
No los dejes solos. En manos extrañas. Fíjate bien cómo transitan esto, que lo es todo. Después.
Después vamos sanando las heridas que esto nos dejó.

Phoenix

Si discutís, callás.
Si callás, no cogés.
Si no cogés, seguís alejándote.
Si te alejás, empezás a odiar.
Si odiás, perdés.
Si perdés, pierden.
Si pierden, es una cagada.
Porque ya lo sabían. 
Porque era esperable.
Porque se hicieron los boludos.
Hay que discutir.
Hay que decir.
Hay que coger.
Hay que acercarse.
Hay que enamorarse.
Hay que reírse a carcajadas.
Hay que hablar de profundidades.
Hay que rumiar posibilidades.
Hay que debatir pelotudeces.
Hay que reconocer el peligro.
Hay que recordar el ahora.
Hay que valorar el sacrificio.
Hay que darle alas al compañero.
Saberse dos, quererse juntos.
No olvidarse del pasado.
No descuidar el presente.
No dar nada por hecho.
No juzgar presurosos,
al defectuoso agotado.
La rutina,
Los años,
 los errores,
 los silencios,
los venenos,
 los dolores,
 los sueños olvidados.
 Que todo eso no se convierta 
en quiste que supura.
Que todo eso esté vivo
 moviendo tu espíritu -y el suyo-.
No lo olvides.
 No la olvides.
 No compares. 
 No juzgues.
Busquen el modo.
 Aunque sea difícil.
 No se  rindan.
 No se venzan.
No dejen el barro hunda su  proyecto.
No tapen mentiras con resignación.
Cuéntense todo - o casi todo-. 
Ámense fuerte.
No se digan verdades insolentes, dolorosas, intragables.
Perdónense los errores.
Hagan el amor.
Con locura .
 Como antes. 
Como nunca. 
Hay una verdad:
si el otro aún es tu elección,
no lo pierdas.
No arriesgues.
Pedíle.
Decíle.
Porque el presente es 
lo que vos te gestas, 
lo que vos inventás,
lo que vos estimulás.
re