Ella tenía certezas. Antiguas. Arraigadas
en su historia, en su infancia. Pero un día, empezó a tener miedos. Hasta el
momento, su realidad parecía clara. Simple. Dulce. Rítmica. Casi rural. Hacía un
tiempo que esa regularidad había empezado a resultarle gris. O abrumadora. Se estaba
cansando de todo aquello: silenciosa e imperceptiblemente.
Inopinadamente. Apareció aquello. Un pequeño
cambio. Un leve síntoma. Entonces. Ella tuvo que cerrar los ojos. Tomar aire. Inflar
el pecho y salir a la cancha. Sin precalentamiento. A ponerle el pecho a las
balas. Sacar turnos. Conseguir niñera. Organizar horarios. Poner límites y
llorar en el baño. Escondida. Silenciar su miedo. Su preocupación. Su incertidumbre.
Se encontró resolviendo y peleando
como una madre. Pero también era esposa.
No pensaba abandonar. No quería darse
por vencida. Pero necesitaba depositar su angustia. Le hacía falta vehiculizar
su desasosiego. No había tiempo para detenerse. Ni para que la escucharan. Por eso
engordó. Por eso se arrugó. Por eso se encriptó.
Al final, eran dos extraños. Uno enfermo.
Pero no muerto. Una sana. Casi muerta.
Después de todo. No le podían dar de
alta. Debía aprender a vivir así. También ella. También los hijos. La moribunda
explotó. El enfermo reaccionó. Ella habló, escupió. Salió a tomar aire. Respiró
después de meses de asfixia. Él se golpeó la frente –como quien descubre una
novedad evidente-, se le llenaron los ojos de lágrimas, entendió el magnánimo
esfuerzo de su esposa. La besó y le hizo el amor. Hacía meses que no se amaban.
Porque desde hacía meses que eran dos penitentes. Dos convalecientes. Dos tristes.
Tras esa liberación. Comenzaron a
vivir. A estar. A valorar. Cada posible. Todos los compartidos. No importa qué
pasó después. Importa que fueron felices. Que se tuvieron y se disfrutaron. Hasta
el último minuto.
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