domingo, 14 de octubre de 2018

Ella tenía certezas


Ella tenía certezas. Antiguas. Arraigadas en su historia, en su infancia. Pero un día, empezó a tener miedos. Hasta el momento, su realidad parecía clara. Simple. Dulce. Rítmica. Casi rural. Hacía un tiempo que esa regularidad había empezado a resultarle gris. O abrumadora. Se estaba cansando de todo aquello: silenciosa e imperceptiblemente.

Inopinadamente. Apareció aquello. Un pequeño cambio. Un leve síntoma. Entonces. Ella tuvo que cerrar los ojos. Tomar aire. Inflar el pecho y salir a la cancha. Sin precalentamiento. A ponerle el pecho a las balas. Sacar turnos. Conseguir niñera. Organizar horarios. Poner límites y llorar en el baño. Escondida. Silenciar su miedo. Su preocupación. Su incertidumbre.

Se encontró resolviendo y peleando como una madre. Pero también era esposa.

No pensaba abandonar. No quería darse por vencida. Pero necesitaba depositar su angustia. Le hacía falta vehiculizar su desasosiego. No había tiempo para detenerse. Ni para que la escucharan. Por eso engordó. Por eso se arrugó. Por eso se encriptó.

Al final, eran dos extraños. Uno enfermo. Pero no muerto. Una sana. Casi muerta.

Después de todo. No le podían dar de alta. Debía aprender a vivir así. También ella. También los hijos. La moribunda explotó. El enfermo reaccionó. Ella habló, escupió. Salió a tomar aire. Respiró después de meses de asfixia. Él se golpeó la frente –como quien descubre una novedad evidente-, se le llenaron los ojos de lágrimas, entendió el magnánimo esfuerzo de su esposa. La besó y le hizo el amor. Hacía meses que no se amaban. Porque desde hacía meses que eran dos penitentes. Dos convalecientes. Dos tristes.

Tras esa liberación. Comenzaron a vivir. A estar. A valorar. Cada posible. Todos los compartidos. No importa qué pasó después. Importa que fueron felices. Que se tuvieron y se disfrutaron. Hasta el último minuto.

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