Rechazo. Rechazos. Múltiples.
Espaciados. Constantes. Encubiertos. Directos. Esperados. Sorpresivos.
Eso había marcado su devenir. El
rechazo. Esperarlo. Saberlo. Constatarlo.
Durante años había vivido sin
reconocerlo. Sin siquiera saber de su existencia. Tanto tanto se había metido
el rechazo en su torrente sanguíneo, que a veces lo ejercía sin voluntad. Para
sentirse mal inmediatamente después de haberlo puesto en práctica.
¿El origen del rechazo? Es posible
rastrearlo. Es útil entenderlo, identificarlo. Sanarlo. Pero no pretender
descifrar cada acto de su transcurso vital en función de aquel rechazo
primigenio.
Hay recuerdos nítidos. Que así, por sí
mismos, solamente producen dolor. Tardó décadas en darse cuenta de que no tenía
gollete recordarse y sufrir. Mirarse desprotegida ante adultos y pares
rechazantes.
Tardó siglos en registrar que era su
propia actitud actual frente al rechazo la única receta para dejar de penar, de
tragar, de odiar.
En algún momento de su transcurrir
había decidido dejar de atajarse. Dejar de defenderse. Y luego descubrió que
esa tampoco era la mejor estrategia. Lo importante era saber reconocer con
quién ser honesto, abierto, entregado, y con quién solo charla amena.
Eso, justamente era lo que más le
costaba aceptar. Que el mundo estaba lleno de gente tibia. De gente
destructiva. De energía lastre. De vibraciones escollo.
Un día entendió que no era necesario
–ni justo- ir por la vida psicoanalizando gratis, aguantando transferencias
dolosas, resistiendo proyecciones injustas. Entendió que cada quién debía
hacerse cargo de sus propias miserias. Incluso cuando Cada Quien no quisiera
aceptar sus estrecheces. Tal vez esa misma estrechez era el artífice de la
mezquindad ajena.
De todos modos.
No importaba.
Una cosa es ser empático. Otra, bien
distinta, ser un mártir. Inmolarse. ¿Qué sentido tiene ser un kamikaze? Los
kamikazes al menos recibían un pago. Uno bueno. Que utilizaban para sus
familias, o para lo que fuera. Además, el kamikaze ejercía una acción que,
entre los soldados, era entendida como noble. ¿Qué hay de noble en darse honesto
a quien solamente va a destrozarte?
Pero.
Entregarse a los otros, a sus miedos,
a sus señalamientos –que en general son desde el egoísmo, desde la inmadurez,
desde la ceguera- solamente generaba pérdidas. No solamente para sí misma, para
su autoestima, para su posicionamiento en el mundo, sino también para quienes
la amaban sinceramente. Porque todos sus sufrimientos, todos sus debilitamientos,
todos sus aminoramientos producto de los pasacalles ajenos, impactaban en su
esposo y en sus hijos.
Era también la primera vez que había
–no decorado, sino escenario viviente- que merecía respeto. Que requería
valoración. O, mejor, simplemente Valor. Valorarse.
Si estos la valoraban. La elegían.
Nunca, jamás la rechazaban. ¿Por qué someterse al rechazo externo? ¿Por qué
tratar de encajar cuando vivía en la libertad de la aceptación?
Su templo. En donde se había forjado
con esfuerzo el lugar de musa, de diosa olímpica, de bufón bien entendido.
Alguna vez, en la historia de la humanidad, los bufones, los poetas, los
actores, los pintores, los cantantes, los músicos, los artistas en general, los
científicos, los deportistas habían sido valorados casi como dioses. Porque eran
creadores. No importa –acá, claro- lo que ocurrió después. Lo cierto es que la
luz del arte, de la creatividad ilumina cualquier rincón al que accede. Por más
oscuro que sea.
La luz del que se ha levantado del
rechazo, del que se ha podido reconstruir cual Ave Fénix (ya sé, perogrullada,
mea culpa) en medio de la más absoluta indiferencia, en el nido de la apatía,
del malestar, de la incomodidad… esa luz no enceguece, no deslumbra. Porque se
ha ido encendiendo muy paulatinamente. Con muchísimo sacrificio. Con el dolor
que produce darse cuenta de que es uno mismo el que no se quiere, el que no se
acepta, el que no se perdona.
No se hace una vez y para siempre.
Ella cada tanto se cae al pozo de la desilusión, de la enemistad, de la
tristeza. Como te pasa a vos, a él, a esa, como nos pasa a todos.
Lo fundamental es poder reconstruirse.
Quererse a pesar del rechazo. No digo que no tengamos que cambiar. No digo que
seamos perfectos. Digo que para embellecerse, primero hay que saber cuáles son
nuestras naturales virtudes. Afianzarlas. Rodeándonos de gente que nos
disfrute.
¿Para qué sentirse mal? Si podés
sentirte feliz.
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