miércoles, 3 de octubre de 2018

Rechazo

Rechazo. Rechazos. Múltiples. Espaciados. Constantes. Encubiertos. Directos. Esperados. Sorpresivos.
Eso había marcado su devenir. El rechazo. Esperarlo. Saberlo. Constatarlo.
Durante años había vivido sin reconocerlo. Sin siquiera saber de su existencia. Tanto tanto se había metido el rechazo en su torrente sanguíneo, que a veces lo ejercía sin voluntad. Para sentirse mal inmediatamente después de haberlo puesto en práctica.
¿El origen del rechazo? Es posible rastrearlo. Es útil entenderlo, identificarlo. Sanarlo. Pero no pretender descifrar cada acto de su transcurso vital en función de aquel rechazo primigenio.
Hay recuerdos nítidos. Que así, por sí mismos, solamente producen dolor. Tardó décadas en darse cuenta de que no tenía gollete recordarse y sufrir. Mirarse desprotegida ante adultos y pares rechazantes.
Tardó siglos en registrar que era su propia actitud actual frente al rechazo la única receta para dejar de penar, de tragar, de odiar.
En algún momento de su transcurrir había decidido dejar de atajarse. Dejar de defenderse. Y luego descubrió que esa tampoco era la mejor estrategia. Lo importante era saber reconocer con quién ser honesto, abierto, entregado, y con quién solo charla amena.
Eso, justamente era lo que más le costaba aceptar. Que el mundo estaba lleno de gente tibia. De gente destructiva. De energía lastre. De vibraciones escollo.
Un día entendió que no era necesario –ni justo- ir por la vida psicoanalizando gratis, aguantando transferencias dolosas, resistiendo proyecciones injustas. Entendió que cada quién debía hacerse cargo de sus propias miserias. Incluso cuando Cada Quien no quisiera aceptar sus estrecheces. Tal vez esa misma estrechez era el artífice de la mezquindad ajena.
De todos modos.
No importaba.
Una cosa es ser empático. Otra, bien distinta, ser un mártir. Inmolarse. ¿Qué sentido tiene ser un kamikaze? Los kamikazes al menos recibían un pago. Uno bueno. Que utilizaban para sus familias, o para lo que fuera. Además, el kamikaze ejercía una acción que, entre los soldados, era entendida como noble. ¿Qué hay de noble en darse honesto a quien solamente va a destrozarte?
Pero.
Entregarse a los otros, a sus miedos, a sus señalamientos –que en general son desde el egoísmo, desde la inmadurez, desde la ceguera- solamente generaba pérdidas. No solamente para sí misma, para su autoestima, para su posicionamiento en el mundo, sino también para quienes la amaban sinceramente. Porque todos sus sufrimientos, todos sus debilitamientos, todos sus aminoramientos producto de los pasacalles ajenos, impactaban en su esposo y en sus hijos.
Era también la primera vez que había –no decorado, sino escenario viviente- que merecía respeto. Que requería valoración. O, mejor, simplemente Valor. Valorarse.

Si estos la valoraban. La elegían. Nunca, jamás la rechazaban. ¿Por qué someterse al rechazo externo? ¿Por qué tratar de encajar cuando vivía en la libertad de la aceptación?
Su templo. En donde se había forjado con esfuerzo el lugar de musa, de diosa olímpica, de bufón bien entendido. Alguna vez, en la historia de la humanidad, los bufones, los poetas, los actores, los pintores, los cantantes, los músicos, los artistas en general, los científicos, los deportistas habían sido valorados casi como dioses. Porque eran creadores. No importa –acá, claro- lo que ocurrió después. Lo cierto es que la luz del arte, de la creatividad ilumina cualquier rincón al que accede. Por más oscuro que sea.
La luz del que se ha levantado del rechazo, del que se ha podido reconstruir cual Ave Fénix (ya sé, perogrullada, mea culpa) en medio de la más absoluta indiferencia, en el nido de la apatía, del malestar, de la incomodidad… esa luz no enceguece, no deslumbra. Porque se ha ido encendiendo muy paulatinamente. Con muchísimo sacrificio. Con el dolor que produce darse cuenta de que es uno mismo el que no se quiere, el que no se acepta, el que no se perdona.
No se hace una vez y para siempre. Ella cada tanto se cae al pozo de la desilusión, de la enemistad, de la tristeza. Como te pasa a vos, a él, a esa, como nos pasa a todos.
Lo fundamental es poder reconstruirse. Quererse a pesar del rechazo. No digo que no tengamos que cambiar. No digo que seamos perfectos. Digo que para embellecerse, primero hay que saber cuáles son nuestras naturales virtudes. Afianzarlas. Rodeándonos de gente que nos disfrute.
¿Para qué sentirse mal? Si podés sentirte feliz.

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