Tuve 18, 20, 25. Miro hacia atrás y no
puedo creer lo transitado. O, más bien, miro todo mi –nuestro- pasado con
ternura. Las decisiones que tomé –siempre con tanto ímpetu, no puedo ser tibia,
es mala palabra-. Los proyectos en los que nos embarcamos. Dos locos lindos.
Dos inmaduros. Dos ex solitarios. ¡Cómo no decidir lo decidido con un compañero
así!
Teníamos apenas veintitantos cuando
nos elegimos. ¿Qué carajo sabíamos de la vida en aquel momento? Todo,
absolutamente todo estaba por ocurrir. Por marcarnos. Por transformarse. Solo
sabíamos vincularnos como habíamos aprendido a lo largo de nuestras cortas
vidas. Creíamos que solamente había un camino. Pero fuimos forjando miles –nuevos,
nuestros- producto de los trompazos contra la pared.
¿Qué sabíamos cuando decidimos irnos a
vivir juntos? ¿Qué esperábamos de nosotros mismos cuando nos casamos? ¿Qué llenábamos
cuando tuvimos a nuestra primera hija?
Y, en el medio, todo lo que seguía
ocurriendo a nuestro alrededor. Porque lo más difícil es soltar la historia
previa. Dejar atrás modos espantosos pero confortables de responder. Armar algo
nuevo, original, impulsante. A pesar de las trabas. A pesar de los palos en las
ruedas.
Queríamos convencer a todo el mundo
del valor de nuestro proyecto. Necesitábamos que lo valoraran, que nos
validaran. No entendíamos –no sabíamos- que lo único cierto era nuestro afán. Nuestro
deseo. Nuestra decisión. Necesitábamos avales.
Tardamos muchísimo en darnos cuenta de
que eso era lo de menos. Que era absolutamente prescindible. Fue por eso que –por
momentos- se derrumbaba algún trozo de nuestra pared. Porque era de durlock. Porque
la humedad en seguida la corroía. Porque no había firmeza. Porque éramos dos
niños jugando a la familia.
Pero. Un día. Alguna vez.
Pasó el camión de basura y casi casi
nos tira adentro. Entonces abrimos los ojos, nos sacamos la mierda de la cara y
decidimos desmalezar. Pero en serio.
Y para eso hay que cercar primero. Hay
que cerrar el patio. Para que no se metan okupas. Para que no entren cuatreros
a querer llevarse todo. Todo lo que tanto trabajo te dio. Te da. Nos da.
Después, cuando ya hace rato que
sembrás y recogés de tu propia siembra. Cuando hace rato que no necesitás
comprar en el súper. Cuando te acostumbraste a resolver con lo que tenés en la
heladera y en tu propia huerta… entonces ahí podés volver a abrirte. Podés invitar
a algunos. Siempre con la precaución de que tu casa es tuya. Y la energía que
allí circula depende de vos. De a quién dejás que entre y vibre allí dentro.
Los apáticos. Los envidiosos. Los inmaduros.
Los tristes. Las víctimas. Esos no deben compartir tu espacio. Tu templo (suena
cursi, lo sé, pero lo es).
No tengas miedo de negarte. De esquivarlos
con la fortaleza que requiera. Porque una vez que encontraste tu paz, tu
centro, tu energía, el rumbo, la garra, el brío… no es justo que un choto te la
arranque. Te la sople. Te la apague.
Solo vos –ustedes, nosotros- sabemos
lo que costó este verdadero encuentro. Esta honesta fusión. Esta inevitable
congruencia.
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