martes, 30 de octubre de 2018

El error


Ayer cometí un error. De los lingüísticos, que son los que más me joden. Saludé a una mujer usando un genérico que no es tal cosa. Le dije que conocía a su esposo. “Esposo no. Es mi pareja”. Clarísimo.

Yo y mis vestigios de tradicionalismo.

Yo y mis restos de educación católica apostólica romana.

Yo y mi pequeña mente que de a poco se va abriendo.

¿Qué carajo me cuesta decir “pareja”? Si, de hecho, me resulta muy de valiente no escudarse detrás de una institución, de un título abstracto, para armar algo juntos.

Hay que tener unos huevos –léase también ovarios- grandotes para mantener algo que conlleva esfuerzo solo por decisión. No porque nos unimos “hasta que la muerte nos separe”.

Estar casada por Iglesia no me da vergüenza. Pero sí me avergüenza que la Iglesia requiera de nosotros fidelidad, sostenimiento en el tiempo a costa de un amor que, de raíz está equivocado. El hombre –la mujer- no sigue amando ni quedándose en la casa porque alguna vez amó. Ese es el acabóse del matrimonio. Uno no se pone en pareja (no debería) para tener sexo seguro y cuidador/a de hijos. Pero en eso se convierten, en muchos casos, los matrimonios.

No sé las parejas. Tal vez no. Tal vez tengan la plena conciencia de sus limitaciones, de las limitaciones de la raza humana. Y se propusieron un plan que no requiere de terceros de otro plano para que les habiliten y certifiquen el proyecto.

No quiero ridiculizarme. No quiero ridiculizar mi propia decisión de haberme casado por Iglesia. Lo hice porque estaba en otro momento de mi vida. En aquel momento necesitaba una reafirmación externa.

Hoy. Hoy sé por dónde pasan las verdades en una pareja.

Sé de la importancia de la charla.

Sé de la necesidad de empatía.

Sé de los tiempos. De las tristezas.

De la paciencia. De los pequeños vicios que hay –no que perdonar- que acompañar.

Sé de los logros. De los orgullos. De las soledades vividas de a dos.

De compartir preocupaciones. Sé de confiar. De relajarme.

Sé de bailar muerta de risa. Sé de tirarme al piso a esperar las inevitables cosquillas.

Sé de llorar sin que me abracen, pero mirando a los ojos.

Sé decir. Sé expresar.

Esperar. Transitar.
Todo eso. No lo aprendí en el matrimonio. Lo aprendí viviendo en pareja.

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