miércoles, 10 de octubre de 2018

Desamor




Desamor

Había despertado en medio del desamor. También antes lo había sufrido. Lo había estado viviendo. Pero no se había permitido darse cuenta. Tal vez porque era joven. Quizás porque no tenía vara comparativa. Lo cierto es que ese amor que él le daba, le resultaba con gusto a poco. De eso se quejaba desde hacía rato. A su manera. A la manera de esa pareja –que no era tal cosa- que tenían juntos.

Ella no podía hablar. Porque no había lugar para la charla. Desde el principio. Había comprobado que la verdad, la honestidad, la despreocupación eran enemigas de la paz en esa relación. Había uno que era honesto hasta la médula. Tanto que no reconocía la posibilidad de haber dicho de más. Era ella la que silenciábase para encajar. Para encajarle. Después se preguntaría cómo era que había tolerado ciertas cosas. Tal vez se lo preguntaría de un modo demasiado acusador. Juzgándose. Reprochándose la falta de amor propio. Posiblemente, el amor que recibía –de una manera particular- de ese otro que la quería para sí, consigo, le servía de termómetro de su propio valor.

Pero ahora. Ante el desamor rotundo. Ante la ausencia contundente. Rubricada. Empezaba a descubrir que era ella la que se amaba poco y que era por eso que se había dejado querer, así de chotamente, por ése.

De ése hablo con cierto desdén, con cierto encono. Yo, narradora omnisciente, elijo un punto de vista parcial. Un enfoque dirigido. Tendencioso. Tal vez debería mirar –recortar- la cuestión de un modo más amplio. Decir también lo que fue sintiendo él -el ése del párrafo anterior-.

Ése estaba acostumbrado a eso. Ella había alimentado al feroz ego. Su aspecto, su rol en la historia familiar, su carácter irascible, su convicción en ideas rebeldes –aunque no tanto-, lo ubicaban en el lugar de estrellato. De estrellita. Ella había quedado cegada en su primera presentación. Le había parecido independiente, seguro, libre, maduro, resuelto, relajado, divertido, capaz, artístico. Sexy. No había podido ver todo lo demás. Lo que circundaba. Lo que explicaba. Lo que se escondía.

Fue descubriéndolo de a poco. Cuando ya estaba atrapada en las redes de una realidad que, de tan disímil de la suya, le resultaba, no solamente mejor, sino, resueltamente ideal.

Entonces.

No se ocupó de las faltas. De las múltiples carencias. Ella, que tan llena de virtudes estaba, ante el brillo –y la sombra- de un rutina amena, se monocromatizaba. Ninguna de sus actividades resultaban dignas de relato. De apreciación. Eran Sus propuestas. Sus planes. Ella era una muñeca, un adorno. Ojo. Era justamente que ese adorno no era puramente decorativo, lo que había hecho que él la eligiese por sobre otras. Porque él siempre tuvo claro que había otras. Que había miles.

Ella nunca se supo. Nunca se dio cuenta. Su mirada de sí misma no le permitía verse así. Como era. Deseable. Deseada.

Probablemente fuera ese el germen que infectó el precoz cultivo. Esos dos estaban destinados a fracasar. A desenamorarse. Pero no por el estrellato, ni por el egoísmo o la ausencia de empatía de él. No.  La debacle estaba esbozada en ese primer encuentro en el que se sintió como una groupie cerca del líder de su banda favorita –lo sé, es analogía que roza lo grasa, disculpe, querido lector-.

Era cuestión de desequilibrio, de desigualdad. Esa desigualdad mal entendida, que pone al hombre y a la mujer como sintiendo distinto. Y tanto nos hacen creer que los hombres y las mujeres sentimos distinto, -a lo largo de siglos y siglos de sociedad patriarcal-, que estamos convencidos (pero no convencides) de que los hombres no hablan, no entienden, no se dan cuenta, no les importa. Como si fuesen maquinitas insensibles, que solamente buscan coger –o estar tranca- y luego siguen en la búsqueda de otra más fértil para coger –digo, procrear- otra vez.

Y son ellos los más convencidos de tal pseudoverdad. De hecho, la defienden con sus propios actos. En sus propias vidas. Los hombres callan. Los hombres cagan. Los hombres no aman.

Pero.

Está lleno de hombres que sienten. Que se enamoran. Que son capaces de hacer cualquier cosa por la mujer que aman. Que remarcan y estimulan constantemente las virtudes, las elecciones, los goces de su pareja. Estén ellos incluídos o no. Hay hombres así. Los hombres son –pueden ser- así.

Ése. No sé. Tal vez hubiera sido. Pero ella –sus preconceptos, su autoestima- no le había dado la posibilidad de que lo fuera. De que lo intentara. Al final, él lo hacía para probarla. Para irritarla. Para demostrarse que ella no era para él. Y animarse a dejarla. A pesar de saber que era valiosísima.

Ese desamor, la obligaría a quererse.

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