Las leo.
Las escucho. A ustedes. A las jóvenes. A las audaces. Sus relatos refrescan
recuerdos que han quedado en el olvido, en lo más hondo de mi subconciente. Seguramente
reprimidos por vergüenza, por furia, por miedo.
Los vestigios van apareciendo
encadenados, como si la sensación de humillación despertara toda una serie de
imágenes degradantes, vergonzantes, que habían estado esperando para desplegar
su potencia –aunque toda mi vida estuvieron ahí generando su efecto-.
Aún hoy me asusta una tocada de culo
sorpresiva. Claro, lo más probable es que sea de mi esposo. De todos modos, si
es en un lugar público, tiemblo antes de darme vuelta. Porque no hay nada que
hacer después de que te tocaron el culo. De nada sirve enojarte, ni gritar, ni
exponerlo. Aunque lo hagas. De nada. Sólo queda sentirte mal. Sentirte culpable.
Estúpida. Usable.
Cuando no tenía ni 10 años, el chofer
del micro escolar me saludaba cada mediodía con el alegre apodo de “Jamoncito”.
Era extraño. Era simpático. Era un desubicado. Lo descubrí años después,
releyendo el acontecimiento con un novio celoso. Lo de jamoncito aludía a mi -ya en aquel entonces- llamativo
trasero. Prueba nº 1 de una lista innumerable de alusiones a mis atributos
físicos, sin detenimiento en mis valores espirituales.
Siendo aún una niña de 14 años, cuando
Moreno no alcanzaba el rango de municipio intransitable, caminaba yo hacia mi
casa desde el colegio para ahorrarme el gasto del colectivo. Lo hacía siempre
por el mismo camino. Eran las 13 horas de un día soleado. Había gente en las calles.
Un grupo de jóvenes un poco más grandes que yo charlaba frente a la puerta de
una casa. Tenía dos opciones. Pero en ese momento no las evalué. Simplemente tomé
coraje –porque hay que tener coraje para pasar por al lado de un grupo de
animales en celo- y avancé por el borde de la vereda. Serían 5, 6 tal vez. No sé
si dijeron algo. No sé si se rieron o se burlaron. Solamente sentí una mano
apretándome con fuerza el glúteo. No me detuve. No me di vuelta. Aceleré el
paso todo lo que pude. Con vergüenza. Con miedo. Tenía puesto un jogging azul
que me quedaba enorme. Siempre me había sentido espantosa con ese pantalón. Pero
cómoda. Cuando llegué a casa lo lavé. Con asco. Y no pude volver a usarlo. Sentía
que la culpa la tendría ese jogging, mi afán ahorrativo, mi incipiente
femineidad, mi cola llamativa moviéndose libre dentro del amplio pantalón.
Córdoba. Vacaciones con mis padres. Boliche
en Carlos Paz con la amiga que había viajado con nosotros. Pollera. Fiesta de
la espuma. Un dedo hasta la garganta. Vergüenza. Furia. Mugre. Ganas de llorar.
De salir corriendo.
Las únicas que se enteraban de estos
eventos eran las amigas, que eran silenciosas testigos y víctimas de lo mismo. Una
noche de diversión se cargaba –de golpe- con la mezcla de sensaciones. Esa invasión
indicaba que estabas buena, pero no eras lo suficientemente valiosa para que la
obtuvieran de vos en otras condiciones. Con tu visto bueno.
Volver de la facultad un sábado de
octubre era regalarle tu dignidad a algún pelotudo. Miles de veces debía una pensar
muy bien dónde iba a sentarse, ya que el juego de miradas incómodas arrancaba
antes de que lo hiciera el tren. Y, a medida que éste avanzaba rumbo a Moreno,
esas miradas iban dejándote desnuda, lamida, invadida, sucia. Eso, claro, podía
intentar ignorarse. Pero. Una apretada de culo es difícil de desoir. El viejo –muy
viejo- viajaba parado al lado mío. Podría haber sido mi abuelo, el abuelo de mi
abuelo. Sin embargo. El tipo tenía sangre en las venas –y en otras partes-. Y su
mano agarró lo que deseaba. Sin permiso. Sin miramientos. Sin respeto. Con pasiva
violencia. Me indigné. Le grité. Me alejé. Todos los pasajeros me miraban. Nadie
dijo nada. Yo era una loca vociferando en un vagón, arruinando un viaje que de
por sí era molesto para todos. Cada quien tiene sus problemas. Que a una minita
le toquen el culo en el tren es cosa de todos los días. Que se tape. Que use un
buzo en la cintura.
Recuerdo que mi primer novio me pedía
que usara un buzo en la cintura para salir al recreo. En aquella época mi
colita parada atraía miradas de los compañeros de colegio. Afortunadamente, a
eso me negué. Después no supe negarme a otras prohibiciones. En cambio, le
mentía. Me ocultaba. Era una sensación tan fea como la que tenía cuando volvía
a casa después de prenderme un cigarrillo en compañía de una amiga. Temblaba cuando
saludaba a mi papá al entrar a casa. Él prohibía. Yo mentía. Ellos prohibían. Yo
zafaba como podía. Porque el deseo seguía estando.
Sigo.
Ya más grande. Respetable profesora de escuela
secundaria. Los intentos adolescentes no cuentan. Eran adolescentes probándome –probándose-
su masculinidad. Solían chiflarme el primer día de clases en mi intento inicial
de escritura en el pizarrón. Eso se desactivaba fácilmente. Incluso era
sencillo volver al aula después de desayunarme con una grafiteada en honor a mi
cola en el patio del colegio. Pero.
No fue sencillo enfrentar a directivos
hombres que me miraban el culo apenas me daba vuelta. No porque no sea capaz de
usar mi sensualidad. La sensualidad de cada uno de nosotros está allí para ser
aprovechada, implementada, escurrida. Si sos simpático, si sos alegre, si sos
carismático, inteligente, gracioso… entonces a la gente le gustás. A la gente
le resultás interesante, agradable, simple. La sencillez, la honestidad, la
calma son algunos de los atributos más seductores. Y si, además tenés un culo –lindo, feo,
caído, parado, grande, chico, fofo, duro, como sea- entonces llamás la
atención. Muchas veces, algunos usan como excusa esa virtud física para eludir
todas las otras que tenés. Porque, aparentemente, si estás buena sos boluda. O trola.
O fácil. Tonta tal vez. Inepta. De todos esos juicios tuve que defenderme
alguna vez. Como si el alma y el cuerpo fueran opuestos. Como si mi alma dijera
algo y mi cuerpo otra cosa. Yo soy lo que soy. Por dentro y por fuera. Si estoy
feliz tengo energías para moverme. Si me muevo soy feliz.
Mi director afirmaba frente a todo el
mundo que mis clases eran exitosas porque los pibes me miraban el culo. Yo lo
miraba a él, sonriendo (en aquel
entonces no me animaba a más) y agregaba: -Sí, por eso también.
Cada vez que él hacía un comentario
como ese, mi CV, mi desempeño dentro del aula se empequeñecían, se empobrecían.
Era un remate. Mi autoestima se iba por dos pesos. Por suerte, pude escapar
también de ese violento. Como de muchos otros que creen que por ser mujer y
tener culito no estás a la altura de un montón de cosas. Creo es que son ellos los que no se animan a
hablar con una mina inteligente y linda de cualquier tema. Tienen miedo de que
expongas su virilidad, sus ganas, su calentura.
Por suerte. Hay algunos que saben que
para cogerte, primero tienen que volverte loca intelectualmente. Que saben que
para tocarte el culo, primero tienen que valorarte. Que no se olvidan de
decirte algo motivador al oído antes de meterte la mano por debajo de la
pollera.
Podrán tener violentamente nuestros
cuerpos. Pero jamás nuestro deseo.
Afortunadamente, querido
lector, no tengo nada grave para contarte. Solo estos pequeños episodios que,
de todos modos, hicieron mella en mi espíritu adolescente y de joven mujer. Mujer
que aprendió que, al pasar por ciertos lugares, hay que enfrentar a los 5
pelotudos que te gritan barbaridades. Y que, en otras situaciones, solo queda
intentar desaparecer
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