Ella había sido
dócil. Había sido rebelde. Había estado en cualquiera. Había creído que eso era
todo. Había tocado fondo.
Después. Algo.
Un vestigio de
amor propio, o, más bien, de loba protectora de su cría. Porque cuando el
bardo, el desdén, el vale todo, se había llevado consigo –menos mal, todo pasa
por algo- un feto en crecimiento, ese ser que, después de un empujón –así, de
lleno, con el vientre-, había ido a parar sin escalas al inodoro, ahí no hay
retorno.
Luego. Un
hospital público. Una sala de espera roñosa. El cadavercito en la cartera. Ahí.
Ella encontró el cierre.
Tal vez le hizo
falta que se le expusiera así de insoportable el dolor que era capaz de
provocar ese violento. Hasta entonces, ella no había sentido que ese odio podía
destruirla. Estar con él era demostrarse a sí misma cuánto era capaz de sufrir.
Si la habían dejado sola sus propios padres cuando aún no era capaz de atarse
los cordones, y todo lo había aprendido sola…. ¿Por qué no iba a ser así de
solitario, de cruento, de opresivo el matrimonio, la maternidad?
Además.
Un hijo débil.
Constantemente enfermo. Al que no podía abandonarse al dulce sueño, porque se
ahogaba con su propia flema. Toda su vida se recubrió de miedo. Ser madre, de
ese hijo, producto de ese padre, era estar al borde del abismo.
La salud del niño
solamente podía ser síntoma de una familia sin bordes. Nunca más conoció la
paz. Porque todo lo que una madre piensa cuando está sola con su propia imagen
materna y los propios sueños, -que a veces tiñen de colores una realidad que es
negra-, es una ilusión. Mejor, una desilusión.
Todo lo que nos
ocurre cuando formamos una familia –y más aún si es como en este relato: de
sopetón- no es más que un cóctel cuyos ingredientes son lo experenciado y lo
idealizado.
Pues.
El fracaso. Y
después del fracaso, la frustración. Que hunde, primero. Inmoviliza, después. Y
degrada, infecta, por último.
Pero.
Un aborto
producto de un golpe. La descarga violenta que equivocó su blanco. Y la
definitiva apertura de párpados. El fin. El comienzo. Separación. Reparación
–lenta, lentísima, interminable- de la autoestima. La culpa por la familia rota
por decisión personal. El acoso del otro que pide perdón por un acto que no lo tiene.
El miedo que
empieza a abrirse camino. Porque antes era solo una sensación. Ahora el miedo
es el que le permite correr por su vida. Por su entereza mental. Porque de ahí
saldrá la entereza de su hijo. La del que quedó vivo.
Pelearla sola,
con veintitantos años, con sus habilidades, con su fortaleza, para comprarles
pañales y medicamentos al frágil niño. Recubrirse de certezas y carcajadas para
ocultar sus heridas. En esta vida no hay tiempo para charlar sobre lo sentido.
Sobre lo sufrido. Entretenerse en relaciones vanas. Buscar un cariño paternal
en sujetos equivocados. Resistir el día a día depositando odios en culpables
inocentes. Ver cómo su hijo crece parecido a ese padre y tan marcado por dicho
vínculo como ella. Resistir sus preguntas. Sus indagaciones. Sus ausencias de
los fines de semana. A veces, cuando se va a casa del padre.
Y, un día, tal
vez, enamorarse. Encontrar al opuesto. Al calmo. Al silencioso. De tanto evitar
el caos, se metió en la maraña de la discreción, de la omisión. Casi casi de la
afasia. Y se volvió afónica.
Por eso su
devenir es padecimiento. Es inacción. La actividad, las decisiones llegan a su
nueva familia a través de una fuerza imparable. Aunque finja quietud, aunque
finja sosiego, su acontecer le señala –como un cartel luminoso en Broadway- que
está haciendo las cosas mal.
Entonces.
Te pasa de todo.
Estás meada por elefantes. Tenés mala leche. La vida es una garcha.
Pero, en
realidad, la que sigue decidiendo mal, sos vos. Ella. Que aún no aprendió a
quererse. Y, en consecuencia, sigue entregando y –si bien ahora recibe más que
antes- no encuentra su plenitud. Ni la avizora. Porque para encontrarla,
primero tiene que sanarse. Hacerse cargo de sus culpas, de sus decisiones. Y
perdonarse. Mimarse. Valorarse.
Para que, luego,
todos los amores tan grandes que la rodean, le devuelvan el favor. Porque su
energía vital, contagia soluciones, proyectos. Finales felices.
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