jueves, 4 de octubre de 2018

Reversión en ficción: Inercia y rechazo



Se precipitaba de una relación a otra porque no tenía energías –ni interés-  para revisar los porqué.

Prefería pasar de un fracaso a otra muerte anunciada sin observarse. Sin revisarse. Como si los cortes fuesen avatares. Como si los ciclos no fueran rítmicos.

Lo terrible –temible- era que él parecía clavado a la tierra. Incapaz de crecer. En él sólo había raíces. Antiguas. Que podían cortarse súbitamente, cuando comenzaban a apretarle, a rodearlo.

También es cierto que era chico. Y que no hubiese podido –aunque lo intentara- ser perfecto. Cuidadoso. No digo honesto. Porque a veces la honestidad es un defecto.

Él no sabía guardarse una verdad. No le era posible bajarle el volumen a una idea cotidiana. No podía distinguir entre “no lavo ni una taza” y “no quiero tener hijos”.

Algunas cuestiones son trascendentales. Otras son pelotudeces. Él quería ganarlas todas. Y ella –ellas- se hichaban las pelotas.

Un día, por cansancio, probó algo distinto. Empezó a mentir. Ya que su honestidad le resultaba un problema, empezó a velar. A callar. A trocar. A distanciarse.

Cuando arrancan las mentiras, arranca el principio del fin.

Y, él, cada vez. Otra vez.

Al principio mentía. Harto de no poder ser, se escondía en el parecer. No sabía largar todo a la mierda antes de probar. Tal vez era un cobarde. Tal vez, un egoísta. Tal vez amaba mucho en serio. Pero no lo suficiente. A lo mejor se quería tan poco que buscaba boicotearse.

Esta vez.

Allí va. Su vida en una valija. Su historia desnuda. Sin escenario para ser contada. Solo. Ausente. Olvidable. Terminado.

                                     O no.

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