Se precipitaba de una relación a otra porque no tenía energías –ni interés- para revisar los porqué.
Prefería pasar de un fracaso a otra muerte anunciada sin observarse. Sin revisarse.
Como si los cortes fuesen avatares. Como si los ciclos no fueran rítmicos.
Lo terrible –temible- era que él parecía clavado a la tierra. Incapaz de
crecer. En él sólo había raíces. Antiguas. Que podían cortarse súbitamente,
cuando comenzaban a apretarle, a rodearlo.
También es cierto que era chico. Y que no hubiese podido –aunque lo
intentara- ser perfecto. Cuidadoso. No digo honesto. Porque a veces la
honestidad es un defecto.
Él no sabía guardarse una verdad. No le era posible bajarle el volumen a
una idea cotidiana. No podía distinguir entre “no lavo ni una taza” y “no
quiero tener hijos”.
Algunas cuestiones son trascendentales. Otras son pelotudeces. Él quería
ganarlas todas. Y ella –ellas- se hichaban las pelotas.
Un día, por cansancio, probó algo distinto. Empezó a mentir. Ya que su
honestidad le resultaba un problema, empezó a velar. A callar. A trocar. A distanciarse.
Cuando arrancan las mentiras, arranca el principio del fin.
Y, él, cada vez. Otra vez.
Al principio mentía. Harto de no poder ser, se escondía en el parecer. No sabía
largar todo a la mierda antes de probar. Tal vez era un cobarde. Tal vez, un
egoísta. Tal vez amaba mucho en serio. Pero no lo suficiente. A lo mejor se
quería tan poco que buscaba boicotearse.
Esta vez.
Allí va. Su vida en una valija. Su historia desnuda. Sin escenario para
ser contada. Solo. Ausente. Olvidable. Terminado.
O no.
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