Ya lo escuchaste muchas veces. Ya lo
dije antes. Nos movemos por deseos. Aunque los ocultemos, aunque nos hayamos
acostumbrado a esconderlos.
No podemos negar la autenticidad de
nuestros sentidos. No podemos eludir que la sensualidad es guía, un mentor
incondicional.
Aunque a veces cometamos errores –producto
de una sensualidad infértil, que nos conduce a terrenos abortivos-, en general,
la libido establece una conexión con nuestras verdades más legítimas. De modo
que, cuando entramos en sintonía con ella –cuando somos sensuales y nos dejamos
seducir- empalmamos con lo más erótico de nosotros mismos.
El hombre (el sujeto) es el único ser
vivo que experimenta y practica el erotismo. Es con esto que el sexo se
transforma en un terreno donde arraiga la humanidad. Lo profundamente humano.
Ojo. El erotismo está presente en toda
suerte de vínculos, que no necesariamente conducen al desahogo de la
eyaculación –masculina o femenina, je-.
De hecho -ustedes ya lo saben-, la
sexualidad es erotismo en las culturas que más concientes son del genuino
encuentro entre alma y corporeidad.
A veces me erotizo sola. A veces me
seduce una palabra. Una voz. El contenido de una mirada. El estallido de una
risa. El baile de una hoja. La calidez de una escena familiar. Un dedo en el
lugar preciso. Una frase junto a un tono. Un: “Yo me encargo de la comida”. Un:
“Me encanta como escribís.”
Nunca me excita que dejen de lado mi
intelectualidad. Me excita seducir con mi escritura. Aborrezco que –antes de
hacer referencia a mis escritos- aludan a mi cola.
Algún día –ojalá- seremos más libres,
más verdaderamente humanos, y podremos dejarnos seducir, a cada paso, en cada
instante, por lo que nos hace bien de los otros, por lo que los hace brillar.
Debería excitar la plenitud ajena. Los
hombres que escuchan. Las mujeres que se quieren.
La sensualidad no necesita de ningún
vestuario –no porque se ate a la desnudez, no-. La sensualidad no requiere de
poder, ni de atributos físicos.
La sensualidad está dentro de nuestro
caudal humano. Solo hay que dejarlo asomar, aflorar.
Entonces.
Vas a tener ganas de reír. De crear. De
pensar. De resolver. De empezar. De completar. De jugar. De moverte. De salir. De
tropezar. De escuchar.
Ya no vas a querer tener. Porque vas a
necesitar transitar. Digerir. Procesar.
Y, pues, vas a hacer lo que los
humanos hacemos con tantas variantes, con tanta entrega. Vas a coger un montón.
Todo el tiempo. A cada rato. Con vos mismo. En tu cabeza. Con el otro.
Coger viene del término latino colligere.
Está formado por dos partes: el prefijo com-
que alude a reunión, convergencia, y el verbo –legere, que hace referencia a la inteligencia, a elegir, a leer.
¿Queda alguna duda, entonces, de que
no hay un acto más humano que coger?
Cuando cogemos activamos las dos zonas
que erotizan. Se reúnen los sentidos y el intelecto, el juicio, la imaginación.
El mundo sensible se enriquece con el mundo fantaseado, fabulado, soñado.
Cogemos para cumplir nuestras
invenciones. Cogemos para descargar nuestros cuerpos y nuestras mentes.
Por tanto, el otro, los otros, la
otra, las otras, el plomero, el pizzero, el profesor, la alumna, la mucama, el
cura, el doctor, la secretaria, su esposa, su esposa, esa pareja, una voz, un
famoso, un secreto, una mirada, una idea, una sonrisa, se vuelven carne en un
acto sexual que está cargado de la sensualidad de la que se nutrió tu cabeza,
tu morbo. Y no necesariamente de la imagen de un culo, ni de esa perfección.
No arrastres a tu sensualidad hasta un
rincón de tu habitación. No la aplastes en el fondo del placard para buscarla
un sábado a la noche, obligadamente, porque hace mucho que nada. No la escondas
debajo del cansancio, de la ya mentada inercia. No la abandones en los
recuerdos de juventud. No se la adjudiques a otros.
Tu sensualidad te mantiene vivo. No te
hablo del vulgar porno que te llega al celular –aunque es genial que tengas al
menos ese método para conectarte con tus ganas-. No me refiero a las imágenes
idealizadas en películas medio pelo como “Las sombras de Grey”. Te estoy
diciendo que es la sensualidad retroalimentada en cada gesto la que te hace
vibrar. Porque necesitás vibrar para levantarte, para laburar, para reír, para
proyectar, para crecer, para coger. Y vuelta a empezar.