domingo, 30 de septiembre de 2018

Sensualidad


Ya lo escuchaste muchas veces. Ya lo dije antes. Nos movemos por deseos. Aunque los ocultemos, aunque nos hayamos acostumbrado a esconderlos.

No podemos negar la autenticidad de nuestros sentidos. No podemos eludir que la sensualidad es guía, un mentor incondicional.

Aunque a veces cometamos errores –producto de una sensualidad infértil, que nos conduce a terrenos abortivos-, en general, la libido establece una conexión con nuestras verdades más legítimas. De modo que, cuando entramos en sintonía con ella –cuando somos sensuales y nos dejamos seducir- empalmamos con lo más erótico de nosotros mismos.

El hombre (el sujeto) es el único ser vivo que experimenta y practica el erotismo. Es con esto que el sexo se transforma en un terreno donde arraiga la humanidad. Lo profundamente humano.

Ojo. El erotismo está presente en toda suerte de vínculos, que no necesariamente conducen al desahogo de la eyaculación –masculina o femenina, je-.

De hecho -ustedes ya lo saben-, la sexualidad es erotismo en las culturas que más concientes son del genuino encuentro entre alma y corporeidad.

A veces me erotizo sola. A veces me seduce una palabra. Una voz. El contenido de una mirada. El estallido de una risa. El baile de una hoja. La calidez de una escena familiar. Un dedo en el lugar preciso. Una frase junto a un tono. Un: “Yo me encargo de la comida”. Un: “Me encanta como escribís.”

Nunca me excita que dejen de lado mi intelectualidad. Me excita seducir con mi escritura. Aborrezco que –antes de hacer referencia a mis escritos- aludan a mi cola.

Algún día –ojalá- seremos más libres, más verdaderamente humanos, y podremos dejarnos seducir, a cada paso, en cada instante, por lo que nos hace bien de los otros, por lo que los hace brillar.

Debería excitar la plenitud ajena. Los hombres que escuchan. Las mujeres que se quieren.

La sensualidad no necesita de ningún vestuario –no porque se ate a la desnudez, no-. La sensualidad no requiere de poder, ni de atributos físicos.

La sensualidad está dentro de nuestro caudal humano. Solo hay que dejarlo asomar, aflorar.

Entonces.

Vas a tener ganas de reír. De crear. De pensar. De resolver. De empezar. De completar. De jugar. De moverte. De salir. De tropezar. De escuchar.

Ya no vas a querer tener. Porque vas a necesitar transitar. Digerir. Procesar.

Y, pues, vas a hacer lo que los humanos hacemos con tantas variantes, con tanta entrega. Vas a coger un montón. Todo el tiempo. A cada rato. Con vos mismo. En tu cabeza. Con el otro.

Coger viene del término latino colligere. Está formado por dos partes: el prefijo com- que alude a reunión, convergencia, y el verbo –legere, que hace referencia a la inteligencia, a elegir, a leer.

¿Queda alguna duda, entonces, de que no hay un acto más humano que coger?

Cuando cogemos activamos las dos zonas que erotizan. Se reúnen los sentidos y el intelecto, el juicio, la imaginación. El mundo sensible se enriquece con el mundo fantaseado, fabulado, soñado.

Cogemos para cumplir nuestras invenciones. Cogemos para descargar nuestros cuerpos y nuestras mentes.

Por tanto, el otro, los otros, la otra, las otras, el plomero, el pizzero, el profesor, la alumna, la mucama, el cura, el doctor, la secretaria, su esposa, su esposa, esa pareja, una voz, un famoso, un secreto, una mirada, una idea, una sonrisa, se vuelven carne en un acto sexual que está cargado de la sensualidad de la que se nutrió tu cabeza, tu morbo. Y no necesariamente de la imagen de un culo, ni de esa perfección.

No arrastres a tu sensualidad hasta un rincón de tu habitación. No la aplastes en el fondo del placard para buscarla un sábado a la noche, obligadamente, porque hace mucho que nada. No la escondas debajo del cansancio, de la ya mentada inercia. No la abandones en los recuerdos de juventud. No se la adjudiques a otros.

Tu sensualidad te mantiene vivo. No te hablo del vulgar porno que te llega al celular –aunque es genial que tengas al menos ese método para conectarte con tus ganas-. No me refiero a las imágenes idealizadas en películas medio pelo como “Las sombras de Grey”. Te estoy diciendo que es la sensualidad retroalimentada en cada gesto la que te hace vibrar. Porque necesitás vibrar para levantarte, para laburar, para reír, para proyectar, para crecer, para coger. Y vuelta a empezar.

manifiesto


Manifiesto

¿De qué dudo?

¿Si Estoy escribiendo para sobrevivir?

¿Si escribir me hace sentir viva?

Si saber que mi escritura repercute, orada, desvela, devela, revela, rebela, me resulta inspirador...

¿Cómo puedo siquiera pensar en dejar de irritar?

Entre mi escritura y mis fotos no hay corte.

No hay barra disyuntiva.

No hay sin embargo.

No hay podría ser.

Ni lo voy a repensar.

Mis fotos muestran mi alma. La exponen como en una radiografía. Pero sin más maquinaria que mis letras, mis cadencias, mis asonancias, mis disonancias.

Perdonen, todos ustedes que no me quieren coherente. Que no me aceptan honesta. Que no me quieren en carne viva, con las entrañas expuestas, como después de una cacería.

Aquí no hay matanza. Pero hay despellejamiento. De mí misma frente a ustedes (no por egolatría, sino porque me sé capaz de transmitir mi dolor, para arrancarte de la desolación, de la angustia, de la desesperación, de la mediocridad, de creerte imposibilitado en la búsqueda de tu propia plenitud).

Decía que me despellejo ante sus ojos para regalármeles.

Pero también está el despellejamiento que tu sociedad –trémula, cobarde, banal, vetusta, saqueadora, victoriana, falsamente “cool”- hace de mí. De esta mujer a la que algunos conocen cara a cara y les parece demasiado real para ser tan loca.

Dejá de juzgar.

Empezá a leer.

Para leerte.

Para encontrarte.

Para sanarte.

jueves, 27 de septiembre de 2018

Culpa


Lo llamativo es que nos obligamos a sentir que no tenemos derecho a nuestra intimidad, a nuestro goce. Nos invade la culpa. Hago aquí un comentario lingüístico, etimológico: la culpa, para los romanos, no era un sentimiento. No había posibilidad de que la culpa viniera de adentro. Siempre se señalaba desde afuera. Desde el culpator. Un agente que venía a indicar que alguien era culpable de algo.

Cuando nos culpamos, no disfrutamos. No nos damos cuenta de que, sin deleite, todo se vuelve choto. Incluso su propio disfrute. Que no es lo suficientemente sano ni sanador, porque: “Como mamá no estaba disfutando…”

Hay que aprender a decirles: “Che, estoy disfrutando. Sí. Y voy a seguir disfrutando un rato más. Porque me lo merezco. Así que rajá. Ponéte a hacer algo mientras mamá disfruta”.

Entiendo la naturalidad de la reacción femenina. Durante meses, el pibe quiere teta. Necesita teta. Quiere upa. Necesita upa. (Sí, ya sé… y si no la recibió ¿qué? ¿Es infeliz? No. La verdad que infeliz no. Pero sí bastante medio pelo. A no ser que te hayas ocupado de crear vínculo, sí -ese- de algún modo alternativo, sucedáneo, cercano.)

Estamos convencidas de que tenemos que entregarnos a la maternidad. Tenemos que ser capaces de capitular nuestras necesidades a partir del día en que llegan los hijos. Nos acostumbramos a bañarnos en medio segundo, a cagar con un chico mirándonos a los ojos, a tragar en vez de masticar. Nos resulta lógico que nuestros cuerpos empiecen criar grasa y a volverse fláccidos. Nos sentimos espantosamente abandónicas cuando salimos con amigas después de haber tenido un día de laburo. Lloramos en silencio –si es que nos permitimos llorar- porque no soportamos ver cómo nuestros días pasan en medio de una monotonía de pañales, caprichos, leche, desorden-orden-desorden y juegos que nos terminan alienando. A veces la maternidad es muy sacrificada. A veces la maternidad no nos hace felices.  Tenemos que poder resolver –solas- las dificultades intrahogar. Porque los hombres se rompen los huevos con los problemas.

Aunque.

Esos eran otros hombres. Eran egoístas. Machistas. Débiles. Insulsos. Los hombres –el mío- son grosos. Valen la pena.  Cuando su acompañamiento es estructural, continente, sólido. Cierto. Nuestro.

Entonces.

No competimos. No nos juzgamos. No nos odiamos.

Nos hacemos crecer. Somos mutuos trampolines.

En definitiva: somos culposas. Insufriblemente culposas. Ni nosotras mismas nos fumamos así como somos. Somos tan inseguras (a veces de tan, nos hacemos las boludas creyéndonos genias superadas, para no replantearnos cuántos errores cometemos y lo que los mismos producen, cual efecto mariposa) que todo se vuelve una entrega sacrificada y solitaria.

Es que ser madre es un compromiso. Y, para ser responsablemente madres, hay que estar bien concientes del futuro, mejor dicho, del presente del alma trascendente de nuestros hijos.

Por eso hay que saber escuchar. Escucharlos. Pero primero escucharnos. ¿Qué madre podrá enseñar plenitud, calma, simplicidad, si no disfruta de su propio acontecer? ¿Qué le estás contando a tu hijo sobre la vida cada vez que corrés, que puteás, que no te conectás?

Debería estar prohibido ser madre así de chotamente. Con tanta hipocresía. Con tanta inmadurez.

 Las madres deberíamos juntarnos periódicamente con otras madres –sanas, claramente- que nos ayuden, a través de sus propias experiencias y sus propias sensaciones a transitar la desolación, la angustia, la inestabilidad, la culpa que nos genera este rol.

Nuestros esposos deberían estar a la altura. Ellos también deberían conectarse consigo mismos, con nuestros agobios. Con los caprichos de sus hijos.

Las abuelas, los abuelos, los tíos y las tías –léase también grandes amigos de los padres- deberían regalarnos una noche al mes para que salgamos en pareja. Para acordarnos de porqué alguna vez nos elegimos. Para morirnos de risa. Para coger en la cocina. Para acostarnos tarde y levantarnos al mediodía. Para reencontrarnos. Para volver a ser solteros y despreocupados por unas horas.

Cada tanto, también, deberíamos tener un rato a solas. Solas con nosotras mismas. Solos con ellos mismos. Regalarnos ese rato de introspección que permite reevaluar todo lo que nos circunda. Revisar nuestros enojos. Entender nuestras eternas trabas.

Si fuéramos los suficientemente concientes de la importancia del día a día, del minuto a minuto…

Si estuviéramos conectados con las miradas de los hijos, con la fuerza de nuestras palabras y tonos…

Si nos animáramos a ser tan animales como los vínculos lo requieren (no los superficiales, no los triviales).

Si dejáramos que nuestros actos fluyeran con nuestras corazonadas…

Si pudiéramos decir con claridad y en voz bien alta –no, no a los gritos- lo que necesitamos, lo que buscamos, lo que deseamos…

Entonces seríamos tanto más coherentes. Tanto más verdaderos. Tanto más felices.

No podemos ser en soledad. No. Claro. Pero tampoco podemos ser escondiendo nuestros apremios, nuestros ahogos. Porque ese modo de ser –encriptado, resentido- nos hunde. Nos vuelve míseros y miserables. Mezquinos.

Y, justamente, para ser padres, hay que dejar atrás la culpa. Hay que desembarazarse de la mirada rectora, del dedo acusador. Mirémonos con misericordia. Porque es ese el único modo sano de mirar.

Y mirarse.

Perdonarte.

Y avanzar. Sin peso. Liviano y experimentado. Libre y sabio.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Así nos criaron


Nos enseñaron que los Lobos son peligrosos. Mortales.

Nos enseñaron que la Magia da miedo. Que lo que no se explica a través de lo visible es cosa e’ Mandinga. Y por eso, había que escaparle, negarlo.

Nos dijeron que menstruar es sucio. Nos dijeron que había que disimularlo. Que no teníamos derecho a sentirnos raras, sensibles, hinchadas.

Nos convencieron de que el sexo es vergonzoso. Que nuestros cuerpos dan pudor.

Nos machacaron con la idea de que la masturbación es ignominiosa, vergonzante, oprobiosa.

Nos enseñaron a traicionar nuestra naturaleza. A esconderla.

Nos adoctrinaron en que no se puede sentir atracción por nadie más que la pareja.

Nos aleccionaron en el temor. En el silencio.

Hemos aprendido a ahogar nuestras corazonadas, nuestros instintos. Ni hablar de nuestros sentimientos.

Ya no tenemos derecho a sentir. A emocionarnos. A quejarnos. A negarnos.

De este modo, con esta estrategia de control tan maquiavélica, también aprendimos a desresponzabilizarnos de nuestros errores. Nos dieron la técnica ideal para no hacernos cargo de nuestra quietud, de nuestra cobardía.

Hemos negado la fidelidad a nosotros mismos, porque para eso hacen falta sujetos pensantes, críticos, activos.

Coca Cola, Cerveza, Sushi, Fútbol, Joda con amigos, Compras, Netflix, Hockey, Supermercado, Peluquería, Barbería, Tinelli, el programa sobre Tinelli, Niñera, Chocolate, Juguetes, súper fiestas de cumpleaños, Noticiero. Pan y Circo. El pancho y la gaseosa.

Así de estúpidos. Así de manipulables. Somos enfermos controlados por una sociedad psicópata. Y, de yapa, nos volvemos psicópatas también, sobre otras víctimas. Los juzgamos. Los censuramos. Los criticamos. Intentamos cortarles las alas.

Pero. La Verdad.

Los lobos son símbolo de fuerza, de poder, de brío. Se manejan en manada: señalan la necesidad de los seres humanos de vivir en tribu. De volver a la manada para sentir la contención, el calor, la protección. El lobo de la estepa es solitario, por lo cual se conoce. Se tolera. Sabe manejar sus impulsos y respetar sus necesidades. Sabe volver con su manada. El lobo protege o destruye. La cuestión está en saber controlar, encauzar a nuestro lobo interior. La fuerza del lobo es la que nos permite movernos, atrevernos, enfrentar peligros. Desafiar temores. Las mujeres somos lobas feroces, o lobas tiernas y protectoras. Nada más parecido a lo animal que una mujer cuidando de su hijo, amamantándolo, protegiéndolo de los peligros sociales con un consejo cariñoso, certero y cargado de valor.

La Magia existe. Pero entendida como energía que fluye. El universo es movimiento. Todos los gestos de la naturaleza, de nuestros hijos, de nuestro alrededor, son interpretables. El Tarot no hace más que mostrarnos lo que sentimos, cómo nos vemos. La Magia existe. Brujas hay. Son herramientas para transitar confiados aquello que nos genera miedo o desasosiego. Así como los antiguos griegos y romanos leían el velo de los pájaros o las entrañas de los animales. Así como depositaban en sus lares familiares el desarrollo del día por venir. Así, nuestra energía y nuestra disposición frente a los hechos es la Magia que circula y a la que debemos abrirnos, dejarnos seducir. Penetrar. Fluir. El diablo no mete la cola. Tal vez alguna persona con malas intenciones. Pero la responsabilidad sigue siendo nuestra, por darle lugar para meterse en nuestras vidas. Si estuviéramos atentos a la energía, a la magia circundante –que no es más que confiar en nuestras guts- entonces no habría ningún diablo, mala leche, azar a los cuales culpar.

Sí, menstruamos. Una vez por mes somos un asco de sangre. De coágulos a veces. Por fortuna. Así nos limpiamos, nos renovamos. Somos tan geniales que nuestro cuerpo tiene un método natural para liberar toxinas a baldazos. Gracias a nuestras inmundas y maravillosas menstruaciones la humanidad existe. Hay que hacerle un monumento –como hacían, otra vez, las antiguas civilizaciones- a la madre fértil. Somos exuberantes, pródigas. Somos vida. De nada de eso hay que avergonzarse. Hay que gritarlo. Hay que festejarlo. Y, si tu feminidad no pasa por la procreación de hijos, seguramente pasa por algún otro tipo de creación. No podemos pasar por la vida (ni loas mujeres ni los hombres) sin crear. Tu fecundidad puede ser de la forma que elijas. Tu arte es tu hijo. Tu arte es lo que te ponga en contacto con tu interioridad, con tu goce. Con la plenitud. Honesta. Profunda. Sin disfraces.


Mi primera vez. La primera vez que sentí deseos. Que tuve ganas concientes de coger. Esa vez, me escondí –con la foto en una revista Gente de un famoso en cuero- y me excité. Me toqué. Me masturbé. Sentía vergüenza cada vez que terminaba de hacerlo. Primero, el ímpetu. Luego, la humillación. El propio hostigamiento. Con nadie me animé a hablar de esa sensación que me inundaba a veces. Y que después del inocente acto, me dejaba cargada de penas.

Me enteré de lo que era hacer el amor, tardíamente, a través de la voz de una compañerita más avivada. Y otra vez, fue un secreto que no discutí con nadie más. En casa no se hablaba de sexo, de deseos, ni de necesidades internas. ¿Cómo iba a disfrutarse la propia existencia si no se estaba en contacto con las pasiones más profundas, más reales, más inapelables?

Aprendí a negar mis impulsos. A tener vergüenza de mi manera de pensar. Del cauce natural de mis pulsiones. Lo peor de todo es que –en estas circunstancias- uno aprende a manejarlas, a encauzarlas a través de los derrumbes, de los golpes, de las caídas. El dolor, en vez de la palabra. En vez de la expresión: vendar heridas. Taparlas. Sin que cicatricen. Pudriéndose por dentro.

En definitiva: sí. Todos tenemos ganas de coger. De sentirnos deseados. De tocar y de que nos toquen. De lamer. De salivar. De empaparnos. La pena es que se aprenda a esconder esos deseos. Esas verdades. Somos lobos, lobas. Entramos en celo. Periódicamente, si no todo el tiempo. Y los que no, las que están medio secas… Es porque algo están haciendo mal. Yo también estuve seca. El camino recorrido me secó. Pero, asimismo, el descubrimiento, el reconocimiento, el perdón, me permitió ser fuente inagotable. Un río desbocado en cada orgasmo. Todas acabamos. Si estamos conectadas. Si fluimos. Otra vez, el agua limpia, nuestro orgasmo húmedo –si no caudaloso- nos sana. Y a ellos también. Je.

Y, en esta línea, por qué ocultar que nos gustan otros. Que nos seducen otros cuerpos. Y nada más. Y nada menos. Se ríen del poliamor. Se horrorizan del swingerismo. Se ríen porque tienen miedo. Se horrorizan porque no confían ni en sí ni en el otro.  Cada uno vive el sexo, lo auténticamente animal del sexo, como se le cantan las pelotas. Hay momentos para todo en la profundidad de un vínculo de pareja. En la comunidad verdadera de dos almas que se respetan, que se sienten una, pero que se saben –en definitiva- dos. Ese es el verdadero respeto. El verdadero Amor. Y el sexo, es una manifestación de ese amor, claro. Pero no la única. No la auténtica. Hay otras: mirarse, escucharse, compartir, cuidarse, impulsarse, enorgullecerse de los logros del otro. Y seguramente se les ocurran muchas más… suyas, íntimas.

El cuerpo. Mi cuerpo. El cuerpo de mis hijas. Ellas se tocan. Tienen edad para hacerlo. Les pido que lo hagan en la intimidad de su habitación, en la bañera. Pero nada más. Me encanta que se reconozcan, que se conozcan, que se gocen. Yo aprendo tarde a gustarme, a admirarme, a emebelesarme con mi propia imagen. A muchos no les gusta. A muchos les parece que tengo defectos Tiene celulitis”, “Tiene pancita”. Sí. Todo eso. Porque soy una mujer que ha recorrido. Que ha disfrutado. Que ha sufrido. Y mi cuerpo tiene todas esas marcas. Esas cicatrices.






martes, 25 de septiembre de 2018

Picazón


Hay veces en las que ya no podés seguir haciéndote el boludo. Tal vez hubo un tiempo en el que te tapaste los oídos lo suficientemente bien como para no escuchar. También te vendaste los ojos porque mirar de frente implicaba un reconocimiento para el que no estabas preparado. O no querías estarlo. O, tal vez –vamos a darte un poco de crédito-no tenías herramientas para enfrentarlo.

Lo cierto es que llegaste hasta este punto de tu vida y hay cuestiones que te producen escozor. Vivís con la sensación de tener hormigas en el cuerpo. Por más que estés a mil, por más entretenido y ocupado que estés, esa sensación de hormigueo, no se va nunca. Pero bueno, como no hay nada que no se pueda tolerar, como para entender esa alergia hay que entenderse a uno mismo, preferís el piloto automático y continuás el viaje de tu propio deslucimiento. Te vas volviendo cada vez más gris. Cada vez más dependiente de soporíferos como el alcohol, las compras, las relaciones vacuas, las series en Netflix…

Entonces.

Un día, ALGO te despierta. Algo te abofetea y, en medio de la furia que te produce el golpe, te encendés. Te reencontrás. Te mirás. Te indagás. Y te das cuenta de que no te gustás. Porque dónde estás depende únicamente de tus decisiones. De tus resignaciones. De tus silencios. De lo poco que te quisiste cuando te conformaste.

Hay otras opciones, claro. A otros puede haberles pasado distinto. Acá hablo de los despiertos, que se han dejado acunar. De los valientes, que se han escondido detrás del batallón porque algo les hizo creer que no serían capaces –ese dejarse convencer también es responsabilidad personal-. Los tibios nunca fueron de mi interés. Los negadores. Los miedosos. A esos no les hablo. A esos no les escribo. A los que creen que la vida pasa por entretenimientos vanos. Por placeres opioides. A ustedes, a los que se saben traicionándose, a los que aún se despiertan transpirados y aullando en medio de la noche, les digo: hay tiempo. Hay modo. Hay esperanzas. Hasta el último día de tu vida tenés tiempo para virar. Un enfermo, en su lecho de muerte, puede esbozar la primera sonrisa de su vida. Y así, con ese gesto, con ese intento, toda su existencia se pinta de otro color. Un infame, un débil, un equivocado, pueden convertirse en lo que necesitan ser para reconciliarse con su interioridad. La cuestión está en dejar de negarte. En dejar de victimizarte. En dejar de sentir pena por vos mismo, por tu historia, por tus elecciones.

Y, claro, con ese registro, primero llega la angustia –existencial, inevitable y, por tanto: transitable-, luego el terror, y, finalmente la persecución de una reparación estructural.

¡Uffff, flor de quilombo!

Desorden, caos, baldío, selva. No sabemos por dónde empezar. Si juntar, si cortar, si prender fuego y escapar, si rematar, si regalar…

Lo más importante es encontrar un orden. Un faro. Un rumbo. Cuando eso está visible, lo demás son acciones que se condicen con dicha intencionalidad. A veces no hace falta dejar a tu esposo/a. A veces sí. A veces no hace falta cambiar de laburo. A veces sí. A veces no hace falta dejar de ver a cierta gente. A veces sí.

Pero lo que es constante, lo que aparece en todas las historias, es que la luz está adentro. Las riendas las tenés vos. Todo lo demás, simplemente debe acompañar tu tránsito. Y si es lastre, hay que resolver cómo hacer para que deje de serlo. Tal vez transformándose también. Tal vez, soltando la soga.
Y eso también es amor propio. O, mejor dicho, es simplemente Amor

lunes, 24 de septiembre de 2018

Roma, el Imperio que se convierte en República


Casi siempre, cuando la miro –como ahora que escribo sobre ella y se me ensancha el corazón, sensación inimitable, intransferible, enorme, suya- muero de amor. Por múltiples y variados motivos. El primero, yo diría que es, lo que esta niña me genera a nivel visual. ¿Se puede decir que estoy sensualmente enamorada de mi hija? Así es. Me tiene absolutamente muerta de amor por ella.

Resulta necesario aclarar –por lo llamativo- que no siempre me sentí así respecto de mi hija. De su presencia invasiva. De su imperio. De su poco sutil manera de quedarse con todo. Con todos los momentos. Con todos mis disfrutes. Con todas mis pasiones. Desde ella, todo empezó a ser con ella. Sí, sí. Ya sé. Porque yo lo necesitaba. Porque yo no me propuse hacer otra cosa. Porque me quería poner en este lugar. Justamente. Este lugar: poder enamorarme de ella años después. Cuando se empieza a convertir en un otro bien distinto –no lo lean con tendencia- de mí. Roma (qué nombrecito para el Imperio del que hablé hace un instante) está grande. Roma crece. Se expande. Conquista. Exactamente. Conquista. Seduce.

Tanto, tanto está floreciendo Romita, que incluso esta madre cae extasiada a los pies de la Princesa. Su cara, su pelo, su sonrisa, sus ojazos pura expresión, sus pequeñísimos dientitos, su larguísimo cuello de cisne, sus hombros rectos, su diminuta cadera -no debería llamarse así en su caso, no aún- sus interminables piernas. Es, sin dudas, bellísima. Y lo sabe. Gracias a ¿quién? Roma se sabe hermosa. -Decíles: no me hago, Soy Linda, cuando te digan “Te hacés La Linda”. Ese fue nuestro consejo. Nuestro modo de mostrarle que su autoestima la iba a ayudar. Allí, en su modo de verse y sentirse está la fortaleza. Nos pasó a todos. En la escuela. En la vida misma. A todas las edades. A muchos no les gusta ver a los bellos de corazón. Porque la belleza, acompañada de la dulzura y las ganas de aprender, de ser mejor, sin dudas es reflejo del alma conciente. Que está acá para crecer, para ayudar, para fluir.

Roma encontró –con la ayuda de unos padres que la miran con honestidad- el lugar certero para explotar. Para verdear. No es que hubiese sido imposible realizar ese camino en otro sitio, pero hubiese sido una tarea titánica. Porque el cambio debía ser acompañado por una transformación interna de sus padres.

Roma se interesa. Roma se mueve. Roma tiene ímpetu. Roma me escucha. Roma pregunta. Roma comparte. Se ríe. Es turra. Tiene un humor irónico. Es tierna. Dulce. Se enfurece y necesita un marco. Se entusiasma y las cuerdas del ring son un límite. Hace rato que no sufre. Hace rato que no llora. Ella sabe lo que quiere. Ella dice lo que la hace sentir mal. Y juntos decodificamos su sensación. Si no es que antes, ella misma explica los motivos con solidez. Ella se conoce. Se esfuerza. Sabe que hay cosas que debe cambiar. Sabe –se entera y se empieza a hacer cargo- que todo lo íntimo depende de sus decisiones. Y también exige. Que estos padres estén a la altura. Ella sabe quejarse cuando algo la hace sentir mal. Cuando uno la caga.

Roma es una intelectual. Indudablemente. A su modo. Con sus ritmos. Necesita soltar más. Porque en el juego es una bomba. Tiene que aprender a transferirlo. Manejar las herramientas, la está ayudando muchísimo. Ella es una artista. Tiene mucho contenido.

Roma es mi compañera. Mi faro. Ella me ayudó –a través del enorme dolor, la tremenda lucha interna que me trajo su llegada- a convertirme en un ser mejor. A buscar respuestas desnudas. Irrevocables. Inapelables. Y hacer algo al respecto.

Sin Roma, yo no sería la mujer que soy.

Roma me expande.

Roma Amor.

domingo, 23 de septiembre de 2018

Un día empezó a brillar


Un día empezó a brillar. O al menos empezó a notarse su brillo. Porque el laburo de frotar, pulir y excavar para que apareciera la piedra preciosa, había sido una tarea de años. De toda una vida.

Había pasado gran parte de su amputado camino cubriéndose, ocultándose bajo capas y capas de durísima roca. Tanto se había enterrado debajo de los miedos, de las críticas, de su propia falta confianza, que llegó a creer que no había en sí ningún mérito.

¿Cómo había llegado a sentirse así? ¿Cómo es que en todo su recorrido vital cualquier asomo de estimación positiva había sido aplastado, aniquilado, torturado, sin reconocimiento de la vileza propia de tal acto?

No lo sabía. De hecho, durante décadas, esa no había sido una pregunta siquiera.

Pero ahora.

Ahora, casi de golpe. Casi de súbito. Casi como si hubiera despertado de un estado de coma, se reconocía valiosa. Se miraba con deseo. Se sentía seducida por sí misma, por sus ideas, por su cuerpo, por sus respuestas, por sus elecciones. Había dejado de castigarse por sus errores. Había dejado de sentir pena por su recorrido. Y se sentía poderosa. Infatigable. Inquebrantable. Ilimitada. Irrompible.

Como ya estaba rota, como ya se había ocupado de su propia reconstrucción, como ya se había reído de sus huesos corrompidos, como se había cansado de esos fragmentos débiles que lanzaban aullidos sordos pero desgarradores… solamente quedaba florecer.

Después de ese proceso no había nada que temer. Ni de adentro ni de afuera. Porque la única energía que circulaba -gloriosa- a su alrededor, era la energía del Amor. Del Amor propio primero, para poder mirarse y mirar a los otros con prudencia sabia.

Cada tanto sentía los recios embates que intentaban –aún-destruirla. Había que estar bien alerta, con los ojos bien abiertos, porque las fieras hambrientas son capaces de todo cuando huelen carne vigorosa, por la cual la sangre corre con brío. Los carroñeros se alimentan, no del éxito ajeno, sino de su energía vital. No buscan destrozar la producción del valiente, quieren devastar su alma, sus certezas. Los envidiosos no producen. Se ocupan de esquilmar al que se atreve, al que toma su realidad y la hace verdear. Porque es justamente esa explosión de potencia, de creatividad, -en síntesis:- de plenitud, la que pone de manifiesto sus fantasmas más internos, sus esperpénticas mediocridades, sus constantes abortos.

Pero, -no por fortuna si no producto del esfuerzo conciente, de abofetearse con fuerza en el instante preciso en que el embate del envidioso la estaba empezando a afectar-, aquello no la detenía.

El brillo a veces molesta. Pero lo que permite ver, la belleza que aparece debajo de esa luz, -si uno no se deja enceguecer-, es tan honesta, tan real, tan certera, que ninguna ataque la puede opacar.

Ella -Vos- es energía que circula. No se la puede limitar, detener, ensuciar.

 Florecé. Animáte.

El ruido es parte del proceso.

No lo dejes apoderarse de tu voz.

Ladran, Sancho.

sábado, 22 de septiembre de 2018

Una mujer, como cualquier otra.


Le costaba levantarse. No ese día en particular. No porque le hubiese ocurrido algo terrible.

Lo que le hacía de lastre en el impulso vigoroso que requiere el comienzo del día, no era el acostumbramiento pasivo que tiñe todo de gris. No. Era justamente lo opuesto. Era su reflexión constante, sus indagaciones continuas. Sobre todo. A cada instante, en cada circunstancia, con cada error había una ineludible pregunta. Un insoslayable replanteo. Sobre los demás. Sobre lo circundante. Sobre sí misma. Esa era la auténtica interpelación que, desde su infancia, -intelectualizada por el aburrimiento de la soledad-, la estaba persiguiendo. Mientras ella buscaba medios para escaparle.

Se entretenía con reflexiones que hacían la búsqueda imposible. Porque para encontrar algo, primero había que mirarse desnuda. Total y absolutamente honesta. Haciéndose cargo de sus miserias. Suyas. Sucias. Bochornosas. Pero suyas. No de otros. Suyas.

Esa mirada plagada de culpas, de azotes vanos, de incomprensión ante la mediocridad ajena, no hacía más que ahondar su sensación de soledad, de vacío, de tristeza. Todo se volvía estéril, banal, mutilado, agobiante. La profesión, las amistades. El tiempo muerto, la familia, la maternidad, el matrimonio, la vida. Porque esta se había convertido ante sus ojos ciegos en una perpetuidad sin sentido. Sacrificada. Infructuosa. Ausente. Ella transcurría. Su agonía marchaba desde una obligación –cocinar, jugar, lavar, mirar, besar, estar, comprar, escuchar, lavar, jugar, cocinar, coger, dormir- hasta otra igual de automática.

En ese ritmo se durmió tan profundamente que empezó a cometer errores. Graves. Pero sumamente necesarios. Esos errores fueron –de algún modo- su salvación. Si no se hubiese dejado vencer por el sopor, si no hubiera silenciado esas voces interiores que le hacían preguntas y repreguntas con somníferos palpables, entonces no hubiese cometido todos esos pequeños aberrantes crímenes cotidianos, que la habían ubicado en el borde del abismo, en el barranco del sinceramiento personal.
Porque solamente desde allí, desde esa sensación de absoluto naufragio, se puede mirar con justicia la pr

jueves, 20 de septiembre de 2018

Soy diminuto


Soy diminuto. Insignificante. Torpe. Molesto. Despreciable.

Me equivoco y me gritan.

Al principio yo también gritaba, lloraba, tiraba. Ahora me quedo quieta. Desaparezco. Me escondo.

Mamá me quiere. Lo sé. Papá también. Yo quiero upa. Quiero risas, cosquillas. Miradas.

Me acostumbré, en cambio, a la Tablet, a la tele, a la niñera, a la abuela.

La abuela juega, la niñera me hace upa, la tele y la Tablet me entretienen, entonces no recuerdo que quiero mimos, cosquillas, miradas.

Cada tanto me canso de desaparecer y exijo que me vean.

A veces tengo fiebre.

A veces me hago pis.

A veces muerdo a un compañero.

A veces lloro, grito y pataleo, como cuando era bebé.

Después, veo el caos y prefiero hacerme pequeñito, minúsculo, dócil.

Obedezco para que mamá no grite. Para que papá no se enoje. Para que me dejen solito, tranquilo con mi Tablet.

A veces me la sacan y me exigen que me ponga a jugar. Pero no sé por dónde arrancar.

Mi habitación está llena de juguetes. Pero yo quiero llorar. En silencio, claro.

Me quedo quietita, mirando mis muñecos, mis autitos, mis bloques.

A veces descabezo una Barbie. A veces despedazo un camioncito. Luego lo escondo, porque ya sé lo que se viene. A veces rayo una pared. No sé porqué. Pero me saca la bronca.

Mamá da portazos. No me pega. Pero grita. La escucho decirle a papá en voz bajita que no me aguanta.

Papá habla conmigo, pero no entiendo lo que me pide. Le digo que sí. Y, por las dudas, me quedo calladito. Chiquitito. Obediente.

No aprendo nada nuevo porque nadie me enseña. En el colegio somos muchos y, también ahí, prefiero pasar desapercibido.

Nos dicen que hagamos caso. Nos dicen que abramos tal el libro. Que cerremos tal cuaderno. Que pintemos de tal color. Que comamos ahora. Que vayamos al baño después.

Ya no salgo a jugar al parque porque siempre me ensucio, y mamá se enoja. Me dan miedo los bichos y me retan si pido ayuda cuando aparece una abeja. Tengo tobogán, hamaca y calesita. Pero siempre estoy solo y con mis pantalones limpísimos.

Me retan porque no me gusta la comida que me preparan. Es que llega ese plato con colores y olores extraños y yo pienso en los conocidos fideítos con queso. Le pido a mamá que me deje ayudarla a cocinar. Pero dice que la próxima, que está apurada.

Yo quisiera lavar los platos, hacer el repulgue de las empanadas, limpiar los vidrios, barrer, guardar las tazas. Pero parece que no sirvo para nada de eso. Entonces, hago lo que puedo: me cruzo mientras ellos ordenan y trato de que me hagan upa, de que me hagan un chiste, o -al menos- de que me reten.

Mi boletín puede ser excelente o puede ser un desastre. Son las maneras que encontré para que, por unas semanas, me premien o me presten atención.
Hago fútbol, voy a todos los cumples de mis compañeros, vamos a todas las juntadas de amigos, cenamos afuera los fines de semana, visitamos a la abuela y a los primos, miramos series y películas. Pero yo quiero que me miren a los ojos. Yo quiero estar solo con mamá y papá. Quiero que escuchen lo que hice en el cole. Quiero contarles cómo me sentí cuando mi amiguito me empujó en el recreo. Quiero contarles la canción que nos está enseñando el de música. Quiero que me ayuden a entender porqué me duele la panza antes de entrar a un cumpleaños. Quiero decirles que si se sientan conmigo un rato, después voy a dejarlos hacer sus cosas tranquilos. Que si me miran y nos divertimos juntos, yo tengo energías para enfrentar cualquiera de las cosas nuevas que me pasan cada día. Que sin ellos y sus palabras de aliento yo no sé qué hacer. No sé si puedo. No sé cómo. Me convenzo de que no valgo, de que no sirvo. Necesito su presencia –constante, firme, entera- para resolver mis temores, para encauzar mi energía, para ser buena persona. No quiero aprender a ser envidioso, a ser cruel, a estar enojado todo el tiempo. Tengo un mundo de posibilidades que su acompañamiento direcciona. Mi futuro depende de tu amor de hoy. De un amor de entrega. No quiero regalos, no quiero viajes, no quiero ropa, no quiero paseos. Quiero jugar con vos. Estar con vos. Un abrazo. Una carcajada. Que me mires –profunda y largamente- a los ojos. Nada más.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

8) Mientras nos preparamos para dormir


Mientras nos preparamos para dormir, pienso…

Qué pocas ganas de desvestirme. Qué pocas ganas de dejar que me corras la tanga y de que tus caricias serenas se carguen de deseo. Qué pocas ganas de sentir que te excitás, mientras yo solo quiero perderme en la almohada.

Lo que angustia es que esta tarde te deseé. Tuve ganas de vos. De tu peso. De tu saliva.

Fue ahí cuando te mandé esa foto que nos tuvo en breve charla mientras una estaba en el Jardín y la otra jugaba con sus muñecas. Esa foto que no era porno, pero tampoco artística.

Tras esa foto me pediste un poco más. Me encerré en el baño y jugué a ser lo que en ese instante me hacías sentir. La envié con un poco de vergüenza y con mucha expectativa.

Tus respuestas nunca me desilusionan. Dijiste palabras justas, palabras de hombre que quiere poseer un cuerpo por un rato, porque todo lo demás lo sabe dejar en Libertad, para que vuelva, henchido de deseos.

Vos también enviaste una foto, y yo me sentí superpoderosa. Sé muy bien lo que soy capaz de provocarle a mi hombre. Y lo había logrado.

Supe a su vez, qué palabras decirte y así llegamos a prometernos lo de esta noche.

Ahora es “esta noche”. Pero, en el medio, vos recibiste a varios clientes, respondiste a alguna demanda y viajaste 70 kilómetros.

Yo, fui remisera, niñera, cocinera, lavandera, payaso, maestra…

Así nos encontramos, a las 8 de la noche. Residuos de los amantes de la siesta.

Nos metemos en la cama y buscás mi cola, como siempre, como cada noche. Es la manera más cómoda de dormir, decís. Sos tan calentita, afirmás. Escuchamos un quejido infantil y nos alarmamos, porque nuestras espaladas ansían una noche de horizontalidad absoluta.

Silencio. Sigue tu búsqueda. Tengo tantas ganas de dormir, de quedarme diez minutos con mis propias ideas, que no soy capaz de disfrutar de la transición de las caricias en apasionamiento. Ya estás listo. Yo, dormida.

A mitad de la noche, me levanto para ir al baño. A tu lado, -abrazándote como si fueras parte de sí-, duerme nuestra hija menor. Con delicadeza, la separo de vos y la llevo a su camita.

Me acuesto pegándome a vos. Te beso el cuello y te abrazo con el deseo que se ha vuelto a presentar.

Me devolvés el beso y me acariciás también.

Después.

Te escucho roncar, suavemente, pero con constancia.
Quedará para otro momento, compañero, nuestro encuentro sexual

lunes, 17 de septiembre de 2018

7) Mientras me dejo llevar


Mientras me dejo llevar pienso...

Inercia. Ese fenómeno siempre me llamó la atención. Tal vez por lo fabuloso y atroz que me resulta el hecho de que la materia se resista a modificar su estado de movimiento o de reposo.

Nos oponemos a los cambios. Somos materia inerte.

Sin embargo, a nuestro alrededor ocurren cosas, sucesos que vienen a interrumpir esa cómoda inercia. La inercia de una comodidad incómoda. De una irritante manera de responder a los estímulos. Estímulos que crispan, que pican. Pero que no somos capaces de enfrentar.

Entonces.

La inercia.

Quedarte quieto, callado, acostumbrado, gris.

Porque mirar de frente, reconocerte amargo, fastidiado e insípido, requiere valentía. Después de semejante registro, no queda otra que hacer algo, que hacerte cargo.

No hablo de hacer naufragar el barco para permitirte un nuevo comienzo. No hace falta tanto.

No hablo de incendiar Troya y escapar llevándote el botín. No.

Es más simple y mucho más personal. El timón es tuyo y requiere de un esfuerzo que no es sobrehumano. Es bien racional.

Es pensarte cada mañana y decidir.

Es alterar vínculos insulsos –cuando no letales-.

Es tomar por las astas el toro de tus costumbres frívolas, de tus reacciones instintivas, de tus sentencias férreas, de tus roles asignados, de tus pestilentes lecturas de la vida.

Nunca es tarde para virar, para torcer, para esquivar, para cruzar.

No importa qué o quiénes te quieran estático, recurrente, extinto. Si te prefieren tenue, no te quieren. Si te atan a un modo de ser indolente, no te sirven.

El vigor para emprender la mudanza está dentro tuyo, y solo depende de vos. Claro que la familia da coraje. Claro que una pareja aliada en la batalla es un enorme aliciente. Pero hay decisiones que son íntimas. Hay determinaciones que deben enraizarse en una honda necesidad personal. Esa picazón que no te permite posar para la foto, porque esa foto no es  la que querés para el álbum de tu vida.

Movéte. Rascáte. Que salga la cascarita. Que sangre. Que se abra la herida y supure lo intolerable.

Después.

No tapes con curitas. No pongas vendajes vanos.

Curáte: miráte y cambiá.


sábado, 15 de septiembre de 2018

6) Mientras entro en caos


Mientras entro en caos pienso…

A veces tengo ganas de llorar.

A veces me siento sola, huérfana.

A veces soy mi peor enemiga.

La destructora de mi reino.

A veces soy un ejército despiadado:

Arraso con todo lo que se cruza en mi camino.

A veces desearía irme lejos

                                                 irme sola

                                                                  perderme.

Lo cierto es que no puedo perderme de mí misma.

Ni esconderme de mis propios inquisidores.

A veces no me aguanto.

A veces no me quiero.

El barro me cubre y yo, inerte, me dejo tragar.

A veces, hablar con otro me hunde más.

Pero.

A veces me doy cuenta y tomo papel y lápiz para escribir mis miserias.

A veces tengo un rapto de lucidez y escucho en Spotify a algún poeta que se conoce

 y se narra oscuro y torpe como yo.

A veces releo a Hesse y no me siento tan sola,

En esta estepa de lobos solitarios.

Escribir me sana.

Me arranca la tristeza, que, -sublimada- me vuelve calma, apasionada y en proceso.

A veces, mi mejor camino es la soledad de una hoja en blanco

                                                    el silencio de mi caótica mente, buscando el orden del texto escrito.

Pasé años leyendo a otros.

Pasaría siglos, en silencio, bajo un árbol, leyendo a miles.

Pero la verdadera Paz,

lunes, 10 de septiembre de 2018

5) Mientras observo la inmensidad


Mientras observo la inmensidad reflexiono…  ¿Qué pienso de mi propia oscuridad? ¿De esas veces que me meto adentro y me encuentro gris, honda, sin energía? ¿De esa oscuridad de la que a veces escapo concienzudamente? Aunque, en muchas oportunidades, me arranca de ella la vida misma. Lo inevitable del disfrute diario. Otras tantas, aparece un factor externo que me hace tambalear. Como una suerte de imperceptible terremoto que deja la casa interna en ruinas. Más de una vez me ha costado poner en orden el desastre. Otras, ni siquiera fui capaz de moverme un ápice en pos de la reconstrucción.

Es duro sentirse así. Pero también es productivo. Aunque la inacción en la que te deja estar aplastado por tu propio ser parezca vana, estéril. No. Meterse para adentro, bancarse la propia miseria, ahondar en los más barrosos terrenos de la propia alma te permite crecer. ¿Cuántas veces te miraste, no te gustaste y te propusiste –afanosamente- modificar esa tara? Es mucho más fácil quejarse de las propias imperfecciones, de aquello que nos presenta como “yo soy así”, que hacer el arduo laburo de cambiar. Siempre. Por decisión personal. Porque no existen límites. De ninguna clase. El gran problema es la inercia. La inercia destruye. Te hace chocar contra la pared porque no pusiste freno. Los frenos pueden ser variados. Muchas veces los frenos no funcionan. O no saben cómo ejercer su labor. Las críticas, los enojos, los reproches nos sumergen aún más en las aguas de nuestros defectos. Entonces, lo que hacemos es defender nuestra individualidad. Nos agarramos fuerte de nuestras miserias y le gritamos al mundo que debe querernos así como somos. La cuestión es si nosotros mismos nos queremos así. Lo más probable es que no. Porque los primeros que sufrimos con esas ruindades somos nosotros mismos. Claro que, en ocasiones, hay que escapar de aquellos que nos marcan defectos donde no los hay. Hay que hacer un buen trabajo de indagación para distinguir la envidia del afecto. Por supuesto que quien te quiere debe quererte como sos. Acá estoy hablando de lo que vos no querés de vos mismo. De eso que al primero que le hace ruido es a vos. A mí. Esa picazón que toda la vida te ha dejado ronchas. De eso que, aunque te rasques, aunque pongas crema, aunque, -en la soledad del baño- lo mires con asco, aparece de nuevo, una y otra vez para no dejarte disfrutar.

Entonces.

Primero, silencio. Acallá los ruidos –léase juntadas intrascendentes, diversiones vacuas, enojos superfluos etc.-. Miráte. Quedáte quieto y escuchá tu propia voz. No hay nada ni nadie más honesto que tu propia voz. Esa voz que te pide que te hagas cargo de lo que te hiere. Que te ocupes de sanar esa llaga que supura desde hace años y que vos –yo- tapás con supercherías.

Segundo, procesá. Definí con precisión lo que verdaderamente duele. Eso que adolesce. Tu inmadurez. No te dejes llevar por la desazón de pensarte defectuoso. Al principio parece que la tarea es demasiado grande. Que es imposible modificar esos vicios perpetuos. Sin embargo, inspeccionándonos al detalle, se puede descubrir la mota mínima, que es la que realmente merece atención y transformación.

Tercero, -lo más difícil-, proponéte metamorfosear tus hábitos. Esas zonas de confort –inertes- que habilitan respuestas ordinarias, conocidas y sucias. En ocasiones hace falta auxilio. Bancáte pedirlo –ojo a quién-. Es imposible cruzar un abismo sin un puente. No vadees, pisá firme. Cruzáte. Revolvéte. Desentrañáte.

Cuarto, no prestes atención a quienes te prefieren gris. No escuches a los que te eligen mediocre. En estos procesos, muchas veces hay que saber perder. Perdés zonas pringosas de vos mismo. Y perdés gente que se regodeaba en tu mugre. Porque, claro, cuando vos te transformás, cuando vos crecés, cuando vos trascendés, exponés a los quietos, a los miedosos.

Quinto, hacé este procedimiento ad infinitum.

sábado, 8 de septiembre de 2018

4) Mientras lavo los platos


Mientras me depilo, miro mi rostro y me comparo. No sé muy bien con quién me comparo. ¿Conmigo misma hace un par de años? ¿Cuándo la maternidad no había dejado huella en mi rostro ni en mi vientre? ¿Con otras mujeres que publican sus felices y perfectas fotos de rostros tersos, sin poros abiertos, sin puntos negros, sin vellos crecidos descubiertos dos minutos antes de salir?

Somos nosotras mismas las que nos exponemos al terrible juicio del propio espejo. Y eso es porque nuestros parámetros son –si no imposibles- con certeza, de ciencia ficción. Nadie se levanta con el cabello perfecto. Nadie tiene tiempo para vivir en el gimnasio. Nadie tiene un cuerpo divino sin hacer ejercicio. Nadie de más de 30 años y con hijos puede pasarse40 minutos encerrado en el baño dedicándose a sí mismo. Las necesidades más básicas se han convertido –en mi caso- en tareas dilatadas por las múltiples interrupciones infantiles.

Cuesta poner límites.

Cuesta cuidar el jardincito personal-individual en el que, sin el diario regado y el recurrente plantado de flores, empiezan a crecer hierbajos parasitarios, si no se seca definitivamente.

Yo pasé por eso. Y sé que muchos de ustedes también. Lo que pasa es que no se habla de eso. Se habla de la felicidad que trae la maternidad. Se habla de la teta a demanada y de lo desaconsejable del chupete. Se habla de las rutinas del niño y de los espectáculos recomendables para ellos.

Pero no se habla de lo que sufrimos algunas madres. De la soledad de las noches de insomnio forzoso. De los callados deseos de aullar ante la desazón de un hijo que llora llora llora. De lo difícil que es ser madres sin el apoyo de una tribu. No se habla tampoco de que es a veces el grupo de madres el que más te juzga –porque tu hijo pega, porque tu hijo muerde, porque tu hijo se hace pis, porque tu hijo llora-.

Las madres deberíamos ser el grupo de apoyo. Los pediatras deberían ser más padres. Deberían recordarse a sí mismos siendo padres.

Y otra vez frente al espejo. El pelo revuelto y lleno de canas, bigotes, piernas de futbolista, pechos-pasas de uva-lastimosos-vacíos, celulitis, uñas quebradas, salvavidas, saleros, palidez espectral, sueño –mucho sueño-, soledad, tristeza, desasosiego…

Y un esposo que nos quiere coger. ¿A nosotras? ¿Así? ¿Ahora? Sí. Si no, ¿cuándo? Porque en el medio pasa de todo y, los hombres –por más compañeros que sean, por más padres hacendosos y amorosos que sean- no segregan leche en las sábanas, no pasan 20 días –si no más- con bombachones para apósitos postparto.

La diminuta hora diaria que la ley brinda para el amamantamiento apenas nos alcanza para sacar una teta en el baño público y estirar nuestros pezones agrietados hasta límites inimaginados antes de ser madres. Todo sea porque la leche materna es tan tan buena.

Cuando se habla de FEMINISMO se está hablando de estas cosas. No de que seamos iguales. Todo lo contrario. De que somos bien distintos, y por eso, nuestros ratos frente al espejo deberían ser menos crueles. Pero, para tal fin, hay que seguir rompiendo estructuras.

Si vos mirás mál a una madre que elige distinto, que cría distinto, que vive distinto, si te escondés o escondés tus fortalezas, si no contás con verdad los esfuerzos que –como yo- hacés para ser cómo y quién sos, entonces, sos sádica. Como esta sociedad, que muestra puérperas sin cicatrices, sin estrías, sin marcas. Porque la maternidad marca, ineludiblemente y por fortuna.

viernes, 7 de septiembre de 2018

Mientras lavo los platos


Mientras lavo los platos –alguno que otro con restos de comida con unos días en la heladera- pienso ¿por qué la descomposición está ligada a la vida?

 Todo lo que se descompone estuvo vivo –está vivo-. La descomposición, que tanto nos hace pensar en la muerte, está, en realidad, llena de vida. Cuando un alimento se descompone muere en su forma original, pero se convierte en un nuevo modo de vida. “Nada se pierde, todo se transforma” frase conocida si las hay. Yo misma, a cada paso muero un poco para dar vida a algo nuevo. Pero para eso, hay que saber morir. El problema es que la Muerte es un fantasma al que todos le tememos. Un tema escabroso. Desesperanzador. Respetado.

Pero la Muerte está aquí. No a la vuelta de la esquina. No. La Muerte está en cada aspecto de nuestra cotidianidad. Morir es transmutar. Morir es crecer. A veces, incluso, es bueno cometer suicidio, de algunas zonas de nosotros mismos. “All things must pass”. Incluso nuestras anquilosadas maneras de resolver situaciones. De ofendernos. De evadir y evadirnos. Shakespeare hizo decir a uno de sus personajes: “Los cobardes mueren muchas veces antes de su verdadera muerte; los valientes prueban la muerte solo una vez”. El dramaturgo no se refería solamente a la muerte corporal real, sino también a las veces que debemos ceder respecto de nuestras convicciones para ser aceptados, para seguir en un tren al que ni siquiera hemos elegido subirnos. Sin embargo, todos somos un poco cobardes. Porque a cada momento morimos. La única muerte inaceptable es la de la fidelidad a nosotros mismos. Cada tanto hay que silenciar y silenciarse, para escuchar el ruido interior. Hay que procurar asesinar aquello que no nos permite transmutar. La heladera de la personalidad es sofocante. Brinda una temperatura que no admite la descomposición. Congela a veces. Pero el proceso de descomposición, de corrupción mejor dicho, sigue su curso. Tal vez más lentamente. Más silenciosamente. Y termina contagiando –pudriendo- todo lo que lo rodea. Entonces, el hedor al abrir la heladera resulta insoportable. Cada tanto hay que vaciarla y tirar –sin duelo- aquello que se está –nos está-  pudriendo. Lo que no se use como trashcooking, de todos modos recorrerá el ineludible camino de la transformación.

Para aceptarnos hay que morir. Para crecer hay que morir. Mueren nuestros miedos, nuestros defectos. Entramos en la fúnebre tristeza del duelo al que no queremos exponernos. Porque morir duele. Porque a la Muerte sólo se la puede transitar. Es imposible evadirla. No queda otra que –después de llorar todo lo que necesitemos, después de regodearnos en el desasosiego, después de sentir lástima de nosotros mismos- la Mariposa rompa el capullo. Fuimos gusanos y –una vez franqueado el duelo- nos convertimos en Mariposas.

No le tengo miedo a la Muerte. Porque incluso la muerte objetiva me mostró cuánto desarrollo me faltaba atravesar. Esta Mariposa sigue su vuelo, conciente –claro- de que el proceso evolutivo continúa, y que, para eso, hay mucha descomposición a la que le debo dar paso. Me entrego a ella. Hay metamorfosis.