miércoles, 10 de octubre de 2018

Mientras cogemos


Mientras cogemos pienso. Qué sexy soy. Qué bien me tocás. Por qué no lo hacemos todas las noches. Todo el tiempo. Por qué no nos encerramos en el baño como cuando éramos más jóvenes, más despreocupados, más desaforados, menos pensantes.

Me entrego a tus manos. A tus caricias. A tu saliva. Y me enciendo. Me erizo. Me mojo. No alcanzan mis fantasías. Necesito de tus palabras. De tu actuación. No digo tu fingimiento. Digo tu juego. Digo tu rol. Sos mi actor porno. Mi galán de telenovela. Mi dueño. Mi dictador. Me obligás. Porque tus frases y tus caras son el rocío de mi sexo. Todo se impregna de deseo. No me importan los hijos que duermen en la habitación de al lado. Los olvidé por completo por unos instantes –finalmente, afortunadamente-.

Me quejo. Me niego. Pero es un juego. Quiero que avances. Quiero que sigas. Quiero que me explotes. Que me humilles. Que me uses. Soy tu objeto. Tu muñeca. La meta de tu erección. El receptáculo de tu masculinidad. No somos esposos. Somos extraños. Sos otro. Soy otra. Somos lo que esta noche necesitamos para estar al palo. Para estar empapada. No importan los detalles. No interesan las secretas fantasías. Son parte del juego. Nutren la escena de calor, de ansia, de anhelo. Esta es nuestra original manera de nunca secarnos. De nunca arrugarnos. De nunca evadirnos.

Nos excitan los logros del otro. Nos hacen vibrar sus genialidades, sus aportes, sus maneras de resolver. Tu aceptación, tu nobleza, tus aplausos, tus tiernas críticas, tus inseguridades, tus devoluciones, tus labios, tus transformaciones, tus esfuerzos, tus presentes ausencias, tus arrepentimientos… son fuente inagotable para mis ganas de coger con vos. Con vos y con todos los que sos. Con todos los que podés ser. Para mí, para vos mismo, cuando nos encerramos para morir un rato -al borde del espasmo- en nuestra habitación.

No nos importa cómo lo viven los demás. Estamos tan cansados de la rutina como todos ellos. Como todos ustedes. Pero nuestras sesiones de sexo, son sesiones de conjugación. De verdadera unión. Estamos lo suficientemente en sintonía diurna –por teléfono, por confianza, por franqueza- como para llegar a la noche sin forzar nada. A veces nos tocamos, sin intención, mientras ordenamos la casa. Y morimos por escondernos unos minutos para demostrarnos lo que nos hacemos sentir.

Lo terrible son las tardes solitarias. Las tardes ocupadas. Vacías. Que se llenas de palabras de otros. Que ensucian, que obstruyen, el encuentro nocturno. Porque coger, se coge con cualquiera. Una, dos, tres veces. Mil. Pero la plenitud del sexo pletórico, solo la alcanzo con vos.
No importa si tengo un piyama, una calza, un jogging, un bombachón o una tanga –bueno, tal vez sí-. Lo que importa es lo que me das ganas de ponerme. Lo que me das ganas de hacerte. Y de dejarme hacer.

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