Mientras cogemos pienso. Qué sexy soy.
Qué bien me tocás. Por qué no lo hacemos todas las noches. Todo el tiempo. Por qué
no nos encerramos en el baño como cuando éramos más jóvenes, más
despreocupados, más desaforados, menos pensantes.
Me entrego a tus manos. A tus
caricias. A tu saliva. Y me enciendo. Me erizo. Me mojo. No alcanzan mis
fantasías. Necesito de tus palabras. De tu actuación. No digo tu fingimiento. Digo
tu juego. Digo tu rol. Sos mi actor porno. Mi galán de telenovela. Mi dueño. Mi
dictador. Me obligás. Porque tus frases y tus caras son el rocío de mi sexo. Todo
se impregna de deseo. No me importan los hijos que duermen en la habitación de
al lado. Los olvidé por completo por unos instantes –finalmente,
afortunadamente-.
Me quejo. Me niego. Pero es un juego. Quiero
que avances. Quiero que sigas. Quiero que me explotes. Que me humilles. Que me
uses. Soy tu objeto. Tu muñeca. La meta de tu erección. El receptáculo de tu
masculinidad. No somos esposos. Somos extraños. Sos otro. Soy otra. Somos lo
que esta noche necesitamos para estar al palo. Para estar empapada. No importan
los detalles. No interesan las secretas fantasías. Son parte del juego. Nutren la
escena de calor, de ansia, de anhelo. Esta es nuestra original manera de nunca
secarnos. De nunca arrugarnos. De nunca evadirnos.
Nos excitan los logros del otro. Nos hacen
vibrar sus genialidades, sus aportes, sus maneras de resolver. Tu aceptación,
tu nobleza, tus aplausos, tus tiernas críticas, tus inseguridades, tus
devoluciones, tus labios, tus transformaciones, tus esfuerzos, tus presentes
ausencias, tus arrepentimientos… son fuente inagotable para mis ganas de coger
con vos. Con vos y con todos los que sos. Con todos los que podés ser. Para mí,
para vos mismo, cuando nos encerramos para morir un rato -al borde del espasmo-
en nuestra habitación.
No nos importa cómo lo viven los
demás. Estamos tan cansados de la rutina como todos ellos. Como todos ustedes. Pero
nuestras sesiones de sexo, son sesiones de conjugación. De verdadera unión. Estamos
lo suficientemente en sintonía diurna –por teléfono, por confianza, por
franqueza- como para llegar a la noche sin forzar nada. A veces nos tocamos,
sin intención, mientras ordenamos la casa. Y morimos por escondernos unos
minutos para demostrarnos lo que nos hacemos sentir.
Lo terrible son las tardes solitarias.
Las tardes ocupadas. Vacías. Que se llenas de palabras de otros. Que ensucian,
que obstruyen, el encuentro nocturno. Porque coger, se coge con cualquiera. Una,
dos, tres veces. Mil. Pero la plenitud del sexo pletórico, solo la alcanzo con
vos.
No importa si tengo un
piyama, una calza, un jogging, un bombachón o una tanga –bueno, tal vez sí-. Lo
que importa es lo que me das ganas de ponerme. Lo que me das ganas de hacerte.
Y de dejarme hacer.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario