miércoles, 28 de marzo de 2018

La opresion de la maternidad (nouvelle imprescindible)


La opresión de la maternidad

















































Capítulo 1: Antiguo Testamento



Los hijos son la obligación de formar seres dichosos. Esta frase de Simone de Beauvoir en El segundo sexo,[1] no hace más que ahondar mi angustia. Una angustia que nace del hecho de reconocerme insatisfecha. No digo infeliz, no es eso.

Calculo que la angustia se intensifica por reconocer que tomé decisiones que no fueron tal cosa. No sé si hubo decisión, o hubo necesidad, o tal vez esperanza.

No sé si debía convivir cuando lo hice, si debía casarme cuando lo hice, si debía tener mi primer embarazo cuando lo deseé, (sí estoy convencida de mi segunda hija y su momento de aparición… fue una redentora), si me convertí en quien soy porque lo decidí; pero todo es así como es. Y no me desagrada. De hecho, lo disfruto de muchas maneras. Tal vez a través de las hendijas benjaminianas, que nos ponen en conciencia de nuestro ser absoluto. El problema es que, un día me levanté y… seguí bancándome mi realidad. Sí. Fui una tibia, una cobarde, una NEGADORA. ¡Qué término tan desagradable! Negar. No aceptar. No ver. Estar ciega. Conformarme.

El devenir, resultaba bastante intolerable, de modo que, había que encontrar una manera de salpimentarlo. No tuve grandes ideas. Y si las tuve, no me animé a ponerlas en práctica. Al menos, el día a día se nutrió. Empecé a leer alocadamente. En cada momento libre (que eran bien pocos). En cada siesta infantil. En el auto mientras esperaba el horario en que mis hijas salían del Jardín. Abandoné el Facebook, el Wapp, dejé de consultar obsesivamente las noticias en el celular. Y me entregué -como cuando tenía 12, 16, 20 años- a la lectura.  El único problema era que mis autores favoritos eran los más tristes, realistas y deprimentes de la Historia de la Literatura: Dostoievsky, Chéjov, Tolstoi, Hesse, Lorca. De todos modos el hecho de escaparme unos instantes (ricos, deliciosos, sólo míos) de la realidad de madre solo madre, hundirme en la cabeza de alguno de los trastornados –como yo- personajes literarios, me hacía sentir menos sola, menos corriente. Aboné esta sensación -vieja, claro, pero inédita después de la maternidad- alejándome discretamente de las cenas de mamis, de las charlas sobre lo que tal o cual mamá había dicho o hecho, de la organización de juntadas intrascendentes. Tenía que aprender a ser madre sin dedicarme full time a eso. Se podía ser una madre que trabajaba poco, que tenía disponibilidad para ocuparse de cuestiones infantiles, pero que prefería hacer otra cosa. Más que aprenderlo tenía que aceptarlo, aceptarme. No había que jugar 24 horas. No había que invitar amiguitas todas las semanas. Como siempre, yo era mi más severo juez. Y el más cegado. Mi punto de vista estaba contaminado por mi propia historia, por los errores paternos en los que no quería caer, por el miedo a lastimar profundamente el alma de esas dos nenas. Por fortuna, la Literatura, una vez más me salvaba de la angustia. Como lo había hecho muchas veces en mi pubertad y en mi adolescencia. Volver a leer vuelve a conectar con la belleza. Con la perfección. Con la complejidad humana. Volví a buscar el arte en todos lados. En las palabras de mis hijas, en las charlas con mi esposo, en mis clases de la escuela secundaria. Así, concienzudamente, con mucho esfuerzo, pero con la sólida convicción de que aquel modo de transcurrir me hacía desgraciada, intenté torcer ese rumbo gris. La reconexión con el arte, conmigo misma fue una inyección de energías. Volví a reírme a carcajadas. Volví a disfrutar de jugar con mis hijas… y de coger con mi esposo. Y eso no es todo. Empecé a sentirme linda, porque otra vez me sentía inteligente, valiosa, había vuelto a encontrar un rumbo. Mi marido posiblemente no estuviera muy al tanto de lo que ocurría. Pero necesariamente algo tuvo que haber advertido –aún sin mencionarlo- porque empecé a acabar como nunca lo había hecho. Si bien tenía el recuerdo de haber sido una lujuriosa,[i] desde hacía tiempo que mi deseo sexual estaba no dormido, si no prácticamente muerto. Había llegado a creer que no tendría sexo nunca más. Que era molesto, aburrido, obligatorio; y poco a poco se había convertido en decepcionante, porque mi intervención era decadente.

No tengo muy en claro qué fue primero, pero intuyo que la maternidad fue la que destruyó definitivamente mi vida sexual. El problema era que vivir para otros, vivir para los hijos, sacrificarse para darles todo, entregarles por entero el alma y el espíritu a las necesidades de los hijos, -todas frases del inconciente colectivo occidental judeo-cristiano- no me cuadraba. Sentía que todo me costaba muchísimo. Que cada paso era una renuncia imperdonable.

Y cuando llegaba la noche… y finalmente aparecía ese otro tan culpable de mi situación como yo… no podía pasar nada. Porque yo quería desaparecer en el sueño. Así fue durante más o menos 3 años y medio. (Preembarazo es prehistoria, de modo que lo ocurrido entonces lo dejo para otro momento).

No solo a mí me pasaban cosas. Mi marido también estaba enterrado en una cotidianeidad gris que no lo dejaba respirar. Pero él tenía un sueño. O más huevos. Tenía claro que su profesión era una mierda. Que no le gustaba. Que era prácticamente obscena. Que entregarse a esa profesión era similar a prostituir su alma exquisita. Porque lo era. Su alma es exquisita. Su espíritu reclamaba  pasión. Exigía expresarse, o más bien descubrirse, estudiarse a través de la expresión. Había vivido toda su vida intentando expresarse. Pero en su viejo nido nada era auténtico. ¿Es que nunca había sido feliz? Claro que lo había sido. Por supuesto que alguna vez había amado a sus padres, a sus hermanos, a sus tíos, tías, abuelos y abuelas. Pero un día, -probablemente por sumatoria de desacuerdos, de serle indiferente a su propio modo de resolución de conflictos-, necesitó correrse. Y con ese volantazo, me conoció. Nos descubrimos, mejor dicho. Nos asombramos mutuamente. Porque ninguno de los dos había jamás conocido a un otro así.

Lo llamativo es que nuestra conexión no había sido sexual, ni intelectual –aunque mucho de eso había-. Nuestra alianza tenía que ver con dos seres que siempre se habían sentido solos. Dos individuos que habían aprendido tempranamente lo aciago de una vida en la que los demás no eran como ellos. Se sintieron abandonados al devenir del pensamiento sin guía a corta edad, cuando la protección de los padres debería haberlos mantenido a raya de –al menos- algunas verdades crudas, indigeribles, desesperantes. Madres y padres inmaduros. Capaces de entregar sus vidas a la crianza de hijos que tal vez no habían planificado, pero incapaces de repensar su realidad para sacudirla. Tal vez esté hablando de una generación completa. De hombres y mujeres que no pudieron parar de trabajar, de producir, de llevar adelante una casa con hijos; que no pudieron dejar de vivir por un instante, para tomar aire y decidir. La decisión era parte de la acción: casarse, tener hijos, construir una casa, meterse en un crédito para pagarla, tener otro hijo, cambiar de trabajo, dejar de trabajar para quedarse con los hijos, pagar vacaciones, cuidar padres enfermos, separarse de amigos porque no cuadraban con la nueva vida, aceptar, tener un sexo monótono, tener un amante, dormir en camas separadas, dejar de hablar porque de lo contrario se discutía, empezar a odiar –a odiarse también-, no saber acompañar adecuadamente a los hijos adolescentes… dejarlos solos y desnudos frente al terrible mundo, separarse –destruyendo esa mentira que habían construido durante más de dos décadas-, contarnos intimidades inquietantes e inútiles, volverse hijos, hacernos desear desesperadamente perderlos, olvidarlos, sepultarlos… Esa reciente historia nos arrojó a los brazos del otro, que sabía -también- lo que era avergonzarse, padecer, encerrarse.

A mi esposo lo conocí feliz. Él parecía feliz. Me hacía reír a carcajadas, con su antinatural y forzado modo de causar gracia. No me movía a la risa irreflexiva. Su manera de interpretar inteligentemente las circunstancias cómicas, me hacía admirarlo.  Antes de empezar a escribir había creído que al hablar de él iba a ser muy crítica. Llegué a pensar que había demorado tanto esta instancia productiva porque cuando escribiera, iba a tener que escribir verdades que ya no podría desoír. Pero aparentemente me equivocaba. Porque ahora, sólo puedo hablar de que lo que antes o después –con el lamentable enceguecimiento in media res- mi marido tiene de bueno.

Decía que su  modo de volver intelectuales todos los chistes, incluso los referentes a las cuestiones más bajas, me hacía sentirme con mi compañero ideal. En medio de la risa incontenible provocada por alguno de sus precisos chistes, mi cámara interna se detenía a observar –como un narrador omnisciente- la situación. La evaluaba, la calificaba… la valoraba. El ágil resultado de dicho examen dictaminaba que el evaluado era un groso. Su humor parecía estar hecho a mi medida. En nuestro  modo de hacer humor, no se precisaban las explicaciones, no había posibilidad de ofensión; era un humor agudo, lúcido, cruel, profundo. Eso era lo más sexy que tenía mi esposo: su sentido del humor. Con esto no estoy diciendo que fuera feo. ¡No! Es muy bello. Tiene un cabello oscuro y brilloso, sus ojos –color miel como los de nuestra hija mayor- están acompañados de pestañas profusas que vuelven aún más tierna su mirada. Su boca, marcada a la perfección, con la parte superior destacada por dos perfectas vértices. Su espalda, ancha;  su cola, firme; sus piernas, musculosas; sus manos… torpes. Pero todo esto era solamente un componente de nuestro vínculo. Aquí lo sustancial eran nuestras charlas. Pero un día dejamos de charlar.



Capítulo 2: Evangelios

Nuestra hija llegó para arrancarme las energías. Ya desde el embarazo algo en mí se había transformado. Como anunciación de un futuro desasosegante, durante el último cuatrimestre de mi embarazo abandoné la carrera que estaba estudiando en la facultad desde hacía un año. En el año 2010, -cinco años después de haberme recibido de Profesora en Letras-, volví a la Universidad, con la idea de escapar de la esclavitud de la docencia y sus miserias (padres, directores, compañeros sin vocación, desinterés, baja remuneración, corrección, y otras yerbas) a través de la Psicología. Fui una exitosísima alumna durante dicho año y el siguiente. Rendí una docena de materias, que aprobé con notas altísimas y muchísimo disfrute. Era fácil estudiar todas las tardes, en la tranquilidad de mi domicilio de casada, sin más preocupaciones que una familia extendida bastante problemática. Pero decidí dejar de cursar, cuando la panza se hizo ver… a los seis meses de embarazo. Y me convertí en lo que siempre había odiado, -o tal vez temido-. Era entonces una mujer que vivía para su embarazo. Trabajaba un rato por las mañanas, y el resto del día miraba la televisión. Había desaparecido mi interés por la lectura. Mi creatividad, mi deseo. Ni siquiera me interesaba leer sobre mi estado. O sobre la bebé por venir. Todo aquello me daba mucho vértigo. Prefería seguir viviendo en la felicidad de la ignorancia. Nadie me daba consejos, nadie me decía qué era lo mejor. Hice lo que me pareció hasta que fue hora de un mediocre curso de preparto, indicado por un no menos mediocre obstetra de menos de 40 años.

Mi embarazo fue ideal. Sólo un brevísimo período de reposo y el famoso duvadilán para detener las contracciones provocadas por alguna discusión con mi padre. Estoy casi segura de que el problema aquí en realidad tiene que ver con mi inconformismo. Muchísimas mujeres deben haber pasado por lo mismo que yo. Pero tal vez ni siquiera se dieron cuenta de lo terrible que es “parir” como lo hice yo con mi primera hija.

Ese lunes, mi esposo iniciaba sus vacaciones, por tanto, tenía múltiples planes y tareas organizadas. El día resultó distinto, porque empezaron las poco dolorosas contracciones alrededor de las 9 de la mañana, en medio de idas y venidas –todas de acuerdo con lo que él tenía planeado- mientras yo controlaba por reloj la regularidad y duración de las contracciones recostada mirando algún vacío noticiero. Así fue hasta las 13 horas, cuando la partera nos indicó encontrarnos en la clínica para revisarme. Lo cierto es que, si bien las contracciones estaban, y eran rítmicas, no eran lo dolorosas –como supe unos años después- que podían llegar a ser. Los tres, mi mamá, mi marido y yo, nos encaminamos al sanatorio, lujosísimo. Allí me revisó “mi” partera (era la primera vez que la veía en la vida porque no había estado en el curso de preparto), quien indicó que con 4 cm de dilatación debía quedarme internada, porque la bebé estaba por nacer. Eran las 4 de la tarde. Me acomodaron directamente en una sala de parto porque estaba libre, para evitar que se ocupara más tarde. Lugar nuevo para quien nunca ha sido operado, ni ha estado internado. Lugar frío, luminoso y aterrador. Allí, -sin contármelo ni mucho menos consultárnoslo-, me pusieron una vía: el -hoy bien conocido por mí-goteo. Oxitocina para todos y todas. ¡La maldita costumbre de hacernos depender de un factor externo para parir! Recién con el goteo las contracciones se volvieron difíciles de soportar. Enterraba mi rostro en el abrazo de mi esposo mientras lanzaba un grito ahogado. El dolor no era lo más molesto. Lo incómodo era el modo en que todo sucedía allí. El monitoreo y la vía me tenían prácticamente encarcelada. No podía bajarme de la camilla, a pesar de desear caminar, agacharme, respirar. No digo que esto fuera únicamente responsabilidad de los otros intervinientes. A mí ni siquiera se me cruzó por la mente la posibilidad de modificar el status quo. Los protagonistas del parto de mi hija eran otros. Yo era una espectadora de sus decisiones sobre mi cuerpo. Los susodichos otros, -partera y, finalmente, obstetra-, mientras me revisaban charlaban sobre aquella noche en que habían salido juntos, mientras se preguntaban por qué no llegaba el anestesista. Cuando la partera me rompió la bolsa, debido a que las contracciones se aceleraban pero el cuello del útero no dilataba más de5 o 6  centímetros, empecé a sentir el verdadero dolor. Todo esto acompañado por las conversaciones a media voz –lo suficientemente audibles para mí- referidas a la llegada del especialista en peridural. Cuando finalmente llegó (el tránsito lo había retenido) me colocó la anestesia –que no resultó lo dolorosa que esperaba, tal vez porque ya estaba pasada de dolor producido por contracciones creadas artificialmente para las que mi cuerpo, y en especial mi hija, no estaban preparados- , me dieron ,muchas ganas de dormir. Sí. La mujer que debía pujar para sacar a su hija del vientre bostezaba y perdía poco a poco conexión con eso que le estaba ocurriendo.

No puedo más que detenerme a evaluar, a calificar esto que relato. Resulta aberrante que una madre no sea protagonista de su parto. No sólo por las decisiones en relación con el mismo, sino porque se quede dormida. Finalmente no me dormí, porque empezó el caos. El esperable caos. ¿Cómo no iba a haber caos después de semejante desempeño? Primero fueron unas poco disimuladas miradas entre especialistas, luego un “que preparen el quirófano”. Mi esposo también tenía cara de terror, de ignorancia desesperada. Después supe que él algo había entendido: los latidos del corazón de la bebé estaban bajando apresuradamente producto del esfuerzo que le generaban unas contracciones que eran demasiado para ella.

Nadie se preocupó por decirme media palabra tranquilizadora. Yo allí era un objeto del que había que sacar un bebé. El anestesista incrementó la dosis de peridural,  ingresaron en la sala de parto los camilleros que me llevaron al cercano quirófano. Allí había alrededor de seis personas. Me embadurnaron la panza con Pervinox, pusieron la famosa sábana entre ellos y yo, y empezaron a cortar. Todos parecían muy preocupados, apurados, intranquilos.

 Esa idea de que en la cesárea no se siente nada…por favor! Sentí muchísimo. No dolor. Sentí como si me revolvieran las entrañas. Sentí el esfuerzo que hizo el médico por desencajar a la bebé. Y, mientras ocurría todo esto –para mí fueron eternos minutos- mi cabeza observaba todo intentando descifrar los signos. (Soy un ejemplo ideal para una clase de Semiótica: una situación llena de signos que un sujeto ajeno a ese ambiente se esfuerza por desentrañar. Como un extranjero que desconoce la lengua del país que visita, y que se esfuerza por leer en cada gesto, en cada elemento que se le aparece, con la angustia de no saber si lo que interpreta es o no es.) Todo indicaba peligro. Todos los rostros, todas las expresiones, la cantidad de personal, las corridas, el silencio de mi marido. Cuando finalmente pudieron sacar a mi hija de mi vientre, la alzaron para mostrármela –les había quedado un piecito adentro, que sacaron cuando ella pendía frente a mí- .

Creo que esa es la imagen más desoladora que tengo grabada en mi retina. Roma colgaba –como un crucificado- de los brazos del obstetra. Con los ojos cerrados, la cabeza ladeada. Por supuesto, pensé lo peor. Porque jamás había imaginado la posibilidad de que mi bebé saliera de mi panza sin llorar. Así la cultura me había nutrido durante décadas, y yo había sido lo suficientemente permeable a dicha idealización como para no prever otros desenlaces. Afortunadamente, hizo un movimiento ocular con los párpados cerrados que fue un bálsamo para mí. En una milésima de segundo –suspendido en un tiempo que se había detenido- entendí que estaba viva. Me la acercaron, la besé, le dije que la cuidaría, y se la llevaron junto con el papá.

Lo que ocurre después en un quirófano es bastante frío. Sacar la placenta, coser, y estar sola en medio de semejante explosión hormonal. Es espantoso quedarse sola con desconocidos después de que te abran en dos y te saquen a ese ser que te estuvo acompañando nueve meses –y mucho antes en el deseo-. Ya sé. Suena bastante romántico, y esta no es una novela romántica. Pero lo cierto es que la sensación de abandono que tuve cuando se llevaron a mi hija junto con mi esposo tres segundos después de haberla arrancado de mí –sí, digo arrancado, porque esa bebé no quería nacer aún. La obligaron- fue nítido-. Nadie me explicó nada. Nadie me tomó la mano para decirme: ahora te llevan con tu bebé. Nadie me pasó la mano por la frente. Nadie me miró a los ojos ni me explicó algo de lo que había ocurrido. Aparentemente, había sido todo normal.

Después, en el ascensor, me reencontré con ella, que descansaba en su pecerita. Una vez en la lujosa habitación, mi esposo me contó que había llorado cuando la limpiaban, la medían y la vacunaban. Todo era normal. Efectivamente. Por supuesto, me relajé, nos relajamos. Pues todo padre quiere que con su hijo las cosas sean normales. Entró mi mamá. Se enamoró de ella y nos acompañó.

Esos primeros cuatro días de vida, y los subsiguientes tres, que estuvo en internada en neonatología, fueron como parte de un sueño surreal.  Mientras entraban y salían familiares, enfermeras, puericultoras y  pediatras, yo seguía sin entender ese dolor espantoso en el vientre, producto de una cicatriz para la que no estaba preparada.  Y, a la vez, allí estaba esa bebé tan bella,  tan tranquila que dormía plácidamente,  sin ningún síntoma de que algo anduviera mal,  -más allá de que no se prendía al pecho,  no se alimentaba, no se despertaba -por más que  le soplara en la orejita-.  La alarma la dio una enfermera que no podía aceptar que esa bebé siguiera sin comer. La torpe puericultora estaba convencida de que la pequeña obtenía suficiente ¿leche?  con dos succiones pre- siesta constante. Los médicos tenían bastante con los análisis que expresaban valores normales.

La nena debía irse de alta junto con su mamá, porque todo iba bien. ¿El modo? Una jeringuita esterilizada y leche de fórmula. Porque claro, esta mamá aún no tenía ni calostro, ni mucho menos leche.  Tal vez el instinto de conservación hizo que el padre de la niña, -que había pasado múltiples momentos de estos primeros días de café en café con los amigos que iban a felicitar a la pareja- no aceptara semejante alta, y exigiera que la bebé saliera de su internación alimentándose apropiadamente.

Gracias a esta firme intervención paterna, Roma pasó una noche en terapia intensiva, donde la alimentaron por sonda con leche de fórmula. Esa noche, me trajeron un sacaleche eléctrico (aparato entre pornográfico y sadomasoquista) con el cual estiré mis pezones hasta extremos inimaginables para una mujer que nunca ha amamantado. Los susodichos pezones se inflan y estiran dentro de la sopapa tanto que parece que van a explotar… mientras no sale ni una gota de leche, porque aún no hay tal cosa, ya que mi bebé no había hecho el trabajo adecuadamente. Bien temprano, me desperté con fiebre en el pecho, pelotas durísimas se exhibían debajo de la piel de los senos. Jamás nadie me había dicho que eso pasaría después de la intervención del dichoso sacaleche.  La cuestión es que esa mañana –en la que me darían de alta solo a mí- entré a la Terapia Intensiva de neonatología, me recibió una puericultora con todas las letras que me dijo: Vení mamá, vas a amamantar a tu bebé. Me asusté. No había traído la pezonera que para tal fin me había hecho conseguir la puericultora que me visitaba en la habitación. Esta nueva, me tranquilizó. No te va a hacer falta. Así fue. Tomé a mi gorda en brazos, la sostuve de un modo innovador –nunca se muestra que se puede amamantar de modos menos tradicionales, vinculados con las necesidades de cada bebé- para que su boca estuviera bien cerquita del pezón, y, así, con constantes mimitos para que no se durmiera, Roma se prendió a mi pecho y se hizo una panzada. Ese habrá sido el día más feliz de esos que se habían inaugurado con el nacimiento. Al fin era protagonista en esta historia. Al fin mi rol con Roma empezaba a ser trascendental. Al fin algo empezaba a parecerse a lo que había fantaseado.

En esos tres días de neonatología se abrió ante mí un mundo nuevo del que apenas había escuchado hablar en algún noticiero –sí, así de ignorante soy-.  Se inauguraron las charlas de Lactario (el lugar donde las madres que tienen a sus hijos internados en neo van a sacarse leche para que luego les den a sus bebés por la noche, cuando ellas no están –si no están, porque muchas se quedan aún durante las noches-. Allí aprendí que lo que le ocurría a mi hija era nada, al lado de algunas que habían perdido a uno de sus mellizos prematuros y que pasaban sus días sentadas en una silla sacándose leche -para no perder la posibilidad de algún día amamantarlos en su casa, o por los famosos beneficios de la leche materna-, esperando entrar un rato para ponerse a sus delicados bebés-ratitas sobre el pecho dolorido de tanto estirar antinaturalmente dentro de la sopapa del sádico aparatejo. Había mujeres que desde hacía nueve meses se alegraban con cada gramo que subían sus hijos, que veían cómo hijos de otras se iban de alta, rozagantes y sanos, mientras los suyos seguían ahí, cuidados por las celestiales enfermeras que son madres, abuelas, tías, médicas y más para esos pequeñitos que a cada succión –si la pueden hacer- se juegan la vida. También veían pasar la sombra del fallecimiento de alguno de los internaditos que no había podido resistir el esfuerzo que implica sobrevivir.

En medio de todas esas novísimas experiencias, mi vientre vendado intentando cicatrizar, mi vagina sangrante, mis pechos enormes y doloridos que empapaban los corpiños, un baño público y una sala de espera llena de padres preocupados y madres doloridas, y también, el encuentro con la propia percepción de la maternidad. Uf, la maternidad. No debe existir un rol más idealizado que ese. La cultura se ha ocupado de construir una sumatoria de verdades  en torno a dicho signo que ha velado –porque hay evidencias que es mejor no reconocer- gran parte de lo que dicho vínculo implica. Sí, ser madre te cambia la vida. Sí, una vez que nace un hijo todo lo demás pasa a un quinto o sexto plano. Sí, cuando somos madres nos olvidamos de nosotras mismas –cómo no de nuestros esposos-. Sí, cuando todo es orgánico, la maternidad llega para hacernos sentir plenas, completas diría Freud, sin la Falta diría Lacan, realizadas diría la cultura machista-consumista occidental.

Finalmente, al tercer día, Roma fue dada de alta amamantándose correctamente siempre y cuando se la despertara cada tres horas para dicho fin y se le hicieran cosquillitas suaves o sopliditos leves en la cara mientras tomaba el pecho, con el propósito de que no se quedara dormida en medio de la faena. La salida del sanatorio fue una escena inédita idealizada. La pareja de padres felices –e inexpertos- asegurando a la bebé en el huevito del auto. Mamá viajó atrás, porque ambos tenían miedo de que ella dejara mágicamente de respirar, o de que se atragantara con su propio vómito. Y a partir de aquí, nunca más hubo nada natural, nada relajado, nada orgánico. Tal vez esa manera de vivir los primeros años de vida de nuestra hija se había estrenado con su no- parto tan artificial, tan creado desde afuera.  Lo cierto es que llegamos a casa. Pero la esposa que llegaba, ya no era la de unos días antes. Esta nueva requería de su esposo para mínimas cuestiones de las que el aprendiz de padre –y de esposo- nunca había participado. Cocinar, poner la mesa, lavar la ropa, poner el aparato ahuyenta mosquitos (porque era verano y los mosquitos podían desfigurar a la recién nacida), ayudarla a bañarse y vestirse, despertarse por las noches preocupado por los “extraños” sonidos que hacía la bebé, trabajar –claro está- , y volver por las noches a una casa que parecía suspendida en un tiempo sin tiempo, donde todo se repetía como en una obra del teatro del absurdo, aunque tal vez con cierto sentido, a pesar de que la madre no lo encontrase aún. El padre discutía, se quejaba, ponía caras de molestia, porque esa nueva esposa tan solicitante no lo dejaba ir a su ritmo. Antes, cuando no había otro del que ocuparse, esa pareja no había llegado a ser tal cosa. Cada uno tenía sus ritmos –incluso para el sexo- y habían aprendido, mal que mal, a vivir así. Y no eran infelices. Pero ahora, de súbito, ella necesitaba de él, y él no estaba dispuesto. Así fue que el primer mes de vida de Romina el “hogar” familiar se transformó en un campo de batalla. No podían mantener una conversación sin discutir, no podían planificar sin molestarse el uno con el otro. Ella, que nunca había cedido ante una discusión, era ahora la que prefería decir “si, está bien”, a pesar de no estar de acuerdo y envenenarse por dentro, porque estaba tan agotada que ni fortaleza mental para mantener una batalla verbal tenía. Así fue que en su interior, además del torbellino hormonal que generaba la nueva responsabilidad, el encuentro con la no pertenencia del propio cuerpo –que era ahora dominio de la bebé-, la sed vehemente, el hambre desbocada, la fiebre en el pecho, la apocalíptica falta de sueño, la sensación de encarcelamiento, la ignorancia, el temor por lo que podría ocurrir; apareció también la profunda sensación de soledad, junto con un creciente rencor por ese hombre que era quien la dejaba sola, que  no la escuchaba sino que la reñía, que profundizaba sus temores, que exageraba los cuidados y que, en resumen, no colaboraba para que el vínculo de esa madre con su hija fuera por un camino natural.

De esa madre, tengo que hablar en tercera persona, porque la encuentro lejana a mi yo actual –aunque a veces resurge, claro-. Muchas veces, en medio de la noche y del llanto de una bebé que no se dormía en brazos de su madre excepto que su boca estuviera en el pezón cual chupete –que nunca aceptó- y que de tanto mamar vomitaba sin escrúpulos sobre progenitora, sillón, cama, muebles etc., (en esa época una se siente una lacra: siempre con olor a leche, transpirada, despeinada, vomitada, con sueño y con hambre) esa mujer había fabulado escenas que –afortunadamente-jamás se atrevería a efectivizar.  Cerraba los ojos mientras enérgicamente cantaba y se movía al ritmo de alguna canción de María Elena Walsh –de esas que son para dormir- e imaginaba –después de larguísimos minutos que se transformaban en horas- que salía corriendo sin rumbo por la calle, dejándolo todo atrás y sin pensar en el mañana. O se veía a sí misma revoleando a la llorosa bebé contra la pared, con el único fin de obtener paz.  Imaginaba que dormía en una habitación sola, como cuando era soltera, sola de nuevo, libre, apasionada, viva. Todo esto fue parte del callado deseo inconcretable.  La oscura fantasía que surge de la falta de sueño, de la soledad, de la desesperación, de los días cíclicos, repletos de actividades repetitivas que –al menos para esta madre- no alcanzan a satisfacer toda una serie de afanes que era imposible enterrar, ocultar, posponer y mucho menos matar.

Evidentemente, la depresión posparto se había instalado.

Fue duro. Triste. Lento. Silencioso. Y, especialmente, solitario. ¿Quién se entera de lo que pasa en tu cabeza? ¿Quién se preocupa por saber lo que transmite tu mirada, tu actitud, tus respuestas? En general las indagaciones sobre  eso son más por necesidades propias del entrevistador que por un verdadero interés en el bienestar del entrevistado. De hecho, muchas veces el silencio es el mejor aliado de quien prefiere evitar enfrentar la verdad que el otro tiene para confesar.  Pero una vez que el clima no puede sostenerse, -porque cuando uno está deprimido es muy difícil falsear la sensación de angustia provocada por una realidad que resulta opresora, paralizadora, ajena-, la evidencia sale a la luz, en forma de aullido visceral que reclama ser atendido, escuchado, salvado.

Nuestro matrimonio entonces, terminó de abismarse cuando se abrió la herida de la cesárea. El descontento de esa madre desatendida y sola se exhibió, -sino con efectividad a través del carácter, la desazón y el tedio-, con vigor a través de esa cicatriz que se negaba a cerrar. Fue con ese hecho, con la  visita al obstetra y con las diarias curaciones que debió hacer el esposo, que se selló una tregua conyugal.  El padre entendía finalmente por lo que había pasado la madre. Dejábamos de ser dos para convertirnos en un equipo. Hay quienes necesitan ver para creer. Tal vez la sábana que tapaba mi vientre durante la cesárea había cubierto también los ojos de mi esposo. Lo cierto es que una herida sangrante, supurante y doliente era difícil de ignorar. La evidencia requería el cambio de actitud que –afortunadamente- se dio.

El padre recomendó la visita al psiquiatra, porque, al cabo, había escuchado las sensaciones de la madre, la imposibilidad de la niña de dormirse en los brazos de esta y la desoladora  impresión que la mujer tenía de los días iguales. Cuatro meses habían pasado del nacimiento cuando comencé a tener una percepción feliz de la maternidad. Roma se calmaba conmigo incluso sin tomar el pecho. La sertralina hacía su efecto, y, ya podía disfrutar de caminar por Castelar para hacer alguna compra, del baño de la bebé, de los mimos antes-durante- después del baño, de los momentos de amamantamiento, de las miradas, de las sonrisas, de los balbuceos, de su sueño y del mío.

En las familias respectivas pasaban cosas que se empeñaban en enturbiar  la reciente alcanzada felicidad. Madres y padres que dividían bienes, hermanos que se habían asociado pero no les gustaban las reglas de la sociedad, abuelas lejanas, abuelos insípidos, tíos quincenales –o inexistentes-,  y tías… no había. Nada más. Con la única colaboración que se contaba era con la de la mucama devenida en niñera, una niñera afable, divertida, sincera, entregada. Con ella fueron alrededor de dos años de relación laboral, cuatro de romance y uno de hartazgo. Recién en el octavo, y por su ausencia, pude valorarla con justicia. Pero, al cabo, Godot y yo estábamos juntos. Siempre, absolutamente siempre, remamos para el mismo lado. Probablemente, en los análisis posteriores me pregunté: “¿Por qué carajo no lo mandé a la mierda en ese momento? ¿Cómo es que eso no fue motivo para dejarlo? ¿Qué me pasaba para tolerar eso que tanto me lastimaba? Lo cierto es que contextualmente las cosas no eran como en el recuerdo fragmentado y extrapolado involuntariamente por un síntoma que pide –ya lo dije, a gritos- ser sanado.  Godot era para mí mucho más que esos enojos, que esos errores de inmadurez. ¡El tipo tenía un potencial admirable! Después de que lo asimilaba, -tarea que le tomaba desde quince días hasta 2 años-, ¡el flaco me pasaba el trapo! Rápidamente, una vez aprendida la lección (lección ardua, tediosa, compleja), Godot avanzaba sobre el concepto, se apropiaba de él, lo convertía en mejor persona y te invitaba a mejorar a vos también. Ya no puedo recordar la cantidad de veces que ocurrió esto. Cada vez que cometía un error grave de relación, -quién seré yo para calificar como errores sus elecciones-, mi indicación (con pataletas o sin ellas), él terminaba aceptando sinceramente que “había sido un pelotudo”. En todas las ocasiones de ese tipo. Absolutamente en todas. Usted, lector, pensará: “Pero entonces, un poco pelotudo era”. Pues no lo sé. Yo creo que no. Creo que una crianza artificial moldea seres incapacitados para el lazo real. Pero Godot quería aprender, quería abandonar la espera, la inerte y estéril mirada crítica, la aceptación, la postración, el presente abismo, el ineludible barranco. Y lo lograba, sí lo lograba.

Por otra parte –o más bien, por la misma-, quisimos darle una hermanita a esa niñita que se desesperaba (como cualquier hijo único, ahora lo sé) por cada infante que pasaba cerca de sí. Esa fue la versión oficial, la íntima reconoce que el factor “revancha” estuvo presente en la decisión. Yo necesitaba redimirme. Demostrarme que podía defender mi parto, defender a mi hija. Que podía tomar decisiones inteligentes y sostenerlas.

Detengo el relato porque no puedo evitar un interrogante. ¿Por qué motivo cada circunstancia era vivida e interpretada por mí con tanto rigor? ¿Por qué mis actos y el impostergable devenir debían ser sometidos a tamaño y constante análisis? ¿Cómo es que ni el yoga, ni una úlcera, ni el psicólogo, ni la ignorancia, ni el egoísmo eran los conductos por los que fluía mi vida. No. En mí es más un rezumar que un fluir. Lo acontecido, lo ejecutado hiede constantemente. En momentos se hace urgente, ineludible. Otras,  infesta la cotidianidad hasta volverla atormentadora, y, ni siquiera hablando de ello una y otra y otra vez -con quien fuera- lograba remitir un poco, al menos mitigar el recuerdo. Tal vez, sea esta –la escritura- la vía para la emancipación.

Capítulo 3: Redención y Calvario

El embarazo y el parto de Grecia fueron exitosos. El primero sólo fue interceptado por el ACV sufrido por mi suegro cuando yo estaba de seis meses. Una mañana de enero de 2014 escuché unos aullidos, localicé su procedencia, grité palabras tranquilizadoras. Los aullidos aumentaron al oír mi voz.  Busqué llaves, mientras la niñera (tan nerviosa como yo) se ocupaba de la pequeña próxima a cumplir dos años. Entré.

Esto amerita contar que al lado de casa vive –sí, vive- mi suegro. Él solo. Desgraciadamente. Alguna vez esa había sido la casa familiar (así la conocí), la nuestra había pertenecido a los abuelos de mi esposo y abandonada a su suerte durante ocho o diez años después de la muerte de la póstuma abuela. Del otro costado -sí, como en una aldea medieval-vivían los tíos de mi esposo, cuyos hijos prolongan su adolescencia más allá de los 30 años. Cuestión, ésta, para explayarme. Pero prefiero sentenciar que lo que vivimos juntos en esa Comunidad del Anillo, nos unió. El rencor, los silencios, las mudas formas de pedir perdón, el orgullo enquistado no pudieron con nosotros. Pudimos con todos ellos. O eso es lo que quiero desear.

Completo: Encontré a mi poco querido suegro, ensangrentado, tirado en el piso del baño, desnudo y gimiendo. Lo calmé, llamé a la ambulancia y a mi marido –que por suerte andaba cerca-, lo cubrí y me quedé a su lado, dándole ánimos. La mala hierba nunca muere, y así fue como el señor se recuperó en unos pocos meses, y todo volvió a la normalidad. Incluso su desprecio hacia mí. Pero el efecto de dicho rescate fue fuerte. Semanas en cama para detener  las contracciones que había desencadenado la situación. Afortunadamente, una buena amiga posó su mirada en mí. Mientras hacíamos un simulacro de festejo, -pues, claro, el organizado debió cancelarse- de cumpleaños de Romina, ella descubrió el malestar en mi rostro, mi panza dura y mi agitación. Supo que esas eran contracciones, y que no era momento aún para ellas. Lo antedicho:  todos nos recuperamos. Todos volvimos a la normalidad. Por cierto, no sin luchar, como de costumbre. A mi esposo se le imponía un acompañamiento diario a un padre convaleciente, a la vez que una esposa cursando un embarazo complicado quien debía también ocuparse de una niña de dos años. Después de charlas, explicaciones, concientizaciones y hartazgos, finalmente el esposo delegó el cuidado del padre en sus hermanos y en una madre culposa. Así, como cada vez, el marido protegía a su nueva familia, mientras la antigua agudizaba su rencor.

Grecia nació después de doce largas, duras pero entrañables horas de trabajo de parto. Muchas veces en medio del dolor en el coxis, -ese dolor que parece quebrarnos en dos a cada contracción-, pensé que no podría, que eso sería eterno, que me había equivocado tomando la decisión de no aplicarme la Peridural. Como siempre, tuve tiempo de pensar mientras transitaba el dolor. Sin embargo, después, una vez logrado el objetivo, con mi bebé en brazos, siendo revisada, vacunada, limpiada junto a mí, en la habitación para dilatantes  (nunca me sacaron de allí para llevarme a ningún frío otro  lugar)supe que así debían ser los partos. Supe que yo todo lo podía, porque había podido con mi hija. Fueron días de absoluta confianza en mí misma. Sabía lo que debía hacer, sabía qué esperar. Nada ni nadie logró en aquel tiempo instalarme sus temores, sus inseguridades, sus malestares, ni sus humores. Yo estaba allí para cuidar de esas dos niñas. Para hacerlas hermanas más allá de la sangre. Para enseñarles a amarse, a necesitarse, a cuidarse. Mi esposo hizo su habitual inocente intento de boicotearme. Pero esta vez supe frenarlo. No le permití que se llevara puesta mi recién adquirida autoconfianza, mi sabiduría respecto de la maternidad, mi paz interior. Esa fue la primera vez en la vida que tuve paz interior. Creo que en aquel momento alcancé la plenitud. Me sentía completa, satisfecha de mí misma, viviendo mi propio Paraíso, disfrutando de mi buscado y alcanzado rol materno.

En medio de ese jubileo, la novia de mi papá nos informaba que lo dejaba porque ya no soportaba su desinterés, a la vez que nos revelaba que el abuelo tenía Alzheimer, Parkinson, o algo por el estilo. Así, repentinamente, el Edén se desvaneció..

Mi papá seguramente había empezado a cursar su enfermedad mucho tiempo antes, pero su carácter, el mío y las intervenciones maternas, habían instaurado un foso entre él y yo, que ni siquiera las nietas habían logrado zanjar. Era así cómo, con mi bebé de tan sólo cuatro meses, me caía el gravamen de ese hombre que  había fraguado su destino y que no tenía a nadie más que a mí. Digo que no tenía a nadie más, porque en su juventud se había enemistado profundamente con su hermana y el marido de esta, más tarde había logrado lo mismo con mi madre y ya no quedaba ni siquiera una tía perdida. Dos egoístas hermanos mayores  varones eran garantía de que la tarea era para mí. El primer encuentro con esa nueva e ineludible responsabilidad fue tras un atragantamiento en un partido de rugby. Mi hermano mayor lo había pasado a buscar por su casa para ver a la Primera. Se habían comprado un sándwich de carne mientras miraban el partido. De súbito, mi papá se atragantó. Fue tan cruel dicho atragantamiento, que debió ser resucitado por un médico y llevado en ambulancia para ser internado.

Esa semana, Grecia abandonó la teta. Mis ausencias eran demasiado prolongadas. La mamadera era un sustituto que la satisfacía, de modo que al cabo de esa semana, yo me enfrentaba no solo a la realidad de un padre que ya no podía quedarse solo en su casa, del que había que ocuparse 24/7 porque hasta había que procesarle los alimentos y espesarle los líquidos, sino también con una bebé de cuatro meses que rechazaba con asco mi pecho. Durante dos meses me saqué leche para dársela con la mamadera, de modo que la pequeña siguiera recibiendo los beneficios de la lactancia materna. Mientras tanto, ya había vuelto a mi trabajo, del que me escapaba a las corridas para pasar por la verdulería y la carnicería, ir a la casa de mi padre, llenarle la heladera, programarle las comidas y pagarle a los acompañantes que pasaban el día con él. (Además de recibir sus siempre negativas devoluciones de lo ocurrido durante mis horas de ausencia). Papá me pedía que me quedara con él, que fuera ratos más largos. Mis hermanos apenas pasaban los fines de semana para verlo un rato. Mientras tanto yo le gestionaba –junto con mi bien predispuesto esposo- una mudanza a una casa de una planta, donde él pudiera moverse sin tener que subir escaleras, puesto que la pérdida de equilibrio –además de los atragantamientos- era lo que resultaba factor de altísimo riesgo para él.

Cada dos por tres nos enterábamos por los cuidadores de una nueva caída. El pobre viejo intentaría seguir siendo independiente, ir al baño, bajar a comer algo, pero su cuerpo no lo dejaba. De verdad que no puedo imaginar lo que habrá sentido aquel hombre (no digo mi padre, sino el Hombre) en medio de aquellos descubrimientos respecto de sus propias incapacidades. Mi marido y el último neurólogo (porque pasamos por tres neurólogos y dos psiquiatras que no fueron capaces de diagnosticarlo) me han dicho que mi padre no era absolutamente consciente  de su degradación. Sin embargo yo, en mi vínculo íntimo con él, sé que sufría. Sé que sentía pena de sí mismo, rabia, dolor, mucho dolor.

Pasaron tres años completos, a lo largo de los cuales, así como avanzaba la enfermedad innominada –puesto que no alcanzaba diagnóstico-,  las facultades motoras y las habilidades que conectaban a mi padre con el mundo fueron degradándose; hasta dejarlo primero humillado y luego aislado, pero justo aquí, a nuestro lado. Nunca en la historia de la relación entre mi padre y yo, lo había sentido cerca. Tal vez, en algunas oportunidades, esta hija había decidido ignorar la constante distancia que su personalidad  imponía entre nosotros. Quizás, por momentos,  había luchado por un vínculo sano, enriquecedor, satisfactorio con  mi padre. Pero jamás había podido sostener la farsa más que coyunturalmente.

Mientras digo esto, reflexiono. Me releo y me pregunto: ¿Debería escribir, en vez de “la constante distancia que su personalidad  imponía entre nosotros”, “la constante distancia que su personalidad y la mía imponían entre nosotros”?. Me respondo que no. No era mi responsabilidad, a los dos, cinco, ocho, ni a los quince años ser la hacedora de la conexión con mi padre. NO. Esa debió haber sido su preocupación. Escucho quejas. Lo sé. Era otra época. Nuestros padres habían sido criados de otro modo. Ellos no eran capaces de ponerse en el lugar en el que nosotros hoy nos ponemos en relación con nuestros hijos. Es una cuestión generacional. NO. Nuevamente, NO. No puedo consentir que el deseo de conectar con un hijo, con un ser indefenso que todo lo aprende de uno -comer, mirar, sentir, desear, amar-, pueda depender de una cuestión social. Sé que lo es. Sé que hay maneras enseñadas - mejor dicho impuestas - por la sociedad. Pero amar a un hijo, desear ver su sonrisa, el brillo en los ojos, el cuerpo entregado a las cosquillas, su carita de satisfacción ante un logro, las brotantes lágrimas, los abrazos eternos, las respiraciones por la noche; sentir esa apertura en el pecho que sube desde las entrañas al contemplar  lo antes mencionado; eso no puedo entender cómo mi padre no ha podido disfrutarlo. Aunque mientras lo escribo, me descubro a mí misma corriendo por las obligaciones: bañarlas, vestirlas, peinarlas, calzarlas, cortarles las uñas, leerles un cuento, llevarlas, traerlas, buscarlas, preguntarles, cocinarles, servirles, pelarles , lavar platos, ordenar la casa, lavar la ropa, ir al supermercado, vestirme, depilarme, peinarme, ir al gimnasio, tener buena cara, ser dulce, ser sexy, ser amable, no equivocarme, ser una respetable profesora, ser intelectual pero no ser aburrida, ser superada, callar, estar, no perderme en medio de todo esto. Tal vez mi padre se enroscó menos. Él decidió no dudar. El actuó. Hizo. Sin mirar atrás. Nunca. Si alguna vez lo hizo, no nos lo hizo saber de ningún modo. Quizás, sus vaivenes emocionales eran signo de esa débil duda. ¡No salís! Te llevo. Maltratarnos y llevarnos un mes de vacaciones. Gritarnos  sin pausa y ahorrar todo el año para comer afuera cada día durante las vacaciones. Hacernos vivir a su ritmo. No dejarnos ser. Quejarse de todos nuestros defectos. Nunca dar una palabra de aliento. Todo eso acompañado de que  nunca nos faltara nada. De su constante sacrificio. De la impostergable deuda que teníamos con él.

Lo cierto es que no es fácil hablar de mi padre. Resulta difícil calificarlo o describirlo. Sus actos hablan por sí mismos. O no. Pero se me hace arduo ser objetiva. Porque todas sus acciones sobre mí, mis hermanos, mi madre o el ambiente, están teñidas por lo que sentí en cada oportunidad. En general era vergüenza. A veces la vergüenza se transformaba en humillación. Sentía más  vergüenza de él que por cómo me hacía ver a mí. Muchas veces sentí vergüenza de que él fuera mi padre. Y para eso no tuve que convertirme en adulta y darme cuenta de que era un pobre tipo. No. Eso ocurrió sin que yo reconociera el sentimiento, cada vez que él peleaba con algún conductor en la calle, se enojaba con un vendedor, se ponía nervioso esperando al mozo, interactuaba con algún otro padre, alguien venía a casa y él se ponía su “ropa de entrecasa”. Todas sus acciones en sociedad me abochornaban. Había padres más elegantes, más amables, más inteligentes, más divertidos, deportistas, profesionales, con algún hobby. Mi papá no era nada de eso. Mi hermano del medio, diría que eso fue así porque nuestro padre había pasado su vida trabajando para darnos todo. Por eso no había tenido tiempo de nada más. Que su trabajo le había arrancado todos los deseos . Yo, en cambio, creo que mi papá no fue capaz de crearlos o, -al menos-, no fue capaz de sostenerlos. El papá que yo conocí era un tipo sin anhelos. Posiblemente mis hermanos conocieron a otro, que, siendo más joven, estaría menos decepcionado y más predispuesto. Pero con el  que yo traté tenía sólo proyectos materiales: cambiar el auto, irse de vacaciones, arreglar la casa –esto último dejó de hacerlo cuando se separó de mi mamá-. Le faltaban sueños, aspiraciones personales: ser mejor persona, aprender a hacer algo, divertirse con su familia, disfrutar de la presencia de otro, abrir su corazón, dejarse llevar, olvidar su neurosis –al menos por un instante-.

En definitiva, fueron pasando los meses que se transformaron en años a lo largo de los cuales mi padre dejó de darme rabia, bronca, ganas de alejarme;  pasó a provocarme primero pena y luego culpa. La culpa de quien se sabe el soplo de aire fresco del cautivo, el único oasis del sediento. Mi papá ya estaba internado en un geriátrico para el que era demasiado joven, pero para el que estaba excesivamente deteriorado. Me convertí, entonces,  en la única persona que lo iba a ver con regularidad. Y eso implicaba también ocuparse de sus necesidades: el espesante para sus líquidos, los pañales, sus remedios, su ropa, incluso sus más bajos instintos. En uno de esos encuentros, allí, en la habitación que compartía en el hogar de ancianos con un postrado,  me contó –cuando aún podía hablar-que la mujer  que regularmente visitaba a su compañero de decadencia, había hecho un escándalo denunciándolo de haberse masturbado en su presencia. Ese día, pobre mi padre, me estaba rogando que lo defendiera. Por supuesto que no lo dijo. Claro que no me lo pidió, él nunca sería capaz de tal cosa. Pero sus palabras, su confesión, su rostro de inocencia, lo reclamaban. No sé si una hija está lista alguna vez para oír algo así de la boca de su padre. Y mucho menos para escuchar la confirmación del relato en boca de la jefa de enfermeras. Esta última, una señora dulce y contenedora que, reduciendo mi ansiedad, me explicó que en esos sitios la masturbación –tanto de ancianos como de ancianas- es de lo más natural, y que esta mujer se había excedido con tamaño escándalo. A pesar del sacudón del relato, tuve claro que mi padre debía ser protegido, porque si él estuviera bien, si su estado no fuera inusitado para su edad –o para la vida en sociedad- probablemente no estaría allí. Afortunadamente, en esos yermos desolados, existen mujeres anónimas, que se entregan con amor al cuidado de nuestros seres queridos. Las enfermeras del geriátrico se convirtieron en quienes más me entendían. Me saludaban con calidez cada vez que visitaba a mi papá. No era una sonrisa cualquiera. Ellas sabían que yo amaba a mi papá, y que me hubiera gustado hacer mucho más por él. Esas mujeres jugaban con mis hijas de un año una, de tres  la otra –edades que fueron cambiando a lo largo de la estadía- cada vez que visitábamos al abuelo. Siempre tenían algo bello que decir de mi papá –eso nunca había ocurrido en ningún sitio-. Tal vez, ese viejo cascarrabias, ese insatisfecho crónico, esa tormenta de negatividad estaba, como alguna vez me ha dicho un amigo fraile, transformándose como un Cristo en su pasión. El padre que falleció en la cama de terapia de una clínica de mala muerte en Ituzaingó, había pasado por todo lo más humillante, degradante y doloroso –físicamente doloroso- por lo que puede pasar una persona. Además de haber perdido la posibilidad de movilizarse por sus propios medios –algo que se había desvanecido para él con los inicios de su enfermedad-, de controlar esfínteres, de deglutir alimentos, de beber líquidos (estas dos últimas habilidades habían sido reemplazadas por un botón gástrico a través del cual se le pasaba un alimento que proveía la prepaga a través de una jeringa en el geriátrico, y finalmente con una bomba de alimentación durante su internación), de comunicarse a través de la palabra hacia los últimos dos meses de vida –hecho que me resultó difícil de digerir, justamente-. En esos dos últimos meses que recién mencioné, se terminó de convertir en un vegetal. No miraba a los ojos. No podía mover ni sus brazos, ni siquiera sus dedos. Empezó a escararse, por lo cual aprendí a rotarlo yo solita, sin la ayuda de ninguna demorada enfermera. Le colocaba su crema en cada roce, distribuía estratégicamente los almohadones para que sus piernas y rodillas se tocaran lo menos posible. Le leía. Rezaba con él. Le cantaba las canciones que alguna vez le habían gustado –de Sandro, Palito Ortega, Los Beatles-. Cada vez que hacía eso, él intentaba comunicarse conmigo a través de un aullido, que manifestaba agradecimiento. Lo afeité un par de veces, y, a pesar de que ya no hablaba, hacía trompita para que le pasara la maquinita en los bigotes.

Durante un mes entero, por las mañanas, entraba a la habitación de la clínica saludándolo con energías, transmitiéndole todo mi amor y mi acompañamiento. Muchas de esas veces, al cabo de un rato, debía encerrarme en el baño para llorar. Cada mañana era volver a encontrarme con su decadencia, con su muerte en vida, con su pasión. Nadie merecía esa tortura, ningún ser humano meritaba dicho suplicio. Verse a sí mismo postrado, sucio a veces, incapaz de bramar por un imposible vaso de agua. El tiempo allí era eterno, circular, denso. Los vínculos con mis hermanos sufrían la misma degradación que el cuerpo de mi papá. Cada vez su situación ahondaba diferencias, señalaba compromiso o la ausencia del mismo. La carga era terriblemente pesada, y casi nadie estaba dispuesto a arrastrarla. Pasé días enteros viéndolo morir. El agobio de esa habitación en la que no entraba nadie durante horas (porque a mi papá no había que darle de comer, ni medicación, ni un carajo) era extenuante. Se salía de allí por la tarde-noche con la sensación de que se pasaría la vida así. Es que la enfermedad de mi padre no tenía fecha de vencimiento. El cuarto neurólogo, -el único que había logrado diagnosticarlo; Parálisis supranuclear progresiva, enfermedades raras si las hay- nos había pronosticado una supervivencia de aproximadamente cinco años. Mi padre era joven y su corazón- además del resto de los órganos-se conservaba  saludable. Ciertamente, esta hija creía que su padre viviría todo lo que restaba del año (había sido internado en enero). Pero una noche de fines de marzo, llegó el mensaje temido y –debo reconocerlo- esperado. Finalmente, Horacio descansaba en paz. Se acababa su sufrimiento persistente, se terminaba su prolongada agonía; a la vez que se desvanecía mi carga.

Cuando entré con mi marido a la terapia para ver por última vez a mi padre, descorrí la sábana para ver y tocar su cuerpo, ese cuerpo que tanto había cuidado los últimos meses. Ese mediodía había pasado a verlo, y le había susurrado que yo cuidaría de mis hermanos. Lo abracé, lo revisé. Me recosté sobre su pecho ya frio, amarillento, ajeno. Papá ya no estaba ahí. Esa imagen tardó varios meses en disiparse de mi retina. Volvía regularmente como para asegurar algo que parecía imposible: mi padre estaba muerto. Ya no había nada más que hacer por él. Ya no había que sacar turnos, que comprar remedios, que llevarlo al médico, que procurarle pañales, que visitarlo. Papá estaba muerto. Una parte de mí había muerto también. Porque todo lo que él había sido alguna vez, vivía en cada encontronazo con mis hermanos, en cada brote de nervios inmanejable, en cada deseo de desaparecer de la faz de la tierra. Ahora que papá estaba muerto, yo podía imaginarlo reconciliado consigo mismo, con sus errores, conmigo. Lo más satisfactorio de esos tres meses había sido lo cerca que me sentía de él. Papá se había ido sabiendo que yo lo amaba, sabiendo que yo lo acompañaba hasta el final, sabiendo que yo era capaz de entregar mis días para defenderlo con uñas y dientes del abandono, para arrancarlo de la deshumanización a través de lecturas, rezos, abrazos, palabras, canciones. Sólo yo. Él y yo. Solos en una habitación de una perdida clínica, mientras mis hijas de tres y cinco años pasaban los últimos días del verano y los primeros días de clases con una abuela que a duras penas podía contenerlas, porque no estaba habituada a pasar días enteros ocupándose de dos enérgicas chiquillas. Así se había sanado nuestra relación. Ese hombre que jamás me había dejado abrazarlo, acariciarlo, contarle mis alegrías ni mis penas, había sido forzado amorosamente a encontrarse íntimamente –desde el silencio más absoluto- con su hija.

La postrera imagen que tengo de mi papá, esa, la del padre que me necesitaba, que estaba entregado a mi cuidado, que calladamente me pedía que no lo abandonara, esa imagen no quiero perderla. Quiero aferrarme a ella y tenerla siempre fresca. Porque ese padre me valoraba, me requería, me amaba. La otra imagen, la del padre activo, fuerte, agresivo, complejo, necio y rústico, esa, prefiero dejarla ir. Perderla en el olvido. Dejar que se desvanezca a la vez que selecciono recuerdos fragmentados de momentos de una supuesta felicidad.

Una vez muerto papá, no sé porqué, no sé cómo, empezó a surgir mi necesidad de libertad.

Capítulo 4: Resurrección

En algunas de las múltiples tardes de sumersión en las densas aguas del nihilismo (después entendí que tal cosa no existe, había un porqué en su transcurrir sufriente, incluso también para mí) allí, en una habitación de esa lejana clínica en Capital, empecé a escribir. Siempre había tenido deseos de escribir, pocas veces lo había hecho y jamás lo había mostrado. Mis producciones hasta aquel momento se limitaban a unas líneas sueltas escritas como producto de algún desamor entre los 18 y los 22 años. Pero, en aquel sillón junto a la cama de mi padre, en medio del agobio que provocaba su imagen física y más aún la reflexión sobre lo que pasaría por su cabeza, surgía la imperiosa necesidad de escribir. Había cosas que no podía decirle, no solamente porque nunca conocería el efecto de mis líneas en su alma, sino porque estaba convencida -aún en aquel momento- de que mi papá no sería capaz de entenderme. La cuestión: escribir sobre mis sensaciones dentro de aquella habitación, donde estaba en contacto con lo más hondo y negro de mi propio ser, resultaba si no liberador, al menos suavizante.

Soledad. La soledad de una jaula oscura, en el fondo de un pozo ciego.

Nadie ve. Nadie sabe. Solo dos, a veces, entienden algo. De vez en cuando, solo uno.

¿Castigo? ¿Karma? Tormento.

Lento, largo, penoso.

No sé qué. Si busca, si quiere. O si solo espera.

Ven luz. Ven paz.


Te miro y me mirás.

Te observo respirar.

Te acompaño en silencio. En silencio me hablás.

Sufrimos juntos. Me querrías cuidar.

No podés… no se puede.

Cierro los ojos con fuerza. Me escondo debajo de las sábanas.

Pero la pesadilla no termina.

No es mi pesadilla, es la tuya. Es la nuestra.

Te doy la mano, leo en voz alta. Te dormís mientras te acaricio la cabeza.

Dormí… yo te cuido.

Compartí ideas sueltas –tal vez, poesía- como estas en alguna de mis habituales redes sociales. Mi desempeño en ellas siempre había sido feliz: la imagen típica de una madre de vanguardia que felizmente se ocupaba de la educación integral de sus hijas (fotos de juegos caseros, risas, amor filial, inmortalización de situaciones ideales), escenas de un matrimonio certero, ideas de  una profesora amorosa y revolucionaria. De pronto, mi habitual público (ex alumnos, otras madres, colegas, amigos, algún que otro familiar) se desayunaba de mi tristeza.  Todos indicaron que les gustaban mis publicaciones. Algunos comentaron que mis textos eran bellos. Más de uno me escribió por privado preguntándome porqué estaba tan triste.

Mientras que algunos aprovechaban mis declaraciones poéticas para acercase, mi marido se alejaba cada vez más. El proceso de duelo era arduo, desconocido, impostergable. Se apoderaba de mis días, de mi voluntad, de mi tolerancia. Estaba enojada. Estaba de mal humor. Godot no comprendía lo que tampoco yo entendía. Creo que tampoco intentaba entender. Él se sentía tan protagonista del momento como yo. Para él era importante cómo yo lo trataba en este proceso. (Si es que se percataba de que se estaba viviendo un proceso). Fue uno de los peores momentos de nuestro matrimonio, casi tan malo como el ya relatado post parto de nuestra hija mayor. Godot creía que yo no quería a mi padre, y que por eso, no debía sufrir tanto su muerte. Estaba convencido de que, como con la muerte se evaporaba la carga, no cabía la posibilidad del dolor. Esa incomprensión, ese error de interpretación por parte de alguien que había sido testigo y parte de la compleja relación que había tenido con mi padre, me resultaba sino imperdonable, al menos irritante. Odié su falta de empatía. Odié tener que explicarle lo que sentía. Odié sus respuestas litigiosas, inoportunas, impertinentes. Lo odié. Quise desaparecer. Irme. Dejar de levantarme cada día para cambiar a mis hijas y llevarlas al Jardín. De hecho, había renunciado a mi trabajo con el propósito de ocuparme de mi padre. Su ausencia me dejaba enteramente  madre. Ya no era hija. Todo mi día era ocuparme de las hijas, algo que me resultaba -en ese primer período de duelo- agotador, ingrato, insoportable. Cuando Godot regresaba, casi de noche, a una casa donde la madre había pasado el día intentando interpretar su rol –intento en el que había fallado repetidas veces-, el horno no estaba para bollos. El esposo retornaba agotado, después de una larga jornada de trabajo, que le resultaba, además de extenuante, abrumadora por lo alienante. Esos dos individuos, no eran aptos  -en esas circunstancias- para entenderse. Mucho menos para acompañarse en silencio. Esto último, lo que es imperioso en un duelo.

Una noche, mientras nuestras hijas jugaban en su habitación, lo dije. Era la primera vez que decía –con convencimiento absoluto- algo así. Si Godot seguía en su actitud batalladora, yo ya no tendría resto para sostener el circo. Esa tarde, habíamos hecho el ridículo en un evento del colegio de las nenas. Ambas estaban nítidamente transitando el mismo duelo que la madre. Ninguna de las dos era la nena que había sido ni la que volvería a ser –más sabia, claro- unas semanas después. Lloraban, se encaprichaban, se resistían. No les gustaba esa madre lúgubre, ni ese padre en constante disputa con la ya adjetivada madre. Todo se hacía cuesta arriba. Para ellas, para mí. Calculo que para Godot. Pero en aquel momento no pude ni quise pensar en eso. Estaba convencida de que su rol debía ser otro. Se lo dije. Se lo exigí.

Como de costumbre, quiso evadir la responsabilidad. Como siempre, no se lo admití. Tuvo que decidir. In situ. Nuevamente, mi marido mostraba su potencial. Manifestaba su deseo. Siempre le costaba, siempre había que darle un ultimátum. Siempre había que corregirle el rumbo. Claro, en ciertas ocasiones, como en esta, yo no tenía ganas ni fuerzas para ser su mentora. Para educarlo. Sin embargo, así era nuestro matrimonio. Ese era mi rol.  Así había sido nuestra Prehistoria, nuestra Historia, nuestro Presente. De súbito, Godot cambió radicalmente. De pronto -nuevamente- volvíamos a reír. Ya no me querellaba los maloshumores, sino que los mudaba. Los transformaba en motivo de carcajada. No sé cómo. Mágicamente, como cada vez que abría los ojos. Cuando Godot abría los ojos, se apoderaba de su realidad y se decidía a sostenerla, a enseñorearse. Esta familia era suya. Esta esposa era la que había elegido y a la que quería seguir amando. Se cargó el fardo en las espaldas y nos sacó a los cuatro a flote. Sólo había que saber perdonarle la demora.





[1] DE BEAUVOIR, Simone: El segundo sexo, 1949



[i] (Lujuria tiene dos acepciones, y creo que en mí había obrado la primera en  la juventud, y ahora anhelaba sumarle la segunda. La primera alude al apetito excesivo de placeres sexuales. Mientras que la segunda se refiere al deseo apasionado de algo.)

Por qué los adultos me odian? Capítulo Extra: Manifiesto JuFra

Capítulo Extra
Manifiesto JuFra[1]

Este grupo alguna vez fue parte del colegio. Alguna vez el carisma franciscano coincidió con los valores y deseos de la escuela . Porque con los del joven coinciden con evidencia-.  Alguna vez los jóvenes asistimos por propia voluntad a reuniones fuera del horario escolar, en un sitio casi independiente del ámbito escolar –de modo que sentíamos que éramos libres de la escuela a la vez queteníamos la certeza de que aquel espacio nos daba marco-. Eso se perdió producto de la responsabilidad civil, los abusos sexuales -siempre el mal uso de las libertades arruina todo-.
Hoy los jóvenes no tenemos Asociaciones, ni espacios donde juntarnos que no sean un bar o un boliche. Claro que esto roza el mismo objetivo del Toque de Queda dictatorial. Claro.  Pero en algún momento fuimos uno: la escuela y nosotros. JuFra era un espacio de encuentro y de acción. De reflexión y de entrega a la comunidad. Los jóvenes podíamos sentir y actuar. Los jóvenes ahora solo tenemos la escuela para escuchar. No hay otra mejilla. No hay retroalimentación. No hay interés auténtico en la formación del sujeto. Lo único que importa es mostrar un proyecto “en funcionamiento”. Más allá de su verdadero resultado. Más allá de su efectivo éxito. No hay método. Hay herramientas. Que no son tal cosa. Porque nadie sabe darles un buen uso.  
Entonces.
Reabrimos JuFra Paso del Rey para sostener, a través de este Manifiesto, que la única verdadera Educación existe a través del Deseo.  Desear estar aquí. Desear escuchar al otro porque el otro es interesante, respetado, querido, admirado. Eso es la amistad, eso debe ser la paternidad. Eso debería ser el noviazgo. Y, sin lugar a dudas, eso ES la docencia. El único vínculo exitoso posible entre un alumno y su profesor es desde la empatía. Empatía que no surge de ser un par. De pensar, actuar ni hablar como un adolescente. Sino desde la mirada adulta. Pero no pensada como altruista o compasiva. La mirada empática del adulto que recuerda su paso por la juventud. Que sabe cómo puede sentirse un joven. Que no da por hecho que el joven se siente como se sintió él en su adolescencia o como se siente ahora. Sino que aprehenda lo que le pasa al estudiante y pueda usar ese dato para ayudarlo en el proceso. En el recorrido. Porque tiene la certeza del sabio, la tranquilidad del monje tibetano, la convicción del santo.
 No es un invento de quienes escriben este Manifiesto. Desde hace siglos que algunos pensadores conocen el verdadero camino al saber, a la formación integral del sujeto: la Autoestima. Ni siquiera el dudoso cartesiano puede entenderse como un pensador de estima por el suelo. Porque es justamente el amor por sí mismo, la auténtica convicción del valor del Yo, lo que permite sostener que solamente dudando se puede crecer. Porque es la humildad del que sabe que esa es la única verdad –la Humildad- la que permite repensarse, descubrirse errado, perdonarse y seguir: remando el cambio de rumbo, abrazando al que se tiene al lado sin echarle la culpa del fracaso. Porque no fue tal cosa. Fue un rodeo hacia el punto de llegada. Que no está fijo. Porque es parte del proceso de construcción.
Así, (señores Profesores, Directivos, adultos en general) ¡queremos nuestra Educación!
Es nuestro Derecho más auténtico: ¡el Derecho a que nos eduquen desde el Amor, desde el Respeto, desde la verdadera Vocación!

Pelino(Peli) Domínguez y Numina Martínez
(En representación de Alumnos, exalumnos, Padres, exdocentes y toda la comunidad perteneciente al Colegio)


[1] JuFra es la Juventud Franciscana. La fraternidad de los jóvenes que se sienten llamados por el Espíritu Santo a hacer la experiencia de vida cristiana a la luz del mensaje de San Francisco de Asís, profundizando la propia vocación en el ámbito de la Familia de la Orden Franciscana Seglar (OFS) de la cual forma parte. http://ofscentro.blogspot.com.ar/p/animacion-jufra.html

martes, 27 de marzo de 2018

Por qué los adultos me odian? Capítulo 10: The gathering storm


Capítulo 10: The gathering storm[1]


[1] Película del 2002 que cuenta un momento de la emocionante vida del político británico Winston Churchill.

Suena el timbre. Mi mamá está trabajando, de manera que me asomo a la ventana. Es Natu. Me hace un gesto con la cabeza gacha. Abro la puerta. No me da un beso. Me abraza y se larga a llorar. Lo único que sé es que hoy faltó al colegio porque tenía que encontrarse con el famoso muchacho de la carta. Ese, del que no para de hablar desde hace más de dos meses. Era la segunda vez que se encontraban para estar solos. La primera vez se habían visto en el shopping de Caballito, lugar equidistante de sus hogares. Pero hablaban, -primero por Instagram, luego por What´s app-, todos los días, a toda hora. Natu no era un desbocado. Se tomaba su tiempo para evaluar, para organizar sus ideas. Escribía lo que sentía, procesaba lo nuevo que le ocurría y lo charlábamos juntos. Pero esto –aparentemente- lo había superado. Vamos a mi cuarto, como si, aunque estemos solos, mi amigo necesitara de la profunda intimidad de mi refugio para contarme lo que le pasa. Nos sentamos. Ahora que lo tengo enfrente, con la cabeza casi metida en su propio pecho, descubro que Natu tiembla. Dentro de mi habitación puede confiar, confiarse, y lo sabe. Aún no puede hablar porque la congoja interrumpe su respiración como si fuera un niño a quien le han prohibido jugar a la pelota por el resto de la semana. Sé que debo darle tiempo. Espacio. Recuesto mi cabeza sobre su falda –un poco para vislumbrar sus ojos, otro poco para que me sienta cerca- y comienzo a cantar. No tengo la voz más bella del mundo, sino que es lo suficientemente desafinada como para que mi cantante favorito no pueda reprimir el impulso de tapar mis chillidos con la suya, que es dulcísima. A dúo -y a todo volumen- cantamos “Total eclipse of the heart[1]”. En medio del estribillo (“Turn around” –entona él- “brown eyes…” –aúllo yo-) estallamos al unísono (esta vez sí) en risas. Levanta finalmente su cabeza, me mira a los ojos y dice: “No me gustó Numi. Fue espantoso. Él lo disfrutó menos que yo. Creo que Jere no estaba tan seguro como decía. Prácticamente me echó de la casa. Los dos, ahí, a punto. Y cuando casi… reculó. Me quedé ahí. Mirándolo. Mirándonos. Avergonzados y desnudos. No pudo volver a mirarme a la cara. Nos despedimos casi sin decirnos palabra. Me siento mal, Nu. Quiero desaparecer de la faz de la Tierra. Y no salir nunca más. Yo sí quería. Yo sí estaba seguro. No entiendo porqué nos dejó llegar hasta ahí. Para qué. Hace años que vengo procesando este deseo. ¡Y él me caga la vida de esta manera!”
Hoy hay reunión de nuevo. Nos estamos juntando dos veces por semana. Aún lo hacemos en la plaza. Algunos padres se enteraron. No nos prohibieron. No nos reprimieron. Saben que tenemos razón. No solamente aceptaron nuestro planteo, sino que se sumaron. Y como algunos de ellos fueron alumnos del colegio, hicieron circular el Manifiesto (escrito por Peli, pero pensado juntos –sí, juntos-) y también ex docentes del colegio se sumaron. Ahora somos ¿cuántos?, muchos. Más que los que asistimos a la escuela. Hay quienes no saben nada. Pero porque tampoco les importa. No les importa ni a ellos ni a sus padres si la pasan mal. Son los dispuestos a aguantar. A soportar. A seguir el ritmo, cualquiera sea. Pero por suerte, - lo digo con orgullo sí, tal vez también con un poco de soberbia- otros vemos. Sentimos. Miramos. Gritamos. Denunciamos. Nos alzamos. Está bueno decirlo. Está bueno escuchar la propia voz en el discurso de los otros. Es sanador dejar de sentirse solo. Dejar de pensarse aislado. Porque la unicidad agota. Entristece. Por supuesto que más entristece descubrirse rebaño. Bah, en realidad no entristece. Deprime. Tengo 16 años y sé que no me quiero aceptar rebaño. Ese término. Esa metáfora. Nunca me gustó. Tal vez al principio sí. Cuando empezaron a hablarme del pastor de almas. Yo no quiero ser alma. Yo quiero ser pastor. Yo quiero aprender un montón. Para saber un montón. Para dar un montón. No quiero ir abandonándome de a poco. No quiero dejar herir de muerte cada día a mis convicciones. No quiero ver agonizar a mi deseo. ¡Yo quiero que me crucifiquen por mis ideas!
De eso habla Peli en este momento. Y se le suma su papá, que también piensa igual. A Peli lo bancan en su casa. Aunque la gente crea que porque es un bardo –deberíamos revisar lo que implica “ser un bardo”- seguramente sus padres sean ausentes, o tan bardo como él.  Peli sostiene que “la Escuela somos nosotros: los alumnos, los exalumnos, los profesores que pasaron por ella con entrega y pasión…”
Sus palabras llegan. Despiertan. Abofetean. Todos los que somos alumnos sabemos que lo que dice es cierto. Con cada una de sus afirmaciones los chicos estallan en aplausos y gritos de apoyo. No voy a negar la presencia de algún infiltrado. Siempre hay quienes asisten a nuestros encuentros para convertirse luego en informantes de los directivos. Lo que no entienden es que esto es mucho más grande de lo que piensan. Nuestro Manifiesto está circulando a través del blog que creamos con Peli. Aparentemente, lo que ocurre en nuestro colegio está pasando en muchos otros. De modo que nuestras exigencias, nuestras convicciones son las de muchos alumnos, pero también las de varios padres y de algunos docentes. 
Las consignas:
“La Escuela es de los Pibes, no de la Administración de turno”
“Excelencia en Valores, no en Boludeces”
 “Historia y Vanguardia no se contradicen: Valores y Juventud van de la mano”
“Fuera los Destructores, Vuelvan los Creadores”
“Adultos caretas: Out!”
Las gritamos, las reflexionamos con los adultos que se reúnen con nosotros. Cuando las reuniones explotan de fervor, Lucas se ocupa de calmarnos. Alguna vez creí que Lucas no tenía sangre en las venas. Y que por eso había renunciado a sus horas de clase en el cole. Pero cuando arrancaron estos encuentros fue el primer ex-profesor que se acercó. Y con él llegaron los jubilados tempranos, los jóvenes docentes forzados a renunciar, los que no tuvieron la fuerza de otros para seguir remándola un decepcionante año más. Peli le hace un gesto al sereno y altísimo Lucas, que se acerca al centro de la escena y toma el micrófono (sí, ahora debemos usar micrófono). Espera –como en clase- que callemos. Su presencia exige que lo hagamos. Es bueno. Es certero. Es silencioso. Por eso cuando habla todos queremos saber qué va a decir. “Gente, no perdamos el eje. No nos llenemos de odio. Dejemos eso para los débiles. Nosotros tenemos la fuerza de nuestra Verdad: se aprende desde el afecto, desde los vínculos, desde el legítimo interés. Ni una nota en el cuaderno de comunicados, ni una exigencia en un cartel, ni 1000 palabras soberbias en una reunión vacua pueden quitarnos el convencimiento de que existe otro modo de HACER ESCUELA.”
Mientras él habla, descubro que se acercan alrededor de veinte pitufos. Comienzan a pedir documentos. Uno de ellos le quita el micrófono al profe y declara: “Esto es una plaza. Acá se toma mate, se hace deporte o se dicen piropos. El resto, está prohibido. Reunión terminada.”




[1] Canción escrita y producida por Jim Steinman y grabada por la cantante danesa Bonnie Tyler en 1983, para su álbum Faster tan the speed of Night.