Esa tarde los escuchó jugar. Después
de haber estado consigo misma. Ya estaba en otra sintonía, por eso pudo
escucharlos.
Esa misma tarde descubrió que el
agotamiento de cada día podía vivirse de diferentes maneras. Resignadamente, en
medio de obligaciones interminables que la convertían en esclava, en penitente.
O, concienzudamente. Dándole un nuevo sentido a esos pequeños sí o sí que había
que encauzar.
Nada la obligaba a jugar tirada en el
piso durante dos horas. Nada la obligaba a preparar cinco meriendas en
diferentes lugares de la casa y pasarse la tarde juntando migas y limpiando
charcos de leche y jugo. Nada la obligaba a preparar slime –su peor enemigo- y
quedarse hasta las 2 a.m. juntando los restos pegados en los muebles. Nada la
obligaba a pasar toda esa tarde escuchando canciones infantiles ni mirando
Peppa Pig.
Todas esas mínimas decisiones eran
suyas. Eran requerimientos infantiles, pero resoluciones suyas. Era ella la que
no había aprendido a decir que no. La que no había sabido proteger su intimidad
para ir al baño. Quien no había abogado por sus conversaciones internas, las
cuales se habían plagado –cual una cabeza infantil se infecta de piojos- de
vocecitas que le decían que debía jugar, que debía venir, que debía hacer upa,
que debía pintar el dibujo, que debía vestirlos, juntar el cementerio de
juguetes y ropa del piso. Y, cuando llegaba el esposo, sentirse mal porque la
casa seguí siendo un quilombo, además de que este quería conversar, besar,
coger. Pero esos hijos eran pequeños dictadores que no permitían el cauce de
ningún deseo externo a los suyos propios.
Su vida era mucho menos gozosa de lo
que jamás había imaginado. Ella era la artífice principal de semejante status
quo. En cada silencioso acatamiento del capricho infantil, en cada entrega de
su intimidad, en cada dimisión de sus gustos musicales, en cada regalo
innecesario de su tiempo en forma de juegos insulsos –porque no podía jugar con
alegría, que es el único modo lícito de jugar-, ella iba perdiendo, no
solamente el impulso vital, sino su propia individualidad. Y, en consecuencia,
les entregaba a sus hijos la llave de una puerta a la que no estaban en
condiciones de acceder –por la edad, por lo que aprendían en cada gesto de esa
madre vencida-.
Ella se daba cuenta, a través de los
metafóricos dolores de espalda, con los ahogos que requerían antidepresivos, en
forma de fantasías aberrantes, de automatismos reprochables, en forma de furia
automovilística, de gritos innecesarios… en definitiva, en su profundo deseo de
dormir una semana, que lo que estaba apoderándose de su vida era un ritmo opresivo,
asfixiante.
A veces compartía esa sensación de
ahogo. Era casi una asmática, casi una presa, casi una sierva. Sus opiniones y
deseos estaban en la papelera de reciclaje. El problema es que era ella misma
quien allí los enviaba. Cuando alguna otra la escuchaba y le compartía dos o
tres ideas que indicaban el germen de su malestar, ella se escapaba con
evasivas excusas. Cambiaba de tema. Seguía contando situaciones, quejándose. Hacía
chistes. Esquivaba los remedios. Porque para cambiar su acontecer había que
pararse con firmeza en medio de la plaza de toros y, sin capote ni muleta,
enfrentar al animal. No era cuestión de matarlo lentamente con sucesivos
estoques. Había que dejar de licenciar, de permitir, de abdicar. Tenía que derrocar
a los pequeños tiranos que ella misma había coronado. Sin gritos. Sin violencia.
Simplemente con fortaleza. Simplemente con decisión. Claro, vendrían tiempos de
más cansancio que los actuales. Tiempos de esfuerzo, de quejas, de negativas,
de rebeldía.
Empero.
Solamente el adulto conciente, seguro,
firme, puede disponer un modo de vivir el día a día que les permita a los hijos
autorregularse, autogestionarse, resolver sus pequeñas necesidades con la
autonomía que su edad les permite.
La cuestión es que dicho adulto confíe
en ellos. Y esté dispuesto a mostrarles de lo que son capaces.
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