sábado, 13 de octubre de 2018

Esa tarde los escuchó jugar


Esa tarde los escuchó jugar. Después de haber estado consigo misma. Ya estaba en otra sintonía, por eso pudo escucharlos.

Esa misma tarde descubrió que el agotamiento de cada día podía vivirse de diferentes maneras. Resignadamente, en medio de obligaciones interminables que la convertían en esclava, en penitente. O, concienzudamente. Dándole un nuevo sentido a esos pequeños sí o sí que había que encauzar.

Nada la obligaba a jugar tirada en el piso durante dos horas. Nada la obligaba a preparar cinco meriendas en diferentes lugares de la casa y pasarse la tarde juntando migas y limpiando charcos de leche y jugo. Nada la obligaba a preparar slime –su peor enemigo- y quedarse hasta las 2 a.m. juntando los restos pegados en los muebles. Nada la obligaba a pasar toda esa tarde escuchando canciones infantiles ni mirando Peppa Pig.

Todas esas mínimas decisiones eran suyas. Eran requerimientos infantiles, pero resoluciones suyas. Era ella la que no había aprendido a decir que no. La que no había sabido proteger su intimidad para ir al baño. Quien no había abogado por sus conversaciones internas, las cuales se habían plagado –cual una cabeza infantil se infecta de piojos- de vocecitas que le decían que debía jugar, que debía venir, que debía hacer upa, que debía pintar el dibujo, que debía vestirlos, juntar el cementerio de juguetes y ropa del piso. Y, cuando llegaba el esposo, sentirse mal porque la casa seguí siendo un quilombo, además de que este quería conversar, besar, coger. Pero esos hijos eran pequeños dictadores que no permitían el cauce de ningún deseo externo a los suyos propios.

Su vida era mucho menos gozosa de lo que jamás había imaginado. Ella era la artífice principal de semejante status quo. En cada silencioso acatamiento del capricho infantil, en cada entrega de su intimidad, en cada dimisión de sus gustos musicales, en cada regalo innecesario de su tiempo en forma de juegos insulsos –porque no podía jugar con alegría, que es el único modo lícito de jugar-, ella iba perdiendo, no solamente el impulso vital, sino su propia individualidad. Y, en consecuencia, les entregaba a sus hijos la llave de una puerta a la que no estaban en condiciones de acceder –por la edad, por lo que aprendían en cada gesto de esa madre vencida-.

Ella se daba cuenta, a través de los metafóricos dolores de espalda, con los ahogos que requerían antidepresivos, en forma de fantasías aberrantes, de automatismos reprochables, en forma de furia automovilística, de gritos innecesarios… en definitiva, en su profundo deseo de dormir una semana, que lo que estaba apoderándose de su vida era un ritmo opresivo, asfixiante.

A veces compartía esa sensación de ahogo. Era casi una asmática, casi una presa, casi una sierva. Sus opiniones y deseos estaban en la papelera de reciclaje. El problema es que era ella misma quien allí los enviaba. Cuando alguna otra la escuchaba y le compartía dos o tres ideas que indicaban el germen de su malestar, ella se escapaba con evasivas excusas. Cambiaba de tema. Seguía contando situaciones, quejándose. Hacía chistes. Esquivaba los remedios. Porque para cambiar su acontecer había que pararse con firmeza en medio de la plaza de toros y, sin capote ni muleta, enfrentar al animal. No era cuestión de matarlo lentamente con sucesivos estoques. Había que dejar de licenciar, de permitir, de abdicar. Tenía que derrocar a los pequeños tiranos que ella misma había coronado. Sin gritos. Sin violencia. Simplemente con fortaleza. Simplemente con decisión. Claro, vendrían tiempos de más cansancio que los actuales. Tiempos de esfuerzo, de quejas, de negativas, de rebeldía.

Empero.

Solamente el adulto conciente, seguro, firme, puede disponer un modo de vivir el día a día que les permita a los hijos autorregularse, autogestionarse, resolver sus pequeñas necesidades con la autonomía que su edad les permite.

La cuestión es que dicho adulto confíe en ellos. Y esté dispuesto a mostrarles de lo que son capaces.

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