Soy franciscana.
Inevitablemente franciscana.
No porque haya pasado casi 33 años de
mi vida en una escuela franciscana –eso es lo que más me aleja-, sino porque
San francisco me sedujo –como a muchos- desde el primer momento que entré en
contacto con él.
De Francisco me cautivó su historia. Bien
humana. No era un loco. Tenía los ojos bien abiertos. Y el alma se le escapó
del pecho cuando esos ojos se cansaron de ver sufrimiento.
Francisco fue real y también es
metáfora. Los episodios de su vida son interpretables. Pero todos muestran que
no se puede vivir tibiamente.
Francisco estaba en verdadera comunión
con su espíritu. Era fiel a lo que su alma –no su Dios- le mandaba.
No iba por la vida contando sus
hazañas. Aunque fue más heroico que muchos ficticios.
Él sabía que la verdad es pequeña (y
enorme a la vez). Sabía que lo grande se logra de a poco. A veces estuvo solo. A
veces dudó –como yo, como vos-. A veces quiso mandarse cagadas.
Sin embargo, lo que convierte a San
Francisco de Asís en un ejemplo, es el hecho de que confió en sí mismo. Que a
pesar de todo y de todos no temió besar al leproso, ni dormir a cielo abierto.
Francisco había visto el sufrimiento y
la miseria. Y de eso no hay retorno. Aunque te encierres en tu casa. Aunque
apagues la tele. Aunque se te quede sin batería el celular.
Francisco sabía que se sana mirando a
los ojos. Que se renace a través de la risa. Que se sobrevive gracias a la
entrega.
Mirarse. Abrazar. Esperar.
He aquí lo que te vuelve
franciscano. Seas o no católico
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