Galliano
Julieta
Luján
Tengo
que arrancar por lo que aúlla. No me puedo mantener impertérrita ante el grito.
Ante el pedido de auxilio. Siempre. Siempre que algo acontece en la escuela es
un aviso. Una llamada. Una exigencia. Un clamor. Muchas veces los que formamos
parte de la institución nos hacemos los distraídos. Nos lavamos las manos. Nos
llamamos al silencio. Y silenciamos. No siempre tiene la culpa la Dirección,
que es la que no toma cartas en el asunto. También el cuerpo docente calla y
acepta al bajar la cabeza y no hacer nada. Eso para mí es miedo. Mediocridad.
La moral de cada quién dictará sentencia –y la apreciación de los alumnos,
claro-. No entiendo del todo a qué le tememos los docentes. ¿A involucraros? ¿A
discutir con un superior? ¿A que nos echen? ¿A que nos pidan más de lo que
nuestro tiempo puede dar por un sueldo tan miserable? No sé. Nada de eso me
parece suficiente para mirar cómo el paso de nuestros adolescentes por el
ámbito escolar se transforma en una lucha de poderes. En el escenario de la
desilusión. Con suerte, alguno que otro encuentra un rumbo porque tiene
padres certeros, o algún conocido adulto
que se convierte en mentor. Los jóvenes necesitan encontrar en la escuela un
espacio que los conmueva, que los conmine. Hoy sólo transcurren. La escuela
secundaria es bancarla hasta que egreses. Copiarte trabajos prácticos. Caerle
bien a los profes jodidos. Sacarse 7. Pasar desapercibido. Porque el
deshinibido, el divertido: ¡Es tremendo! El tímido: es mudo. El que sabe las
respuestas y pregunta lo que le interesa: es un pesado. Esas son las frases que
se escuchan en sala de Docentes. Los apellidos son marcas indelebles. Los
errores son insalvables. A nadie le interesa lo que les pasa a los jóvenes
fuera de la escuela. Porque nadie tiene ganas de trabajar más allá de su
pequeño campito. A veces, cuando algún profe se anima, se interesa, se mueve,
termina -después de transitar la desorientación y la bronca- decepcionado como
el resto. Realizando su tarea de manera lineal, como quien no tiene un rumbo ni
un plan.
La
escuela necesita gente llena de energías y esperanzas. Claro, soñadores
idealistas, pero con los pies sobre la tierra. No existe tarea más
revolucionaria que la docencia. Estamos obligados a revelar, a rebelar. El
ámbito escolar debe generarles intrigas, dudas. Deben sentirse acompañados en
el camino de la búsqueda, del descubrimiento, del conocimiento. No se puede
enseñar a todos lo mismo del mismo modo. Pero para eso debe haber docentes y
directivos a la altura. No sirven los decepcionados. No sirven los miedosos, ni
los tibios. Por eso, cuando en una escuela católica un grupo de alumnos de
cuarto año de secundaria –de los cuales la mayoría cursa en esa institución
desde los tres años de edad- se pone de acuerdo con el otro cuarto año (que
habita el salón de al lado) para hacer un agujero en la pared –tarea que lleva
tiempo, planificación, dedicación y ruido, muchísimo ruido-, algo hay que
pensar. Hay –necesariamente- una pregunta que se alza y pide ser contestada.
Alejandra Pizarnik, poetisa argentina, escribió:
Esperando
que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta en el lugar en que
se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe
el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más
y otra cosa..
(La
palabra que sana)
No
hay nada más llamativo que el silencio. Cuando todos callan: los directivos que
no saben qué actitud tomar y deciden castigar a los alumnos sin charla, sin
indagar sobre todo lo demás que el símbolo “Hacer un agujero en la pared”
implica, allí es donde la palabra sería sanadora. Hay que escuchar a los
hechos. Hay que hacerse cargo de las responsabilidades. De las veces que se
silenciaron realidades.
En
la escuela de la que hablo, los alumnos vienen manifestando malestar desde hace
años. También los docentes, que sistemáticamente han ido abandonando la escuela
producto del cambio de conducción y todo lo que ese cambio trajo como
consecuencia. Los estudiantes de esos cuartos años han pasado por tres
directivos distintos. Todos han salido intempestivamente de sus cargos. Por
detrás, la Orden religiosa que funciona como marco saca y pone directivos como
en un juego de ajedrez se eliminan fichas. Los docentes también somos
intercambiables. Aquello que dominaba el espíritu de esa escuela franciscana ha
ido muriendo junto con las pérdidas que sufrió el plantel. La comunidad aún
cree que algo de eso queda en el colegio. Por eso los jóvenes se resisten. No
porque la educación religiosa sea el camino eficaz, sino porque ellos saben que
desde el vínculo, desde el verdadero interés, desde el afecto, desde la
presencia continuada, responsable y comprometida se logra cualquier cosa. Pero
el maltrato, la negación y la desidia son pecados en el ámbito educativo.
Aunque ninguna Orden religiosa ni ninguna Inspección lo note. O sí, y sea
cómplice.
Julieta
discurría sobre el valor de la palabra en su balcón de Verona: Que hay en la
palabra rosa que la haga rosa? Que hay en el apellido Montesco que haga que
Romeo sea Montesco? Nada. La fuerza del hábito crea realidades. Las palabras
hacen. Las palabras construyen. Y también los silencios. Especialmente los
silencios. Es menester escuchar, desentrañar los hechos escolares. Es nuestra
responsabilidad darle voz a los adolescentes. Es nuestra obligación que el
punto de vista escolar no tiña nuestra visión.