lunes, 30 de julio de 2018

Tp Flacso


Galliano Julieta

Luján

Tengo que arrancar por lo que aúlla. No me puedo mantener impertérrita ante el grito. Ante el pedido de auxilio. Siempre. Siempre que algo acontece en la escuela es un aviso. Una llamada. Una exigencia. Un clamor. Muchas veces los que formamos parte de la institución nos hacemos los distraídos. Nos lavamos las manos. Nos llamamos al silencio. Y silenciamos. No siempre tiene la culpa la Dirección, que es la que no toma cartas en el asunto. También el cuerpo docente calla y acepta al bajar la cabeza y no hacer nada. Eso para mí es miedo. Mediocridad. La moral de cada quién dictará sentencia –y la apreciación de los alumnos, claro-. No entiendo del todo a qué le tememos los docentes. ¿A involucraros? ¿A discutir con un superior? ¿A que nos echen? ¿A que nos pidan más de lo que nuestro tiempo puede dar por un sueldo tan miserable? No sé. Nada de eso me parece suficiente para mirar cómo el paso de nuestros adolescentes por el ámbito escolar se transforma en una lucha de poderes. En el escenario de la desilusión. Con suerte, alguno que otro encuentra un rumbo porque tiene padres  certeros, o algún conocido adulto que se convierte en mentor. Los jóvenes necesitan encontrar en la escuela un espacio que los conmueva, que los conmine. Hoy sólo transcurren. La escuela secundaria es bancarla hasta que egreses. Copiarte trabajos prácticos. Caerle bien a los profes jodidos. Sacarse 7. Pasar desapercibido. Porque el deshinibido, el divertido: ¡Es tremendo! El tímido: es mudo. El que sabe las respuestas y pregunta lo que le interesa: es un pesado. Esas son las frases que se escuchan en sala de Docentes. Los apellidos son marcas indelebles. Los errores son insalvables. A nadie le interesa lo que les pasa a los jóvenes fuera de la escuela. Porque nadie tiene ganas de trabajar más allá de su pequeño campito. A veces, cuando algún profe se anima, se interesa, se mueve, termina -después de transitar la desorientación y la bronca- decepcionado como el resto. Realizando su tarea de manera lineal, como quien no tiene un rumbo ni un plan.

La escuela necesita gente llena de energías y esperanzas. Claro, soñadores idealistas, pero con los pies sobre la tierra. No existe tarea más revolucionaria que la docencia. Estamos obligados a revelar, a rebelar. El ámbito escolar debe generarles intrigas, dudas. Deben sentirse acompañados en el camino de la búsqueda, del descubrimiento, del conocimiento. No se puede enseñar a todos lo mismo del mismo modo. Pero para eso debe haber docentes y directivos a la altura. No sirven los decepcionados. No sirven los miedosos, ni los tibios. Por eso, cuando en una escuela católica un grupo de alumnos de cuarto año de secundaria –de los cuales la mayoría cursa en esa institución desde los tres años de edad- se pone de acuerdo con el otro cuarto año (que habita el salón de al lado) para hacer un agujero en la pared –tarea que lleva tiempo, planificación, dedicación y ruido, muchísimo ruido-, algo hay que pensar. Hay –necesariamente- una pregunta que se alza y pide ser contestada. Alejandra Pizarnik, poetisa argentina, escribió:

Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta en el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa..

(La palabra que sana)

No hay nada más llamativo que el silencio. Cuando todos callan: los directivos que no saben qué actitud tomar y deciden castigar a los alumnos sin charla, sin indagar sobre todo lo demás que el símbolo “Hacer un agujero en la pared” implica, allí es donde la palabra sería sanadora. Hay que escuchar a los hechos. Hay que hacerse cargo de las responsabilidades. De las veces que se silenciaron realidades.

En la escuela de la que hablo, los alumnos vienen manifestando malestar desde hace años. También los docentes, que sistemáticamente han ido abandonando la escuela producto del cambio de conducción y todo lo que ese cambio trajo como consecuencia. Los estudiantes de esos cuartos años han pasado por tres directivos distintos. Todos han salido intempestivamente de sus cargos. Por detrás, la Orden religiosa que funciona como marco saca y pone directivos como en un juego de ajedrez se eliminan fichas. Los docentes también somos intercambiables. Aquello que dominaba el espíritu de esa escuela franciscana ha ido muriendo junto con las pérdidas que sufrió el plantel. La comunidad aún cree que algo de eso queda en el colegio. Por eso los jóvenes se resisten. No porque la educación religiosa sea el camino eficaz, sino porque ellos saben que desde el vínculo, desde el verdadero interés, desde el afecto, desde la presencia continuada, responsable y comprometida se logra cualquier cosa. Pero el maltrato, la negación y la desidia son pecados en el ámbito educativo. Aunque ninguna Orden religiosa ni ninguna Inspección lo note. O sí, y sea cómplice.

Julieta discurría sobre el valor de la palabra en su balcón de Verona: Que hay en la palabra rosa que la haga rosa? Que hay en el apellido Montesco que haga que Romeo sea Montesco? Nada. La fuerza del hábito crea realidades. Las palabras hacen. Las palabras construyen. Y también los silencios. Especialmente los silencios. Es menester escuchar, desentrañar los hechos escolares. Es nuestra responsabilidad darle voz a los adolescentes. Es nuestra obligación que el punto de vista escolar no tiña nuestra visión.

viernes, 6 de julio de 2018

Por qué los adultos me odian, Capítulo 19: Caecus



Capítulo 19: Caecus

Pienso que si pudiera ver mi cara

Sabría quién soy en esta tarde rara

Jorge Luis Borges: “Un ciego”

Diciembre. Calor. Cansancio. Exámenes. Bronca. Miedo. Calor. Muchas ganas de estar en otro lado. Al menos no tengo terror a lo que me diga mi papá. Es una de las cosas buenas de su ausencia. Ya no puede retarme por todo lo que hago mal. Desde que no está siento mucha más libertad. Claro, no debería ser libertad para llevarme materias. Pero eso no depende solamente de mí. No al menos este año. En otras oportunidades, otros años, he sabido ser demagógica. He sabido responder con la carita adecuada para que la/el docente de turno creyera de mí lo que más me convenía. (Así de simple es llevarse bien con profesores que no están interesados en vincularse). Callaba cuando debía y asentía cuando era pertinente. A veces era atinado responder correctamente una pregunta cuando todos callaban –un poco por desinterés, un poco como castigo, otro poco por miedo-. Entonces yo respondía como quien saca las papas del fuego en el momento justo, antes de que se quemen. Antes de que la/el profesor se enfureciera por nuestra indiferencia. Eso los tranquilizaba. Mis compañeros me agradecerían más tarde por haberles ahorrado una reprimenda, una evaluación sorpresa, o el castigo que fuera. Pero este año, después de la fracasada –aunque vigorosa- toma, después de la repentina muerte de papá, después de la apática tesitura adoptada por mis profesores ante mi dolor, después de mis sólidas –aunque débiles- manifestaciones de angustia… después de todo eso… sólo pude bajar los brazos y entregarme sin queja ni esperanza a los antojadizos designios de algunos de mis docentes. Llegan los exámenes y debería rendir Computación, Física –claro-, Historia, Matemática, Geografía, Biología, Educación Física (casi imposible evitar la siesta-duelo durante estos meses), Química y Formación religiosa. Nueve materias. Sé muy bien que es una tarea ardua, compleja, pero practicable. Todos los años vemos compañeros que durante la cursada habían sido señalados por su mal desempeño y que, en unas pocas semanas, aprueban todas las materias. Nunca vi que ninguno de esos alumnos recibiera por parte de la Escuela algún tipo de asesoramiento, de ayuda en la organización. Era cuestión de ir a profesor particular, tragarse mil resúmenes en unos días, hacer tripa corazón, tomar Speed con café durante un par de noches y asistir al examen con la cabeza gacha, arrepentido y culposo. Así se aprueban los exámenes de diciembre en la escuela secundaria. Excepto en algunos casos. A veces nos piden un trabajo y la presencia en la fecha correspondiente para defenderlo. Pero este año no pude hacerlo. Era la primera vez en mis años de estudiante que, no solamente me llevaba materias, sino que desaprobaba evaluaciones. Yo siempre había sido una alumna excelente. Cumplidora. Intachable. Nadie se ocupó de mí durante el desmoronamiento. Nadie previó el derrumbe. Absolutamente nadie me miró. Solo Peli, Natu y Pili. Pero ellos también tenían sus propios bailes, sus propias avalanchas personales. Su auxilio llegaba hasta donde llegan las intervenciones de los amigos, de los pares. Tampoco mi mamá se daba cuenta de lo que se nos venía encima. Ella estaba ocupada en disfrutar de la justicia divina –así la llamaba- que le mostraba que los réprobos recibían su castigo. Estaba indignada porque yo sufría. Cuando me encontraba abatida frente a la ventana de mi cuarto, con la cama sin hacer y la cocina intacta –signo de que no había almorzado- se enfurecía. Empezaba su discurrir respecto de lo inaceptable que le resultaba mi tristeza. Decía que papá había elegido alejarse de nuestras vidas, y que su muerte ya era real antes de que falleciera. Decía, además, que no entendía mi exagerado sufrimiento. Que papá nunca se había preocupado por mí, y que por eso yo no debía padecer una ausencia a la que ya estaba acostumbrada. Pero ella no entendía un montón de cosas. (No sé por qué, no entiendo por qué). Yo intentaba digerir la idea de que nunca más hablaría con él. Me esforzaba por retener su voz, sus gestos –incluso los que me habían hecho daño-. Su existencia, por más ruda, fría y lejana que fuera, me daba la certeza de que podía acercarme para recibir nuevamente su desdén. Pero esa imposibilidad, me enfrentaba con un abismo para el que no estaba preparada. No sé durante cuánto tiempo voy a sentirme así. Calculo que en algún momento este dolor y estas tinieblas van a menguar. Pero hoy no sé cómo hacer para preparar nueve materias. Y mucho menos enfrentar a nueve docentes que nada saben de mi pesar. A quienes nada les importa de mi vida personal. Quienes me ven como un enemigo al que hay que destruir. Porque les hice las cosas difíciles en clase. Porque les respondí como la adolescente que soy: con soberbia, con sarcasmo, con impunidad.

Han pasado cinco de las nueve fechas de exámenes. No he aprobado ninguno. De las cuatro que me quedan, dos son el mismo día. Así como se superpusieron otras dos de las que ya desaprobé. Creo que ya había bajado los brazos mucho antes de presentarme. Mamá me mandó a profesor particular para las materias exactas. Estudié con Pili para las teóricas. Pero yo quería hacer una manifestación. Mi falta de impulso, de interés, de fortaleza, era, precisamente, una declaración. Claro que esa declaración se llevaba consigo un año de mi vida. Todo lo vivido durante el año parecía caer en saco roto. Los adultos a mi alrededor decían que me enfrentaba al fracaso, que de ese modo aprendería sobre responsabilidad, organización, esfuerzo y tenacidad. Sin embargo, yo creo otra cosa. Disfruté de muchas cosas a lo largo de este año.  La escuela no fue todo el tiempo una molestia. Aquí hice cosas que forjaron mi autoestima. Todo lo que hicimos durante la toma, cómo nos organizamos, las cosas que propusimos. Después. Después todo volvió a su tradicional cauce. Falleció papá y aquí estoy. Repitiendo el año.

-Señora, usted sabe que Numina puede seguir asistiendo a nuestra institución. Es una joven muy inteligente, y entendemos que este año no tomó las mejores decisiones. Haberse sumado al grupo de rebeldes que tomó la escuela, vincularse tan de cerca con jóvenes conflictivos como Esteban, y sus amigos… todo eso la sacó de su eje. Pero estamos convencidos de que puede recobrar el rumbo. El año próximo seguramente habrá aprendido la lección.

Habitualmente mamá no me defendía. En general sus argumentos defensivos eran para abogar por sí misma. Solía sostener un montón de ideas enroscadas para intentar mostrar cuán víctima era de los errores ajenos, o del devenir. Sin embargo, esta vez, se irguió por mí.

–Señor Director, mi hija no tiene vínculos detestables, de hecho, estoy muy orgullosa de los amigos que ha elegido. Es una chica muy fuerte, muy sana. Ha sabido resolver a su modo un montón de situaciones a la que los adultos la hemos expuesto. Y lo ha hecho muy bien. Casi todo lo ha logrado sola. Absoluta y profundamente sola. No puedo decir que eso me enorgullezca, no por lo que a mí respecta. Pero sí, en relación con ella. Ella decide y resuelve mucho mejor que usted y que yo. Lo que pasa es que somos miopes, si no ciegos. Que repita de año me parece poco importante al lado de todo lo que le ha ocurrido. De hecho, no creo que sea su culpa. Al menos no solamente suya. Yo tengo mi responsabilidad. Mi ex y difunto esposo, también. No la hemos sabido acompañar. La hemos dejado sola. Por suerte, ha tenido a esos amigos de los que usted habla tan mal. Ellos han sido sus pilares. Nosotros solo hemos sido obstáculos, desvíos, lastres. Ustedes tienen gran parte de culpa también. Ustedes como Institución. Y ustedes como individualidades. Nadie ha sabido verla. Nadie ha podido vislumbrar el desenlace. No hay nadie que se ocupe con seriedad de lo que les pasa a los jóvenes que asisten a esta escuela. Todo va de mil maravillas cuando a los chicos no les pasa nada. Cuando no hay nada de qué ocuparse. Pero los adolescentes son acontecer. Son presente. Son vivencia. Y ustedes no acompañan la vivencia. Ustedes quieren resultados exactos. Jóvenes cabizbajos. No les adjudico toda la responsabilidad. Tanto nosotros como padres y ustedes como Escuela somos los que hemos fallado. Ella no. Ella necesitaba que la apuntaláramos. Pero nadie vio que se estaba derrumbando. Nadie quiso mirar más allá de su propia nariz. Gracias, pero no. Numina no necesita una escuela como esta. Numina necesita un lugar donde la miren a los ojos. Una escuela que, si los padres yerran, esté atenta a lo que le ocurre al estudiante. No digo que la escuela deba ocuparse de tareas paternales. Digo que la escuela debe estar ahí, observando. Alerta. Ustedes no solamente abandonaron a mi hija, si no que le aumentaron la angustia. No puedo permitir que sigan “ocupándose” de ella. Debo responder al llamado de auxilio que es esta repetición de año. Sé que atiendo tarde. Pero trataré de hacer lo mejor. Sacarla de aquí.

martes, 3 de julio de 2018

¿Por qué los adultos me odian? Capítulo 18: Another brick in the wall


Capítulo 18: Another brick in the wall

 “Las cosas que comienzan con el mal, solo se afianzan con el mal”- Lady Macbeth

Hoy no tuve un buen día. Hace un mes que falleció papá. En la escuela, la profesora de Física estaba explicando un tema. Mientras tanto, Natu y Pili me hablaban por lo bajo. -Si no prestan atención, después no pretendan aprobar mágicamente la evaluación- rugió la docente. En ese momento, a ninguno de los tres nos importaba la próxima prueba de Física. De todos modos no le entendíamos un carajo. Mucho menos nos resultaban interesantes sus clases. Que transcurrían en medio de pujas de poder entre los más bardo del salón y una profesora inexperta y sin vocación. En general Natu, Pili y yo callábamos y asentíamos para evitarnos su inquina a la hora de corregir nuestros exámenes –sí, con ella todo es cómo me caés y cómo me hiciste pasar las clases-. Lo llamativo es que esta vez no tuvo en cuenta nuestro desempeño a lo largo de todas sus clases. Mis amigos me vieron mal y fue por eso que me hablaban por lo bajo y me palmeaban la espalda. Yo hablaba poco. Respondía como podía a sus preguntas intentando manejar el llanto. Nunca había sido adepta a papá, pero lo extraño con una fuerza que sale de mis vísceras. Trataba de explicarles eso sin largarme a llorar. Ellos intentaban consolarme sin caer en lugares comunes. Porque saben que mi relación con papá no tenía lugares comunes. Pero Ferraro no tiene contemplaciones. Porque nada contempla. Ella no observa más allá de sus propias sensaciones y necesidades. Lo triste es que no es la única. Ya conté que está lleno de docentes así. La miramos y callamos. Pero no por obediencia. Sino porque preferíamos eso antes que hacerla parte de lo que nos pasaba. Ella no se merecía esa información. Tampoco mostraba ningún atisbo de interés en querer ser parte. En acercarse. En enterarse. O lo hacía a veces. Cuando quería. O hasta donde le resultaba entretenido. No estoy en contra del egoísmo –de hecho me parece que es la esencia de la autoestima: necesito ser egoísta para ponerme en primer lugar y así crecer, evolucionar, inspirarme-. Pero ese modo de egoísmo era perverso. Era mediocridad, escondida por el rol. Un rol que, hoy por hoy, necesita de mucho más que de la tradición, de la jerarquía para sostenerse. Al cabo de unos instantes, el bullicio regresó. Ferraro nos miraba con añeja furia, se dirigió hacia nuestro banco dando pequeñas zancaditas que la dejaron frente a nosotros con el rostro transmutado en rabia, en inquina. En un odio que no tenía que ver con su rol docente y lo que significábamos para ella como enemigos que no la dejaban tener éxito en esa labor que había elegido –no por vocación, sino por crédula comodidad-. No. Esto era más que eso. Su odio radicaba en algo más. En su lugar en la sociedad. O mejor aún: en el concepto que tenía de sí misma. La etiología de esa cólera era justamente lo que ella pensaba de sí. Era eso lo que no le permitía acercarse a nosotros, ni a nadie que fuera diferente. Su vida era lo que era –ni buena ni mala ni triste ni feliz ni mediocre ni exitosa- y a ella no le gustaba que así fuera. Se sentía mal consigo misma, con lo que había hecho con su existencia. Pero no se atrevía a cambiar el rumbo. A reconocer el error. Se convencía de su propia mentira. Se mentía a sí misma diciéndose que todo lo que le ocurría era culpa de su ex. Todos sus fracasos eran responsabilidad de ese hombre que en unos años había pasado de ser el hombre de sus sueños a un monstruo parasitario y tóxico. En el medio no había nada. Solo quejas. Rabia. Drenada en resentimiento. No había recuerdo. No había ningún tipo de reconocimiento. De revisión interior. De autocrítica. El otro se había erigido en villano. Casi de historieta. Casi de parodia. Un grotesco. Era imposible concebir un ser tan lleno de miserias, de defectos, de cinismo, -en definitiva-, de violencia. Ella era una princesa a la que había que cuidar, enamorar, salvar, sostener. Todo era entrega. La vida entera –los hobbies, los deseos, los proyectos personales, los amigos, la individualidad- todo debía ser pensado en función de una dualidad que se suponía unilateralmente que era unidad. Pero esas entregas implicaban renuncias. Pérdidas. Infidelidades consigo mismo. Eso carburaba. Trabajaba incansablemente en el alma, en la emoción del renunciante. Pero especialmente trabajaba en su intelecto. Que se sentía rechazado, desaprovechado, negado. A la larga o a la corta, ese rumiar enjaulado se escaparía. Y lanzaría su alarido. Tal vez el otro fue cobarde. Fue tibio. Fue cómodo. No se atrevió a rebelarse. Y fue así como la rutina se plagó de odios. De silencios. De mentiras. De temores. Hasta que ella lo dejó por otro. No sin antes planificar la estrategia para dejarlo destruido. Porque si él no quería hacerla feliz, cumplirle sus anhelos, efectivizar sus ilusiones infantiles, entonces no debería querer nada. Ni ser hombre, ni ser padre, ni ser nada.

Entonces.

-¡Cierren la boca trío de maleducados! ¡En diciembre van a venir a pedirme por favor que los apruebe! ¡Acuérdense de lo que me hicieron en esta clase! ¡No digan que no les avisé! Se la van a llevar. Aunque vayan a profesor particular-. Lo dijo con un tono que destilaba veneno. Sus ojos estaban inyectados. Su cuerpo se alzaba como el de un animal que está a punto de destrozar a su víctima. Toda esa escena contenida en esas frases. En esos signos.

Me incorporé. Sequé mis lágrimas en la manga del buzo de Educación Física. Le pedí permiso a Natu con un gesto y me acerqué a ella. No era muy alta, de modo que quedé unos centímetros por encima de sus ojos. Sin levantar la voz, pero de modo que todos pudieran escucharme, le dije: -Profesora, a mí me importa un carajo su clase de Física. Habitualmente lo disimulo. Trato de no faltarle el respeto. Así que, en general, me callo durante sus clases y me aburro como un hongo mientras usted explica como el culo temas que después tengo que googlear para poder resolver las evaluaciones que usted prepara. Pero hoy no puedo ni quiero disimular. Ya sé que en el futuro me voy a tener que acostumbrar a enfrentar este tipo de situaciones en las que a nadie le va a importar lo que me pasa. De todos modos, no me quiero acostumbrar a un mundo tan puto. Tengo 16 años, hace 13 que vengo a este colegio y merezco el derecho a estar llorando porque hace un mes que mi viejo se consumió en la cama de una clínica.

La profesora no supo escucharme. Se enfureció aún más y me dijo que nada habilitaba la falta de respeto, que en la escuela debía cuidarse el vocabulario y las jerarquías… bla, bla, bla. No me echó del aula. Tampoco le respondí. Otra vez, ganaba la mediocridad. Como aquella vez, cuando terminó nuestra Toma del colegio. Callé. Me senté. El sermón duró hasta que sonó el timbre. Nadie aprendió Física esa mañana. Tampoco esa mañana.