viernes, 12 de octubre de 2018

Yo necesito fuego


Yo necesito fuego. La vida cotidiana me resulta deprimente. Algunos tal vez necesiten peligro. Yo, que me corra sangre por las venas. Aunque no esa sangre de estar al borde de perderlo todo. Justamente. Me cruzo de vereda si me encuentro con quien resuelve su día a día nervioso, irritado, caracúlico, quejoso. No critico al solitario, pero no soporto al que no se hace cargo. Yo también me sentí como ellos más de una vez. Pero tuve los suficientes huevos como para sacar la cabeza para tomar aire. Para salvarme.

Hablaba del fuego. De la sangre que corre por las venas. Pienso. Mirar a los otros me hace sentir así. Muchas veces siento el rechazo por ser auténtica. La necesidad de criticar. ¿Por qué es lo poco común que la gente te mire, te escuche, le importes, te entregue? Como siempre, vos das. Porque es así. Sos así. Constantemente te decepcionabas porque nadie valoraba una mierda. Algunos sí. Pocos. Vos eras casi alienígena. Te gustaba. Pero el precio era alto. Para todos. No es maldad. No es ni siquiera egoísmo. Es proceso de madurez. O, tal vez, de encuentro, de frecuencia, de vibraciones que son apreciadas cuando aparecen, cuando se proponen, cuando se esparcen, cuando se afirman para que nos transformen. Eso es aprender. Eso es para nosotros la energía fresca de este nuevo/viejo –rural- lugar en el que vivimos desde hace unos meses y en el que encontramos (empezamos a vibrar) con la energía de lo circundante. Porque lo circundante te calma. Te sana. Te conecta con tu versión inocente, animal, que quiere succionar –sin quitar-, que quiere hincharse de todo eso que le produce placer.

Porque, en definitiva, no somos otra cosa que animales que buscan el gozo en el corrimiento propio de la palabra, del raciocinio. En vez de encontrarlo, de dejarlo apoderarse de nuestras vidas, vivimos a media máquina, como una emoción de segunda, de liquidación, de outlet.

Entonces.

Nos perdemos un sexo de la puta madre.

Nos perdemos reírnos tirados en el piso, con nuestros hijos, todos los días.

Nos perdemos charlas profundas, largas, inofensivas, expansoras, trampolinescas, impertinentes, divertidísimas, encontrantes, unificadoras.

En fin. Nos perdemos lo que sana.

El matrimonio –llamalo como quieras-. La convivencia. El préstamo. La hipoteca. Porque elegir a una persona para toda la vida puede sentirse así. Carcelario. Insomne. Postrante.

Otra vez.

Porque no sabés vivir. Si así fuera, sabrías que hay que vivir en comunión con otro: ella, él, o la que sea de estas mierdas de estrictos géneros masculino/femenino en el lenguaje -en la ley, en las costumbres- que me arruinan la cadencia de mi mente que ve una realidad que no es NENE/NENA, vivir en compromiso con tu socio, con el que hacés el negocio en el que uno –más capital- compromete: el propio ser, la vida privada, la que cuenta, la que vale la pena.

Fuck. Ufa. Otra vez. Acá falta unión.
Uní lo que sos con lo que hacés. Entonces. Disfrutarás laburar y lo familiar. Con todo, debería darte saldo positivo. Si no es así, buscále la vuelta. Pero dejá de fingir.

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