Yo necesito fuego. La vida cotidiana
me resulta deprimente. Algunos tal vez necesiten peligro. Yo, que me corra
sangre por las venas. Aunque no esa sangre de estar al borde de perderlo todo. Justamente.
Me cruzo de vereda si me encuentro con quien resuelve su día a día nervioso,
irritado, caracúlico, quejoso. No critico al solitario, pero no soporto al que
no se hace cargo. Yo también me sentí como ellos más de una vez. Pero tuve los
suficientes huevos como para sacar la cabeza para tomar aire. Para salvarme.
Hablaba del fuego. De la sangre que
corre por las venas. Pienso. Mirar a los otros me hace sentir así. Muchas veces
siento el rechazo por ser auténtica. La necesidad de criticar. ¿Por qué es lo
poco común que la gente te mire, te escuche, le importes, te entregue? Como siempre,
vos das. Porque es así. Sos así. Constantemente te decepcionabas porque nadie
valoraba una mierda. Algunos sí. Pocos. Vos eras casi alienígena. Te gustaba. Pero
el precio era alto. Para todos. No es maldad. No es ni siquiera egoísmo. Es proceso
de madurez. O, tal vez, de encuentro, de frecuencia, de vibraciones que son
apreciadas cuando aparecen, cuando se proponen, cuando se esparcen, cuando se
afirman para que nos transformen. Eso es aprender. Eso es para nosotros la
energía fresca de este nuevo/viejo –rural- lugar en el que vivimos desde hace
unos meses y en el que encontramos (empezamos a vibrar) con la energía de lo
circundante. Porque lo circundante te calma. Te sana. Te conecta con tu versión
inocente, animal, que quiere succionar –sin quitar-, que quiere hincharse de
todo eso que le produce placer.
Porque, en definitiva, no somos otra
cosa que animales que buscan el gozo en el corrimiento propio de la palabra,
del raciocinio. En vez de encontrarlo, de dejarlo apoderarse de nuestras vidas,
vivimos a media máquina, como una emoción de segunda, de liquidación, de
outlet.
Entonces.
Nos perdemos un sexo de la puta madre.
Nos perdemos reírnos tirados en el
piso, con nuestros hijos, todos los días.
Nos perdemos charlas profundas,
largas, inofensivas, expansoras, trampolinescas, impertinentes, divertidísimas,
encontrantes, unificadoras.
En fin. Nos perdemos lo que sana.
El matrimonio –llamalo como quieras-. La
convivencia. El préstamo. La hipoteca. Porque elegir a una persona para toda la
vida puede sentirse así. Carcelario. Insomne. Postrante.
Otra vez.
Porque no sabés vivir. Si así fuera,
sabrías que hay que vivir en comunión con otro: ella, él, o la que sea de estas
mierdas de estrictos géneros masculino/femenino en el lenguaje -en la ley, en
las costumbres- que me arruinan la cadencia de mi mente que ve una realidad que
no es NENE/NENA, vivir en compromiso con tu socio, con el que hacés el negocio en
el que uno –más capital- compromete: el propio ser, la vida privada, la que
cuenta, la que vale la pena.
Fuck. Ufa. Otra vez. Acá falta unión.
Uní lo que sos con lo
que hacés. Entonces. Disfrutarás laburar y lo familiar. Con todo, debería darte
saldo positivo. Si no es así, buscále la vuelta. Pero dejá de fingir.
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