martes, 22 de mayo de 2018

Por qué los adultos me odian? Capítulo 15: Fugit irreparabile tempus


Capítulo 15: Fugit irreparabile tempus

Ayer me llamó la nueva esposa de mi papá. Dijo que él estaba internado. Que sus pulmones ya no le funcionaban y que debía ir a verlo lo más pronto que pudiera. Así, de sopetón. Desde hacía meses que no sabía nada de mi papá. Él no me llamaba. Y cuando yo lo hacía, me respondía ella. Tampoco supe nada de mi hermanita Delfi durante estos meses. Alguna de las veces que llamé y me respondió Laura, la escuché gritando: “Decíle que venga, mami. Decíle que venga a dibujar conmigo”. Pero eso era lo que yo oía, no lo que su madre quería que escuchara. Nunca entendí porqué papá se había alejado tanto. No es que fuéramos muy unidos, pero durante toda mi infancia cada noche se acostaba a mi lado y me leía un cuento. Jamás me dormía sin su lectura. Si todo el día había sido el pegote de mamá, a la hora de dormir me olvidaba de ella y me entregaba entera al amor paterno. Recuerdo despertar en mitad de la noche porque su pesadísimo brazo agotado me aplastaba. En aquel momento no entendía que esa presencia en mi habitación implicaba una ausencia en la suya, en la que compartía con mamá. Creo que nunca los vi besarse. Nunca los vi divertirse juntos. Ni reírse del mismo chiste. Ni pensar igual sobre ninguna de mis acciones. Ni sobre las decisiones de mis hermanos. Papá estuvo de acuerdo con que mi hermano mayor probara suerte fuera del país. Para mamá era una traición. Papá quería que Hermes estudiara alguna profesión clásica. Mamá, que hiciera lo que le diera felicidad. Papá, que mis hermanos hicieran deporte. Mamá, que estudiaran música. Conmigo, la batalla estaba perdida –desde ambos bandos-, de modo que ninguno intentó llevarme hacia ningún rumbo. Tuve la suerte –y la desidia- de hacer mi propio camino. Que de hecho tampoco fue tan propio. Porque me armé con lo que vi y con lo que había en casa: libros, libros, libros, silencios, historietas, ausencias ausentes y presencias ausentes, gritos, baladas de amor, video juegos, Barbies, tiza, pizarrón, papel, lápiz y muchísimo tiempo libre.

Entro en la clínica. Mamá se ofreció a traerme, pero le dije que prefería ir sola. Natu y Peli vinieron conmigo. Les pedí que me esperaran en el Mc Donald´s. nunca había entrado a un lugar como este para otra cosa que no fuera hacerme una radiografía, ver al médico clínico para obtener un apto físico para educación física, pedir que me pegaran con la gotita la ceja abierta producto de un golpe fraterno o visitar a un bebé recién nacido. Esta vez es diferente. Pregunto por él. Homero Martínez. Afortunadamente llegué en el horario de visita. Algo que Laura no mencionó: está en terapia intensiva. Es así cómo me entero de que lo de papá es realmente grave. Por la impávida recepcionista de la clínica. No me atrevo a subir directamente al quinto piso. Entro al baño sin darme cuenta. Me encierro en uno de los cubículos. Bajo la tapa. Me paro sobre el inodoro. Asomo mi cabeza por la pequeñísima ventana y dejo que el viento húmedo y helado del mayo bonaerense borre por unos instantes el torbellino de pensamientos que me azota. Cuando mis mejillas y mi nariz están lo suficientemente entumecidas, abro la puerta y me veo reflejada en el espejo. Es la primera vez que me imagino sin él. Sé que no debería pensar en eso aún. Él está vivo. Debería estar rezando. O hablando con un médico para que me explique qué podemos hacer por él. Sin embargo.

Entro en la Terapia. Es espeluznante. El olor a limpieza es tan fuerte que exhibe la enfermedad. Camas y cortinas. Mangueras y sondas. Bolsas con pis que cuelgan de las camas. Bocas abiertas. Ojos cerrados. Viejos decrépitos. Jóvenes accidentados. Camas rodeadas de familiares. Otras vacías. Allí está papá. Duerme. Se queja entre sueños. Laura le acaricia la cabeza. Le habla al oído. Me ve. Nos observamos. Se acerca. También yo. Nos damos el primer abrazo de nuestras vidas. Me susurra que la perdone. Que fue una tonta. Que papá tiene epoc. Que desde hace dos años que está diagnosticado. Que desde hace uno se nebuliza tres veces al día. Que dejó el cigarrillo recién hace dos semanas. Que no sabe cómo le va a explicar a Delfi. Que no la deje sola. Y, otra vez, que la perdone.

Es la cuarta semana de papá en terapia. Dos veces al día, durante una escasa y eterna hora. Allí estamos Laura y yo. Algunas veces aparece Hermes. Nadie más. Papá tenía un carácter especial. Difícil. Por eso, tal vez, estamos solas. Laura acaba de salir a comprar unos almohadones en forma de rosca para que sus piernas no se toquen entre sí, estamos obsesionadas con las escaras. Por fortuna tengo un momento a solas con papá. Tengo tanto para decirle. Ha despertado. Hace días que no despierta en el horario de visita. No me mira a los ojos. Tose. Fuerte. Se ahoga. Llega la enfermera que me corre con brusquedad, pero la entiendo. Le mete una manguera en la boca y lo aspira. Papá se calma. Me mira. Me acerco. Lo abrazo. Lloro y mis lágrimas empapan su mejilla. Sé que las siente. No puede abrazarme, ni consolarme. No puede hablar. Usa pañales y se alimenta por sonda. Pero me escucha. No digo nada. Solamente le canto una canción de The Beatles. Let it be. Su banda favorita de la adolescencia. Y lo único que escuchaba de grande. Le canto suavemente. Casi como en un susurro. Cuando termino le digo que está todo bien. Que no me importan sus errores. Que me perdone los míos. Que Laura y yo seremos amigas. Que Ulises, Hermes y yo vamos a estar siempre juntos. Y que nos vamos a ocupar siempre de Delfi. Por primera vez papá hace foco en mis ojos. “Fin del horario de visita. Por favor, salgan.” Le doy un cálido beso. Es la última vez que veo a papá con vida.
Mientras preparo la cena para Peli, para mamá –que sigue en el trabajo- y para mí, suena mi celular. Papá está muerto. Yo agrego –para mí misma- “Papá descansa.”

viernes, 4 de mayo de 2018

Por qué los adultos me odian? Capítulo 14: Para la libertad


Capítulo 14: Para la libertad[1]

Si bien la cosa entre la escuela, Peli y yo no está resultando como quisiéramos –bien lejos de lo que quisiéramos- nuestra relación, que surgió a partir de ese asunto, crece. A pasos agigantados –diría mi vieja si se enterara-. Porque al fin de cuentas (con los anticonceptivos comprados y tomados) tuvimos sexo. Otra vez, un sábado a la tarde en su casa vacía. Los dos solos. Unas escasas horas robadas para la intimidad. Su casa está siempre muy concurrida. Pero los sábados de 15 a 17 es nuestra. Fue raro. Doloroso –no tanto como para no desear fervorosamente la segunda vez-. Pero, primordialmente, fue nuestro. Un momento solo de nosotros dos. Con nuestros códigos. Con nuestra privada manera de desearnos, de expresarnos, de entregarnos, de mirarnos, de hacernos gozar. Se nos abrió un camino novedoso, auténtico, inextinguible. Hay miles de cosas que no me imaginaba haciendo, y ahora no puedo pensar en vivir sin hacerlas. Creo que tener relaciones con la persona que amamos, con la que nos sentimos lindos, deseados, únicos, hábiles, imprescindibles, cambia el modo cómo nos sentimos en el resto de nuestras actividades. Ahora tengo un nuevo y desconocido impulso vital. No solamente para volver a encontrarme con Peli. Si no –y eminentemente- para ser y hacer lo que soy y hago, esté o no con él. Será por la edad. Será porque durante toda la vida se necesita de esa montaña rusa hormonal que es una buena sesión de sexo. Será porque no se puede vivir sin recordar –todo lo a menudo que se pueda- que estamos bien vivos y somos bien animales. El sexo es lo más. Quiero coger como hoy toda la vida. Imagino que en algún momento la cosa menguará, pero ojalá que tarde muchísimo en declinar… porque este vigoroso acicate es un sustento sin el que hoy no creo poder seguir. No lo conocía ni lo necesitaba. Ahora que lo probé, no puedo ni quiero vivir sin él.

Una vez que terminamos, me levanté creyéndome aún doncella -¿habrá entrado del todo, o fue tanto dolor que no llegó a desvirgarme?- y  un poco cowboy. Mientras caminaba hacia la cocina, donde prepararíamos unos inocentes mates para la hora de la llegada familiar, recordé con mi manera de caminar al héroe de historietas que leía mi hermano: Lucky Luke. Sus piernas chuecas producto de la cabalgata. Así me sentía. Como si no pudiera cerrar las piernas. Se lo comenté a Peli haciendo el gesto de sacar las pistolas en medio de un duelo en el Lejano Oeste. Estallamos en risas. Y volvimos a sentirnos dueños de un secreto inviolable y auténticamente privado, que nos uniría para siempre. Los dos habíamos perdido la virginidad aquel día. Los dos recordaríamos esa tarde toda la vida. Eso nos hacía aún más únicos. Aún más reales.

El manantial de deseo no puede detenerse. Tenemos sexo –o lo que se puede, donde se pueda- cada vez que estamos solos. Es como si hubiéramos abierto un grifo imposible de cerrar. Y aunque pudiésemos hacerlo, ninguno de los dos tiene ninguna intención de cerrarlo. Es un grifo que nos inunda de plenitud en forma de sensualidad, de humedad, de calor, de vigor, de autoestima. Nunca me sentí tan bien conmigo misma, con mi cuerpo, con mi forma de ser. Cada cosa que hago es fuente de placer para Peli, pero también para mí. Me siento una diosa engendrada para deleitarse y deleitar a través de su cuerpo, de sus ojos, de sus gestos. De mis quejas. En el sexo con Peli a veces siento cierto dolor, que es producto de su rol animal, de su actitud de fiera que se apodera de su hembra. Sé que lo que digo es prácticamente una aberración en el #niunamenos mundo actual. Pero me gusta ser su hembra. Ahí. Y solo ahí. Porque en el resto de nuestras actividades juntos somos pares. Pensamos juntos. Somos iguales, y bien distintos. Pero a la par.

A la par seguimos en nuestra legítima brega. Cuando renunció Atenea –debo ser franca- bajamos los brazos por un tiempo. Fue como si nos anunciasen que la guerra había terminado. Y que habían ganado los otros. Pero tuvimos una idea. Tardamos semanas en tejerla. Semanas que fueron una pérdida inestimable. Porque el brío obtenido durante la toma será difícil de alcanzar nuevamente. El tiempo suaviza las cosas. Muchos olvidan y otros miran para un costado. La rutina es sencilla. La rutina da seguridad. Certezas. Confort. Despreciable mundo burgués. Egoísta. Hedonista. Capitalista. Todos sinónimos. Así que aquí estamos. En medio de la lucha que sigue. Por un camino inédito. Con un rumbo inopinado. Esteban y Pedro fueron quienes no toleraron la quietud. El silencio. El callado grito de su ausencia. Nos dijeron que necesitaban hacer algo. Cualquier cosa que manifestara su desagrado. Su hastío. Que se oyera como un trueno en medio de una silenciosa tarde lluviosa en la que no se espera nada ni a nadie, lo obsceno de la mascarada institucional. Que todos escucharan la Verdad que se había hecho no sólo Verbo sino también Carne durante la Toma: Hay una manera real, auténtica, efectiva, exitosa de enseñar y de aprender. Hay quienes viven la Educación como una experiencia enriquecedora cada día –cada segundo, cada mirada, cada gesto, cada Encuentro- de su labor dentro (o fuera, claro) del aula. La Escuela se vive todo el tiempo. Desde que entramos, cuando nos vamos e incluso cuando no estamos en ella. Porque la Escuela hace comunidad. Porque la Escuela –sea o no confesional, franciscana o pirulo- es las personas que la forman. Y es justamente por eso que no podemos seguir siendo callados testigos y cómplices de la decadencia de nuestro Colegio. Del que se van a cada paso personas que han luchado por años contra la pútrida corriente segregadora, que busca amputar lazos –como en la prisión- para gobernar a su antojo. Divide y reinarás. De la carne talada crecerán nuevos brazos y nuevas piernas. Porque aún tengo la vida.





[1] El herido, poema de Miguel Hernández
I

Por los campos luchados se extienden los heridos.
Y de aquella extensión de cuerpos luchadores
salta un trigal de chorros calientes, extendidos
en roncos surtidores.

La sangre llueve siempre boca arriba, hacia el cielo.
Y las heridas suenan, igual que caracolas,
cuando hay en las heridas celeridad de vuelo,
esencia de las olas.

La sangre huele a mar, sabe a mar y a bodega.
La bodega del mar, del vino bravo, estalla
allí donde el herido palpitante se anega,
y florece, y se halla.

Herido estoy, miradme: necesito más vidas.
La que contengo es poca para el gran cometido
de sangre que quisiera perder por las heridas.
Decid quién no fue herido.

Mi vida es una herida de juventud dichosa.
¡Ay de quien no esté herido, de quien jamás se siente
herido por la vida, ni en la vida reposa
herido alegremente!

Si hasta a los hospitales se va con alegría,
se convierten en huertos de heridas entreabiertas,
de adelfos florecidos ante la cirugía.
de ensangrentadas puertas.

II

Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.

Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales, y entro en los algodones
como en las azucenas.

Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.

miércoles, 2 de mayo de 2018

Cumpleaños


Tu sonrisa. Tu pasión. Tu humor. Tu ritmo. Tus excusas. Tu entrega. Tus barrancos. Tus euforias. Tus planes. Tus búsquedas. Tu inquietud. Tu calma. Tu paciencia. Tu ansiedad.  Nuestros proyectos. Nuestros códigos. Nuestras risas. Nuestras hijas. Nosotros. Los cuatro.

Gracias Pat Pat por compartir tu vida con nosotras. Por elegirnos a cada paso. Con cada decisión. Con cada escollo. La vida con vos nunca es un transcurrir. Nos forjamos nuestro Paraíso cada vez que nos despertamos. Mucho de eso es tu esencia.

Feliz cumpleaños, amor nuestro!