Capítulo 15: Fugit irreparabile tempus
Ayer me llamó la nueva
esposa de mi papá. Dijo que él estaba internado. Que sus pulmones ya no le
funcionaban y que debía ir a verlo lo más pronto que pudiera. Así, de sopetón.
Desde hacía meses que no sabía nada de mi papá. Él no me llamaba. Y cuando yo
lo hacía, me respondía ella. Tampoco supe nada de mi hermanita Delfi durante
estos meses. Alguna de las veces que llamé y me respondió Laura, la escuché
gritando: “Decíle que venga, mami. Decíle que venga a dibujar conmigo”. Pero
eso era lo que yo oía, no lo que su madre quería que escuchara. Nunca entendí
porqué papá se había alejado tanto. No es que fuéramos muy unidos, pero durante
toda mi infancia cada noche se acostaba a mi lado y me leía un cuento. Jamás me
dormía sin su lectura. Si todo el día había sido el pegote de mamá, a la hora
de dormir me olvidaba de ella y me entregaba entera al amor paterno. Recuerdo
despertar en mitad de la noche porque su pesadísimo brazo agotado me aplastaba.
En aquel momento no entendía que esa presencia en mi habitación implicaba una
ausencia en la suya, en la que compartía con mamá. Creo que nunca los vi
besarse. Nunca los vi divertirse juntos. Ni reírse del mismo chiste. Ni pensar
igual sobre ninguna de mis acciones. Ni sobre las decisiones de mis hermanos.
Papá estuvo de acuerdo con que mi hermano mayor probara suerte fuera del país. Para
mamá era una traición. Papá quería que Hermes estudiara alguna profesión
clásica. Mamá, que hiciera lo que le diera felicidad. Papá, que mis hermanos
hicieran deporte. Mamá, que estudiaran música. Conmigo, la batalla estaba
perdida –desde ambos bandos-, de modo que ninguno intentó llevarme hacia ningún
rumbo. Tuve la suerte –y la desidia- de hacer mi propio camino. Que de hecho tampoco
fue tan propio. Porque me armé con lo que vi y con lo que había en casa:
libros, libros, libros, silencios, historietas, ausencias ausentes y presencias
ausentes, gritos, baladas de amor, video juegos, Barbies, tiza, pizarrón,
papel, lápiz y muchísimo tiempo libre.
Entro en la clínica. Mamá se
ofreció a traerme, pero le dije que prefería ir sola. Natu y Peli vinieron
conmigo. Les pedí que me esperaran en el Mc Donald´s. nunca había entrado a un
lugar como este para otra cosa que no fuera hacerme una radiografía, ver al médico
clínico para obtener un apto físico para educación física, pedir que me pegaran
con la gotita la ceja abierta producto de un golpe fraterno o visitar a un bebé
recién nacido. Esta vez es diferente. Pregunto por él. Homero Martínez. Afortunadamente
llegué en el horario de visita. Algo que Laura no mencionó: está en terapia
intensiva. Es así cómo me entero de que lo de papá es realmente grave. Por la impávida
recepcionista de la clínica. No me atrevo a subir directamente al quinto piso. Entro
al baño sin darme cuenta. Me encierro en uno de los cubículos. Bajo la tapa. Me
paro sobre el inodoro. Asomo mi cabeza por la pequeñísima ventana y dejo que el
viento húmedo y helado del mayo bonaerense borre por unos instantes el torbellino
de pensamientos que me azota. Cuando mis mejillas y mi nariz están lo
suficientemente entumecidas, abro la puerta y me veo reflejada en el espejo. Es
la primera vez que me imagino sin él. Sé que no debería pensar en eso aún. Él está
vivo. Debería estar rezando. O hablando con un médico para que me explique qué
podemos hacer por él. Sin embargo.
Entro en la Terapia. Es espeluznante.
El olor a limpieza es tan fuerte que exhibe la enfermedad. Camas y cortinas. Mangueras
y sondas. Bolsas con pis que cuelgan de las camas. Bocas abiertas. Ojos cerrados.
Viejos decrépitos. Jóvenes accidentados. Camas rodeadas de familiares. Otras vacías.
Allí está papá. Duerme. Se queja entre sueños. Laura le acaricia la cabeza. Le habla
al oído. Me ve. Nos observamos. Se acerca. También yo. Nos damos el primer
abrazo de nuestras vidas. Me susurra que la perdone. Que fue una tonta. Que papá
tiene epoc. Que desde hace dos años que está diagnosticado. Que desde hace uno
se nebuliza tres veces al día. Que dejó el cigarrillo recién hace dos semanas. Que
no sabe cómo le va a explicar a Delfi. Que no la deje sola. Y, otra vez, que la
perdone.
Es la cuarta semana de papá
en terapia. Dos veces al día, durante una escasa y eterna hora. Allí estamos
Laura y yo. Algunas veces aparece Hermes. Nadie más. Papá tenía un carácter
especial. Difícil. Por eso, tal vez, estamos solas. Laura acaba de salir a
comprar unos almohadones en forma de rosca para que sus piernas no se toquen
entre sí, estamos obsesionadas con las escaras. Por fortuna tengo un momento a
solas con papá. Tengo tanto para decirle. Ha despertado. Hace días que no
despierta en el horario de visita. No me mira a los ojos. Tose. Fuerte. Se ahoga.
Llega la enfermera que me corre con brusquedad, pero la entiendo. Le mete una
manguera en la boca y lo aspira. Papá se calma. Me mira. Me acerco. Lo abrazo. Lloro
y mis lágrimas empapan su mejilla. Sé que las siente. No puede abrazarme, ni
consolarme. No puede hablar. Usa pañales y se alimenta por sonda. Pero me
escucha. No digo nada. Solamente le canto una canción de The Beatles. Let it
be. Su banda favorita de la adolescencia. Y lo único que escuchaba de grande. Le
canto suavemente. Casi como en un susurro. Cuando termino le digo que está todo
bien. Que no me importan sus errores. Que me perdone los míos. Que Laura y yo
seremos amigas. Que Ulises, Hermes y yo vamos a estar siempre juntos. Y que nos
vamos a ocupar siempre de Delfi. Por primera vez papá hace foco en mis ojos. “Fin
del horario de visita. Por favor, salgan.” Le doy un cálido beso. Es la última
vez que veo a papá con vida.
Mientras preparo la cena
para Peli, para mamá –que sigue en el trabajo- y para mí, suena mi celular. Papá
está muerto. Yo agrego –para mí misma- “Papá descansa.”