Empiezo con la historia de una mujer
que no pensaba. O, de tanto pensar pelotudeces, se anulaba su juicio. Era insana.
No se le podía pedir que diera una opinión, medianamente objetiva, de nada. Porque
todo estaba teñido por su miedo, por su chiquitez, por su lábil, labilísima
estima. Tan poco, tan poco se estimaba, que estaba convencida de su fealdad. No
tengo claro, lector, qué evento, o qué visión desvirtuada la había llevado a
convencerse de eso. De que era mediopelo-fea. Estamos de acuerdo Ud. Y yo,
lector. “No debe ocuparnos el aspecto físico, debemos atender a su pureza de
espíritu”.
Las pelotas. ¡Las recontra pelotas! Porque
vos y yo sabemos, lectorcito, que lo primero que hacés (hacemos) es mirar el
culo, o la carita, o lo que sea.
Entonces. Por eso.
Si la piba creía que como era feúcha
sus otros valores estaban devaluados… era lógico. Porque así es nuestra sociedad.
Así somos. Cuando vemos a uno en el suelo uno que está sutilmente en el suelo,
al que podrías haber ayudado a levantarse, le ponés un pasacalles o hacés sonar
la alarma. Porque te cagás en su autoestima. Al que está haciendo el ridículo (qué
expresión chota), vos lo exponés delante de todos –menos de él, claro-. Al que
está cagado por elefantes, vos le pisoteás la cabeza.
O sea. La cuestión es que la mina, mi
protagonista… (me fui al carajo) era una mina bien. Una mina con su
sensualidad. No sé si belleza. Con su manera de ser. Al principio era medio
bruta. No sabía socializar. Era como una loba. La habían criado lobos y ella no
podía ajustarse a los códigos civilizados. Porque allí quedaba fuera la
emoción. Y ella estaba hecha de emoción.
Aprendió, entonces, que debía cambiar.
Que debía dejar de ser. Porque eso la condenaba. Al rechazo. Siempre terminaba
mal. Eso había que esconderlo. Que limitarlo. Y cagó. Se empequeñeció. Se volvió
pasa de uva. Para siempre. Seca.
Vivía en modo “TRY ME”. Era una
observadora fría de lo que le pasaba. O, todo lo contrario. En ocasiones, era
una apasionada a la que todo le explotaba en la cara, entonces tenía que reaccionar,
que vomitar la emoción, el asco.
Eso ocurría porque ya empezaba a
acumular basura. Cada vez que se guardaba que se mentía que se traicionaba, se
iba olvidando de sí misma. Y eso la volvía aún más un zombie, un transcurso. Una
nada. Pero la mina era profundamente objetivista. No lo sabía. No estaba
enterada. Pero lo era. Nada más lejano del Existencialismo en el que la estaban
obligando –y ella se dejaba- vivir.
Pues.
Un día tuvo que
aparecer. Un día tuvo que hacerse cargo. Y su grito aún se escucha, cada vez
que uno de ustedes se sienta a leer
No hay comentarios.:
Publicar un comentario