No quiero seguir esperando. No quiero
seguir esperándome. Muchos menos esperándote. En algún momento tengo que dejar
de sentirme mal. De hacerlos sentir mal. De hacerte sentir mal.
Necesito dejar de pensar en después. En
mañana. En enero. En el año que viene.
Pretendo estar lista. Intento mostrarme
entera. Pero soy una sumatoria de pedazos. Tal vez alguna vez fui de una pieza.
Hoy soy un Lego desarmado. Entregado al abandono. A la desidia. Ya no recuerdo
cómo es sentirme entera. Orgullosa de mí misma.
Y, entonces, todo me sale mal. Todo me
sale incompleto. Con energía arrolladora al comienzo, y lenta negligencia a
mitad de camino.
No encuentro motivos ni reconozco
objetivos. Estoy cansada. Triste. Quiero dormir. Quiero forjarme una noche
ficticia que dure tres días, dos semanas, para siempre.
No quiero habla. No puedo. No sé
hacerlo. Los demás son extraños. Son intrusos. Extranjeros. Yo misma me siento
inmigrante en mi propia oscuridad.
No tengo idea de cómo salir de este
infierno, de esta noche eterna. Creo que me regodeo en ella. Como no sé salir –porque
requiere de un esfuerzo para el que no hallo razones suficientes- me
acostumbré. Me acomodé. Me instalé en ella. El problema es que me sigo
quejando. Tal vez porque nadie nació para sufrir. Para paralizarse ante el
propio padecimiento. ¿Por qué debería soportar estoicamente lo que yo misma me
provoco, como consecuencia de mi inacción?
Tantas veces me dijeron que no sirvo. Tantas
veces escuché que nada es suficiente. Viví rodeada de alpinistas abandónicos,
de peregrinos callosos que no llegaban a destino. Eso, indefectiblemente,
fraguó mi esperanza. Estudié para ser mediocre. Viví para ser normal. Estándar.
En esa uniformidad, no tuve agallas para sobresalir. No más allá de un
excelente promedio, una bandera y un diploma de honor. También hubo
reconocimientos pequeños. Aquellos que recibían cada día mis actos, mis
diminutas genialidades, aplaudían la diferencia. La evidente predominancia.
Pero eso tampoco fue suficiente para
mí. Ni siquiera la honesta devolución de mis alumnos me permitió salir de las
arenas movedizas –que hunden, que atrapan- de la medianía. De a poco empecé a
infectarme de mezquindad. Tal vez para encajar. Tal vez para poder sentarme a
ciertas mesas. Para no sentirme tan espantosamente sola. Para no volver a casa
y necesitar vomitarle a alguien las roñerías que escuchaba y veía en mi lugar
de trabajo.
Nuca pude adaptarme del todo. No quiero
adaptarme ni un poco. Alguna vez lo intenté, pero mi alma explotaba ropajes. Invadía
reuniones. Necesitaba liberarse.
Esa es la respuesta. Nunca dejarte
apagar. Nunca rendirte. Nunca decir que sí, cuando tu cabal deseo es no.
No dejes que la vulgaridad ajena te
contagie, te salpique, te ensucie. No te dejes saquear. Aunque parezcan
bienintencionados.
La única verdad es la de tu percepción
de vos mismo. Si sentís que tu día a día no vale la pena, que lo tuyo podría
hacerlo cualquier otro, que tu intervención está deslucida, que te limitan, que
te retienen, que te bajan la intensidad –tal vez por miedo a tu brillo-,
entonces…
Abandonálo todo. Todo. Necesariamente,
hay otras opciones. Otros espacios. Nuevos amores. Da vértigo el mientras
tanto. Nadie quiere saltar sin haber probado el paracaídas. Pero tampoco nadie
siente adrenalina caminando por la misma cuadra durante 30 años.
Hay que animarse. Tenés –tengo- que
esforzarte. Pero, primero, aseguráte de que esa sensación de amor propio que débilmente
intenta asomar la cabeza a pesar de tus –sus- recurrentes pisoteos, recibe tu
aceptación, tu divulgación, tu beneplácito.
Avanzá. Confiá. Vale la pena.
Porqué sé que –como yo- ya no querés
seguir esperando para ser feliz.
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