martes, 9 de octubre de 2018

No quiero seguir esperando


No quiero seguir esperando. No quiero seguir esperándome. Muchos menos esperándote. En algún momento tengo que dejar de sentirme mal. De hacerlos sentir mal. De hacerte sentir mal.

Necesito dejar de pensar en después. En mañana. En enero. En el año que viene.

Pretendo estar lista. Intento mostrarme entera. Pero soy una sumatoria de pedazos. Tal vez alguna vez fui de una pieza. Hoy soy un Lego desarmado. Entregado al abandono. A la desidia. Ya no recuerdo cómo es sentirme entera. Orgullosa de mí misma.

Y, entonces, todo me sale mal. Todo me sale incompleto. Con energía arrolladora al comienzo, y lenta negligencia a mitad de camino.

No encuentro motivos ni reconozco objetivos. Estoy cansada. Triste. Quiero dormir. Quiero forjarme una noche ficticia que dure tres días, dos semanas, para siempre.

No quiero habla. No puedo. No sé hacerlo. Los demás son extraños. Son intrusos. Extranjeros. Yo misma me siento inmigrante en mi propia oscuridad.

No tengo idea de cómo salir de este infierno, de esta noche eterna. Creo que me regodeo en ella. Como no sé salir –porque requiere de un esfuerzo para el que no hallo razones suficientes- me acostumbré. Me acomodé. Me instalé en ella. El problema es que me sigo quejando. Tal vez porque nadie nació para sufrir. Para paralizarse ante el propio padecimiento. ¿Por qué debería soportar estoicamente lo que yo misma me provoco, como consecuencia de mi inacción?

Tantas veces me dijeron que no sirvo. Tantas veces escuché que nada es suficiente. Viví rodeada de alpinistas abandónicos, de peregrinos callosos que no llegaban a destino. Eso, indefectiblemente, fraguó mi esperanza. Estudié para ser mediocre. Viví para ser normal. Estándar. En esa uniformidad, no tuve agallas para sobresalir. No más allá de un excelente promedio, una bandera y un diploma de honor. También hubo reconocimientos pequeños. Aquellos que recibían cada día mis actos, mis diminutas genialidades, aplaudían la diferencia. La evidente predominancia.

Pero eso tampoco fue suficiente para mí. Ni siquiera la honesta devolución de mis alumnos me permitió salir de las arenas movedizas –que hunden, que atrapan- de la medianía. De a poco empecé a infectarme de mezquindad. Tal vez para encajar. Tal vez para poder sentarme a ciertas mesas. Para no sentirme tan espantosamente sola. Para no volver a casa y necesitar vomitarle a alguien las roñerías que escuchaba y veía en mi lugar de trabajo.

Nuca pude adaptarme del todo. No quiero adaptarme ni un poco. Alguna vez lo intenté, pero mi alma explotaba ropajes. Invadía reuniones. Necesitaba liberarse.

Esa es la respuesta. Nunca dejarte apagar. Nunca rendirte. Nunca decir que sí, cuando tu cabal deseo es no.

No dejes que la vulgaridad ajena te contagie, te salpique, te ensucie. No te dejes saquear. Aunque parezcan bienintencionados.

La única verdad es la de tu percepción de vos mismo. Si sentís que tu día a día no vale la pena, que lo tuyo podría hacerlo cualquier otro, que tu intervención está deslucida, que te limitan, que te retienen, que te bajan la intensidad –tal vez por miedo a tu brillo-, entonces…

Abandonálo todo. Todo. Necesariamente, hay otras opciones. Otros espacios. Nuevos amores. Da vértigo el mientras tanto. Nadie quiere saltar sin haber probado el paracaídas. Pero tampoco nadie siente adrenalina caminando por la misma cuadra durante 30 años.

Hay que animarse. Tenés –tengo- que esforzarte. Pero, primero, aseguráte de que esa sensación de amor propio que débilmente intenta asomar la cabeza a pesar de tus –sus- recurrentes pisoteos, recibe tu aceptación, tu divulgación, tu beneplácito.

Avanzá. Confiá. Vale la pena.

Porqué sé que –como yo- ya no querés seguir esperando para ser feliz.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario