Capítulo 17:
#AbortoDeIdeasYa
Hoy nos
hicieron participar de una especie de “Debate sobre el Aborto”. Ponéle que fue
un debate. Porque el hecho de que sea una escuela religiosa implica que todo lo
que nos digan al respecto los adultos tenga que ver con una postura en contra
del aborto. No digo que sea necesariamente generacional. Pero creo que los
jóvenes tenemos una energía, un impulso vital que muchos adultos no solamente
no tienen hoy, sino que creo que es una generación que nunca sintió pasión. Los
apasionamientos de los adultos de hoy son bastante circunspectos. Y las veces
que se enardecen, lo hacen desde una postura de superioridad que elimina la
posibilidad de diálogo. Del tipo: “no hablo de esto con vos porque sos un
pendejo”. Cuando lo cierto es que nuestra mirada de la realidad –si bien está
en construcción- sustenta una frescura y una verdad que tiene que ver con haber
nacido en un mundo que no es el de ellos. Este mundo es otro –por fortuna- y
los cambios, si no son buenos, son reales. Por tanto, son material con el cual
uno debe aprender a convivir, a avanzar, a Ser. Sin traicionarse.
El “debate” fue,
verdaderamente, un fracaso. No porque no hubiese deseo de intercambiar ideas.
No porque estuviésemos cerrados a escuchar a los adultos. Si no, porque los
argumentos que esgrimieron son patéticos. Son inválidos racionalmente. Son
indemostrables. Apelan a cuestiones que pasan por la fe y no por la verdad
fisiológica, psicológica ni emocional. Ni siquiera ven de refilón la verdad del
mundo actual. De la emotividad femenina. De que el sexo hace rato que dejó de
ser únicamente- si alguna vez lo fue- para procrear. El sexo tiene cientos de
matices. Y eso no se puede negar. El argumento de “si no se cuidaron y están
embarazadas, jódanse” no solamente manifiesta la poca capacidad de reflexión,
la imposibilidad de empatizar con otros, si no también –y especialmente- deja
por fuera la realidad objetiva de que el sexo es muchas cosas diferentes para
muchas personas distintas. Diversión, placer, autoestima, perversión, comunión,
egoísmo, superación, intimidad, dolor, ternura, y así al infinito. Pensar que
el sexo tiene un rol social determinado vinculado con la continuación de la
especie es hacer una lectura del mundo actual, que no solamente esta demodé,
sino que atenta contra el desarrollo del Hombre mucho más allá de lo que la
Religión católica ha planeado para él. El hombre es singularidad. En sociedad,
sí, claro. Necesito creer, necesito estar convencida de que hay posibilidad de
auténtica felicidad. Que más allá de que uno sea un buen amigo, un buen hijo,
un buen estudiante, un gran profesional, un potente proveedor, un solidario, un
exitoso… que más allá de todo eso, podamos ser nuestra Verdad. Que podamos
sentirnos orgullosos de lo que creemos y pensamos[1], sin reparar en lo que
digan los supuestos sociales, económicos, religiosos o una moralidad particular
al respecto. Bancarnos nuestra honestidad. Nuestra verdad más sensible, más
profunda, de las entrañas. Aunque algunos –o muchos- dejen de querernos o de
frecuentarnos porque esa singularidad, les rompe las pelotas. Pero, ¿saben por
qué? Porque les expone su propia mediocridad.
Yo quiero ser un ejemplo
para mí misma. No porque me las sepa todas. No porque no esté aprendiendo
constantemente –con cada parpadeo- apoderándome de reflexiones que me hacen
rever mi manera de ser conmigo misma y con los demás. Pero lo que más me
interesa aprender en este momento –porque me sobra tiempo para aprender de los
demás cuando quiera tener un vínculo elegido (no como el azaroso que nos viene
con la familia)- ahora quiero aprender a respetarme. A mejorarme. A defenderme.
A indagarme cuando haga falta. A no serme hostil. Porque mi propio orgullo de
mí misma, habla de mi capacidad de esfuerzo -o de su ausencia-, de mi habilidad
como sujeto que es capaz de crearse, y, entonces, de crear.
Entonces, crear, ¿es crear
vida? Es crear ¿arte? ¿Ciencia? ¿Política? ¿Ideología? ¿Qué es realizarse?
¿Tiene que ver con esta cuestión de “la realización”, la necesidad de tener
hijos? ¿Realizarse es, -desde hace siglos - el chivo expiatorio para que haya
negocios millonarios como el matrimonio y la paternidad? ¿Realizarse es actuar de
modo que se esté convencido de que la única posibilidad de auténtica felicidad se
da a través de la familia? No sé. Pienso. Me parece. Y me horroriza. Porque un
poco de compromiso con eso tengo. Porque así es mi familia. Así piensa todo el
mundo para cualquier lado que miro. Y yo creo que quiero –léase necesito- ser
egoísta. Singularidad. Individualidad. Sin herir a nadie. Sin deberle nada a
nadie. Y a veces me tienta el modo de ser impreso en el ADN. Pero
–afortunadamente- me doy cuenta, y trato de correr hacia el lado opuesto. Sin
juzgar. En silencio.
Eso hice en el debate. Lo
hice yo y lo hicieron muchos. En realidad, al principio estábamos entusiasmados.
Teníamos ganas de que se nos escuchara. Porque sentíamos que éramos un poco
protagonistas. Que estábamos en el centro de la escena. Éramos nosotras, las
jóvenes, las mujeres que teníamos planes, que no veíamos como único motor en la
vida el deseo de armar una familia de la cual pudiéramos ser madres, las que
pedíamos que nos dejaran abortar. Ni hablar en otros estratos sociales:
violaciones, incestos, dolor, vergüenza, hambre, miedo como motores de la
inclinación abortiva. Teníamos mucho para decir. Pero usaron estratagemas
propias de La naranja mecánica[2].
Nos pasaron un video en el cual se veían imágenes inapelables. Violentas.
Golpes bajos. Sin testimonios. Sin detalles. Sin pormenores. Fetos latentes.
Cuerpos de niños abortados en el suelo de un hospital. No puedo decir que eso
no me conmovió. Que no me heló las entrañas y me las retorció de pena, asco y
dolor.
Sin embargo.
Hay un montón elementos
analizables. Que no se pusieron en discusión. Y cuando quisimos exponerlos, nos
acallaron con “tener relaciones sexuales requiere de una responsabilidad para
la que debemos estar preparados, incluso si implicase tener un hijo”. Pero la
vida no es tan lineal. Ni siquiera es tan certera. La vida tiene matices. Y uno
de ellos es que el deseo sexual está presente en cada acto de nuestro día a
día. Indefectiblemente. Por supuesto, con sublimaciones, con bordes, con
cauces, contextualizada. Pero está. No solamente desde la ternura. No solamente
desde el deseo paternal o maternal. Nosotras no queremos tener sexo para
convertirnos en madres. No queremos ser esclavas de un error. Tampoco queremos
involucrar a nadie en nuestro error. Mucho menos queremos cargar con un hijo no
deseado, con un ser que –aunque nos enamoremos de él/ella- no fue nuestra
elección. Un ser que nos aleja de nuestras metas individuales, íntimas,
honestas. No estamos diciendo que vamos a ir por la vida abortando embarazos
azarosos. Pero tampoco queremos tener la certeza y el horror de cargar con un
hijo que nos hizo un violador, un incestuoso o el pervertido que sea. Queremos
poder ir por la vida abriendo las piernas sin condenarnos a la horca. Porque
imagino que no debe existir nada más asfixiante que tener un hijo en brazos,
que llora, nos reclama, nos exprime, sin desearlo, sin quererlo, porque la
sociedad lo exige. Pero cuando dijimos estas cosas –muchas menos en realidad-
nos tildaron de asesinas. De irresponsables. De putas –aunque no lo dijeron
así-.
El debate terminó con una
oración sobre los derechos del niño por nacer. Y las palabras de nuestro
Director: -Debemos salvar las dos vidas: la del niño, que tiene derecho a nacer
y la de la madre, que está presa de un momento difícil y se condena a una vida
de arrepentimiento por haber asesinado a su hijo.
Punto final. Así de
cabizbajas (también cabizbajos, claro) y con la sangre hirviendo en las venas,
en los úteros salimos del “Debate sobre –contra- el Aborto”.
[1] Consultar Rand, Ayn: La virtud del egoísmo, Bs. As.,
Grito Sagrado, 1964.
[2] La naranja mecánica (A Clockwork Orange) es
una novela del escritor británico Anthony Burgess, publicada en 1962 y adaptada
por Stanley Kubrick en la película homónima estrenada en 1971. Se la considera
parte de la tradición de las novelas distópicas británicas, sucesora de obras
como 1984, de George Orwell, y Un mundo
feliz, de Aldous Huxley.