Desde hacía rato que ella lo había
elegido. Estaba convencida de su decisión. Tal vez lo había decidido el día que
lo vio. A ella las cosas le salían así. Lo que quería lo obtenía. La cuestión
es que él era el más más. El más groso. Al menos así lo veía ella. En aquel
momento. En dicha circunstancia. Habría que preguntarse por el origen de ella,
para interpretarla, para entenderla. Pero no. Ahora no. Avancemos. Fijémonos en
él. En quién y qué era él. Planteo profundo. De hacerse cargo. Él era genial. No
sé si hay algún dato objetivo que lo comprobara. Lo cierto es que así lo
observaba –lo recibía- ella. Suficiente. De su interpretación de él se minaba
la interpretación de sí misma. O viceversa. Ella creía que carecía de lo que él
rebalsaba.
Él era lindo. Él era divertido. Él era
popular. Audaz. Él no era ella. Ella, cuando estaba con él, era otra. Se convertía.
Transmutaba. Se metamorfoseaba. Era mujer devenida en diosa, en musa. Con él,
ella volvíase poética, artística, recreada como una obra de arte. Porque así
hablaba él de ella. Durante mucho tiempo él había encontrado en ella una fuente
de inspiración. Incluso le manifestaba respeto. Ella era culta. Era inteligente.
Era un contrincante.
Eso, tal vez, a la larga, fue lo que
los cagó. Haberse vuelto contrincantes. No pudieron dar un paso al costado. No pudieron
poner el amor propio ni su arrogancia en segundo plano.
Entonces.
La virtud se transformaba en defecto
insoportable, producto de la inmadurez para comunicarse. Los dos eran un poco
chiquilines, un poco soberbios, bastante pelotudos. Y se dejaron.
Se cortaron.
Se fracturaron.
Hasta que se inmunizaron al recuerdo. La
que no quería perder, tardó bastante –reprimió más que inmunizó-. El que
decidió, soltó rápido y dejó fluir en forma de experiencia.
Hoy, recién, ella entiende. Suelta. Comprende.
Recuerda. Relee. Dejó de interpretar. Ya no es psicoanalista barata de su
propia realidad. Todo lo vivido le permite valorar. De eso se trata. Hasta hoy,
ella no había podido entender los porqués. Todavía estaba enojada. Porque aún
malinterpretaba. Malinterpretaba sus antiguos silencios. Los justificaba. Los escondía.
Era miedosa.
Había sido infantil, y eso se debía a
que era justamente eso: una niña emocionalmente. No importa él. Importa ella. Ella
había tomado malas decisiones. La mayoría de las cuales se empalmaban con su
baja autoestima. Era un maquinita de defenderse. Por eso, todo entre ellos se
había vuelto una guerrilla. Al final, era guerrilla de segunda, degradada. Eran
dos ciegos tirándose piedras.
Ella. Ahora trata de
detenerse y saborear. Como lo hizo antes. Al principio. Cuando aún se sentía
más y él le parecía un igual. Ya se dijo: no hay que sentirse menos, para poder
amar
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