Un Prólogo a mi novela juvenil: ¿Por qué los adultos me odian?
Mi novela va a contar la historia de
una estudiante de secundaria a quien se le ponen todas las trabas posibles
desde la educación formal, con cierta asistencia de una familia que no es del todo
mala –aunque la mediocridad no es excusa-, en su camino hacia el
desenvolvimiento de su plenitud individual. No hay auxilio respecto de sus
deseos, respecto de sus habilidades, de su organicidad. Nadie la mira
verdaderamente. Y si alguien lo hace es por un desvío. No por una tarea
emprendida con responsabilidad ni con un objetivo claro.
Mi novela transcurre en uno de las
tantas escuelas de la localidad de Moreno, en la zona oeste de la provincia de
Buenos Aires. Exhibe la verdad cotidiana de jóvenes expuestos a la
indiferencia, a la falta de profesionalismo, a la mediocridad, al egoísmo sin
sentido. Docentes y padres que hacen lo que pueden. De esa llanura lucha por
brotar -como una raíz a la que no logran eliminar- la protagonista. Numina no
será vencida por la vulgaridad, por el acostumbramiento, por la inercia.
En un contexto donde el arte y las
verdaderas habilidades –entiéndase por arte cualquier tipo de creación humana,
arte es creación, producción original, entrega absoluta entre un ser y su deseo
de transformar el mundo positivamente a través de su legítima intervención-
están subvaluadas, donde el sujeto no se entrega al deseo artístico aunque éste
le dé felicidad (porque claro, antes deben saciarse las necesidades económicas,
vinculares, sociales), allí aparece mi heroína adolescente.
Hoy los alumnos no son educados
respecto de las tareas que van a realizar en el futuro. No saben, entonces, qué
estudiar cuando terminan la secundaria. Nadie los guía en ese proceso. Por eso
es que debemos actuar como padres, criando hijos que sepan lo que quieren
porque lo descubren en casa.
Esta novela espera actuar sobre los
espíritus de muchos. Pero reconoce que la institución Escuela es muy difícil de
sanar. Está enferma, en descomposición, contagiando de una enfermedad mortal a
todos los que toca e involucra. Es que la sociedad a la que pertenece está
infectada con un virus que avanza calladamente porque sus enfermos no se saben
portadores. Es preciso entonces, que, si la Escuela no lo hace, que los Padres
miremos a nuestros hijos. No hay Escuela donde miren a los chicos. No
verdaderamente. No con continuidad. No con compromiso.
Eso debemos hacerlo nosotros, los
Padres.
Las escuelas primarias dejan de mirar
lo que intentó –al menos- mirar la Escuela Inicial. Por número, por
desconocimiento, por incapacidad, por falta de profesionalismo, por ausencia de
empatía, por carencia de amor por la humanidad y respeto por el propio Yo (que
merece observarse calladamente y reconocerse coherente y fiel a sí mismo, libre
de errores evitables).
Es por todo esto que ningún docente
debería ser irresponsable ni siquiera en lo más mínimo de su labor. No escupo
para arriba. Soy docente y he tenido que tomar la difícil decisión no de
licenciar si no de renunciar a horas de clase porque no estaba dando de mí lo
que la tarea requería. Una situación personal capturante no me dejaba energías
para nada más. El trabajo con adolescentes (como con cualquier sujeto educable)
es divertido, apasionante, motivante y, -por cierto- agotador. Hacerlo como
esos jóvenes lo merecen y es su derecho más lícito, resulta engrandecedor y
placentero. Por eso me bajé. Sí, también porque mi situación económica lo
permitía. Lo cierto es que ser docente no es ser administrativo, ni jefe de
ventas, ni abogado, ni martillero, ni diseñador, ni –tampoco, por supuesto-
médico. Ser Docente es comprometerse en cuerpo y alma con lo que necesitan los
chicos. Actuar de otro modo es tibieza, es Educación post Revolución
Industrial, es –siempre- mediocridad.
Los Docentes no somos un elemento más
en una sociedad esquemática, definida y previsible. Debemos educar para la
Libertad. Desde la Libertad. Nuestra propia Libertad como sujetos individuales
es el sostén de nuestro aporte para una sociedad mejor. Debemos darnos,
entregarnos, ser auténticamente felices para que nuestros Hijos y nuestros
Alumnos lo sean. Para que sean capaces de torcer el rumbo y crear una sociedad
de la empatía. Pero no una empatía en la cual entender al otro sea sinónimo de
olvido y entrega del propio deseo. Si no la empatía de quien, al sentirse con
legítimo derecho a ser feliz, no se detiene a reflexionar si lo que el otro
desea está bien o no, si el otro tiene o no razón. Mientras ambas posturas
puedan contribuir –siempre contribuir (el hacer es el motor de todo acto y de
toda voluntad) a un mundo que se resuelve de modo orgánico: de un acto natural
a otro que es lo que debe ser.
Ese es el mundo que nos exige el Hoy.
Un mundo donde el hacer del Hombre sea una fuerza entre todas las vivientes.
Claro que la fuerza del elemento humano cuenta con la Razón, y desde allí
interviene.
La Razón es la que debe aprender de la
empatía natural orgánica, experimentándola en la Infancia y sosteniéndola
–eligiéndola- a lo largo de los años como fuerza de Voluntad y elección de
Vida.
De eso quiero que los adolescentes y
sus adultos reflexionen. Ojalá este intento literario surta efecto.
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