Capítulo 2: Ἀθηναίη (Atenea)
Suena el timbre y
salimos al recreo. A nadie -nadie nadie- le interesa cómo termina todo esto de
la Primera Guerra Mundial. Bueno, tal vez a Gutierrez sí. Pero no nos damos
cuenta. Ni nos importa.
Salir al patio es
respirar libertad. Aquí puedo ser yo, pensar como yo, escuchar a quienes me
importan.
En clase hay
reglas -en el recreo también, claro-. Las reglas de la clase son arbitrarias.
Las generales y las parciales. No entiendo por qué el profesor tiene que estar
parado como si fuese el payaso que viene a entretenernos. Si lo fuera… ¡qué mal
actor!
No entiendo por
qué no puedo verle la cara a ninguno de mis compañeros. Me encanta ver las
reacciones de mis amigos ante la frase: “Los indígenas precolombinos del Río de
La Plata se comían a los colonos españoles y portugueses que llegaban a Buenos
Aires.”.
No entiendo por
qué me evalúan con preguntas que no entiendo, que no tienen nada que ver con lo
que me está pasando, con lo que me interesa.
No entiendo por
qué no puedo aportar ideas sobre lo que estamos haciendo, por qué no le puedo
decir a mis profesores que su manera de dar clase es aburrida. ¡Nosotros lo
sabemos! Lo podemos decir porque lo sentimos.
Especialmente no
entiendo por qué hay tantos profesores que parecen odiar estar con nosotros.
Que parecen odiarnos.
No tengo idea lo
que es ser adulto. Pero sé que no me gusta que me digan que soy una chanta. Que
soy vaga. Que voy a ser repositora de supermercado. Que me va a ir como el culo
en el CBC. Que voy a ser un eterno alumno de 4to.
Cuando salgo al recreo,
al menos ese mundo tiene un poco más de sentido. Es la escuela a la que voy. La
que eligieron mis viejos para mí, y a esta altura también yo.
Las reglas de
convivencia en un recreo de 15 minutos son bastante justas. Excepto por la
ausencia de límites en el kiosco. En el patio nos dejan un rato en paz. Somos
el ganado pastando en el campo. Los presos en la hora de recreación. Los locos
en el parque del psiquiátrico. Nos observan nuestros guardias, nuestras
enfermeras, nuestros pastores: los preceptores. Algunas veces ellos charlan con
nosotros. Lástima que pocas de esas veces lo hagan como si fuésemos pares. (Sé que
no lo somos -¿por la edad, por el rol?- ). Creo que Ale me caería muy bien. Se
parece a mi tío.
No hay profesores
en el patio. Eso tampoco lo entiendo. Solamente veo a una. Recostada en uno de
los postes de la galería. Toma mate sola. Su termo, su mate, sus lentes, el
patio y ella.
Atenea es
profesora de Literatura. Es bella, pero de un modo muy particular. Su belleza
no se descubre en un rostro ni en un cuerpo perfectos. Su belleza irradia de su
personalidad. Entra a clase como si entrara a una fiesta que estuvo esperando
con ansias. A veces nos saluda como si se hubiera ido de viaje y volviera a
encontrarse con nosotros después de muchos días, aunque nos hayamos visto el
día anterior. Siempre tiene palabras de entusiasmo para los que tenemos el
gesto gris. Sus clases arrancan con alguna anécdota personal, que se roba toda
nuestra atención. De pronto estamos hablando de las Moralidades de la Edad
Media, sin siquiera saber cómo llegamos ahí.
No nos grita. A
pesar de que a veces nos lo mereceríamos. Una vez la observé. Era una mañana de
lluvia. El agua golpeaba sobre el techo del salón invadiendo todo resto de
silencio. Los varones hacían chistes sobre las chicas con las que habían estado
el fin de semana. Las chicas charlábamos sobre lo mismo, aunque en otros
términos. Atenea había entrado hacía 10 minutos. Nos había saludado como
siempre –le habíamos respondido para sacárnosla de encima- y habíamos seguido
charlando como si ella no estuviera allí. Por un momento pensé en decirles a
mis compañeros que se callaran. Tal vez sentí lástima. Sin embargo, ella no
parecía estar pasándola mal. Simplemente nos miraba. Esa semana habíamos
empezado a hablar sobre la Odisea de Homero. Nos había contado algo sobre el
probable autor del texto. De súbito, puso música desde su celular con su
parlante. Se sentó entre los varones, se vendó los ojos y empezó a cantar. Cantaba
sobre Ulises y el caballo de Troya. Cualquiera pensaría que nos morimos de
risa. Pero no. Se había puesto una sábana blanca a modo de túnica sobre su
remera y su jean. Se había atado el pelo en un rodete. Aún así, no nos reímos.
Todos nos callamos. A coro. Y a coro nos sumamos en una parte de su canto que
era como una especie de estribillo: “El ingenioso Ulises debe volver a Itaca,
aunque Poseidón no quiera, aunque las hechiceras lo seduzcan”. Esteban golpeaba
el banco como si fuera el percusionista de una banda, mientras Pedro acompañaba
con su beatboxing.
Ella no nos
hablaba sobre lo que pretendía de nosotros en clase, sobre lo mal que nos
portábamos ni sobre lo mal que ella se sentía cuando no le devolvíamos el favor
de prestarle atención. Simplemente hacía algo al respecto. Casi todas las veces
le funcionaba.
Tengo el presentimiento de que me voy a volver muy fan de esto😍
ResponderBorrarYeeees!!!!! gracias Flor!
BorrarSabes que? En más d una oportunidad m sentí así cuando iba al cole! Ojalá lo lea más d un profe y mismo los adultos en general, así cambiamos la manera de comunicarnos para lograr q los más chicos entiendan el valor del aprendizaje y el crecimiento sin ser ofensivos...
ResponderBorrarQue placer leer cosas tan reales!
ResponderBorrarGracias Ailu!!!
BorrarWoW... Quiero escribir este capítulo entero en la pared al lado de mi cama y leerlo todas las noches antes de dormir
ResponderBorrarQué lindo es para un escritor que digas algo así!!
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