martes, 20 de febrero de 2018

Por qué los adultos me odian? Capítulo 2


Capítulo 2: Ἀθηναίη (Atenea)

Suena el timbre y salimos al recreo. A nadie -nadie nadie- le interesa cómo termina todo esto de la Primera Guerra Mundial. Bueno, tal vez a Gutierrez sí. Pero no nos damos cuenta. Ni nos importa.

Salir al patio es respirar libertad. Aquí puedo ser yo, pensar como yo, escuchar a quienes me importan.

En clase hay reglas -en el recreo también, claro-. Las reglas de la clase son arbitrarias. Las generales y las parciales. No entiendo por qué el profesor tiene que estar parado como si fuese el payaso que viene a entretenernos. Si lo fuera… ¡qué mal actor!

No entiendo por qué no puedo verle la cara a ninguno de mis compañeros. Me encanta ver las reacciones de mis amigos ante la frase: “Los indígenas precolombinos del Río de La Plata se comían a los colonos españoles y portugueses que llegaban a Buenos Aires.”.

No entiendo por qué me evalúan con preguntas que no entiendo, que no tienen nada que ver con lo que me está pasando, con lo que me interesa.

No entiendo por qué no puedo aportar ideas sobre lo que estamos haciendo, por qué no le puedo decir a mis profesores que su manera de dar clase es aburrida. ¡Nosotros lo sabemos! Lo podemos decir porque lo sentimos.

Especialmente no entiendo por qué hay tantos profesores que parecen odiar estar con nosotros. Que parecen odiarnos.

No tengo idea lo que es ser adulto. Pero sé que no me gusta que me digan que soy una chanta. Que soy vaga. Que voy a ser repositora de supermercado. Que me va a ir como el culo en el CBC. Que voy a ser un eterno alumno de 4to.

Cuando salgo al recreo, al menos ese mundo tiene un poco más de sentido. Es la escuela a la que voy. La que eligieron mis viejos para mí, y a esta altura también yo.

Las reglas de convivencia en un recreo de 15 minutos son bastante justas. Excepto por la ausencia de límites en el kiosco. En el patio nos dejan un rato en paz. Somos el ganado pastando en el campo. Los presos en la hora de recreación. Los locos en el parque del psiquiátrico. Nos observan nuestros guardias, nuestras enfermeras, nuestros pastores: los preceptores. Algunas veces ellos charlan con nosotros. Lástima que pocas de esas veces lo hagan como si fuésemos pares. (Sé que no lo somos -¿por la edad, por el rol?- ). Creo que Ale me caería muy bien. Se parece a mi tío.

No hay profesores en el patio. Eso tampoco lo entiendo. Solamente veo a una. Recostada en uno de los postes de la galería. Toma mate sola. Su termo, su mate, sus lentes, el patio y ella.

Atenea es profesora de Literatura. Es bella, pero de un modo muy particular. Su belleza no se descubre en un rostro ni en un cuerpo perfectos. Su belleza irradia de su personalidad. Entra a clase como si entrara a una fiesta que estuvo esperando con ansias. A veces nos saluda como si se hubiera ido de viaje y volviera a encontrarse con nosotros después de muchos días, aunque nos hayamos visto el día anterior. Siempre tiene palabras de entusiasmo para los que tenemos el gesto gris. Sus clases arrancan con alguna anécdota personal, que se roba toda nuestra atención. De pronto estamos hablando de las Moralidades de la Edad Media, sin siquiera saber cómo llegamos ahí.

No nos grita. A pesar de que a veces nos lo mereceríamos. Una vez la observé. Era una mañana de lluvia. El agua golpeaba sobre el techo del salón invadiendo todo resto de silencio. Los varones hacían chistes sobre las chicas con las que habían estado el fin de semana. Las chicas charlábamos sobre lo mismo, aunque en otros términos. Atenea había entrado hacía 10 minutos. Nos había saludado como siempre –le habíamos respondido para sacárnosla de encima- y habíamos seguido charlando como si ella no estuviera allí. Por un momento pensé en decirles a mis compañeros que se callaran. Tal vez sentí lástima. Sin embargo, ella no parecía estar pasándola mal. Simplemente nos miraba. Esa semana habíamos empezado a hablar sobre la Odisea de Homero. Nos había contado algo sobre el probable autor del texto. De súbito, puso música desde su celular con su parlante. Se sentó entre los varones, se vendó los ojos y empezó a cantar. Cantaba sobre Ulises y el caballo de Troya. Cualquiera pensaría que nos morimos de risa. Pero no. Se había puesto una sábana blanca a modo de túnica sobre su remera y su jean. Se había atado el pelo en un rodete. Aún así, no nos reímos. Todos nos callamos. A coro. Y a coro nos sumamos en una parte de su canto que era como una especie de estribillo: “El ingenioso Ulises debe volver a Itaca, aunque Poseidón no quiera, aunque las hechiceras lo seduzcan”. Esteban golpeaba el banco como si fuera el percusionista de una banda, mientras Pedro acompañaba con su beatboxing.

Ella no nos hablaba sobre lo que pretendía de nosotros en clase, sobre lo mal que nos portábamos ni sobre lo mal que ella se sentía cuando no le devolvíamos el favor de prestarle atención. Simplemente hacía algo al respecto. Casi todas las veces le funcionaba.

7 comentarios:

  1. Tengo el presentimiento de que me voy a volver muy fan de esto😍

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  2. Sabes que? En más d una oportunidad m sentí así cuando iba al cole! Ojalá lo lea más d un profe y mismo los adultos en general, así cambiamos la manera de comunicarnos para lograr q los más chicos entiendan el valor del aprendizaje y el crecimiento sin ser ofensivos...

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  3. WoW... Quiero escribir este capítulo entero en la pared al lado de mi cama y leerlo todas las noches antes de dormir

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  4. Qué lindo es para un escritor que digas algo así!!

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