sábado, 22 de septiembre de 2018

Una mujer, como cualquier otra.


Le costaba levantarse. No ese día en particular. No porque le hubiese ocurrido algo terrible.

Lo que le hacía de lastre en el impulso vigoroso que requiere el comienzo del día, no era el acostumbramiento pasivo que tiñe todo de gris. No. Era justamente lo opuesto. Era su reflexión constante, sus indagaciones continuas. Sobre todo. A cada instante, en cada circunstancia, con cada error había una ineludible pregunta. Un insoslayable replanteo. Sobre los demás. Sobre lo circundante. Sobre sí misma. Esa era la auténtica interpelación que, desde su infancia, -intelectualizada por el aburrimiento de la soledad-, la estaba persiguiendo. Mientras ella buscaba medios para escaparle.

Se entretenía con reflexiones que hacían la búsqueda imposible. Porque para encontrar algo, primero había que mirarse desnuda. Total y absolutamente honesta. Haciéndose cargo de sus miserias. Suyas. Sucias. Bochornosas. Pero suyas. No de otros. Suyas.

Esa mirada plagada de culpas, de azotes vanos, de incomprensión ante la mediocridad ajena, no hacía más que ahondar su sensación de soledad, de vacío, de tristeza. Todo se volvía estéril, banal, mutilado, agobiante. La profesión, las amistades. El tiempo muerto, la familia, la maternidad, el matrimonio, la vida. Porque esta se había convertido ante sus ojos ciegos en una perpetuidad sin sentido. Sacrificada. Infructuosa. Ausente. Ella transcurría. Su agonía marchaba desde una obligación –cocinar, jugar, lavar, mirar, besar, estar, comprar, escuchar, lavar, jugar, cocinar, coger, dormir- hasta otra igual de automática.

En ese ritmo se durmió tan profundamente que empezó a cometer errores. Graves. Pero sumamente necesarios. Esos errores fueron –de algún modo- su salvación. Si no se hubiese dejado vencer por el sopor, si no hubiera silenciado esas voces interiores que le hacían preguntas y repreguntas con somníferos palpables, entonces no hubiese cometido todos esos pequeños aberrantes crímenes cotidianos, que la habían ubicado en el borde del abismo, en el barranco del sinceramiento personal.
Porque solamente desde allí, desde esa sensación de absoluto naufragio, se puede mirar con justicia la pr

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