Nos enseñaron que los Lobos son
peligrosos. Mortales.
Nos enseñaron que la Magia da miedo.
Que lo que no se explica a través de lo visible es cosa e’ Mandinga. Y por eso,
había que escaparle, negarlo.
Nos dijeron que menstruar es sucio.
Nos dijeron que había que disimularlo. Que no teníamos derecho a sentirnos
raras, sensibles, hinchadas.
Nos convencieron de que el sexo es
vergonzoso. Que nuestros cuerpos dan pudor.
Nos machacaron con la idea de que la
masturbación es ignominiosa, vergonzante, oprobiosa.
Nos enseñaron a traicionar nuestra
naturaleza. A esconderla.
Nos adoctrinaron en que no se puede
sentir atracción por nadie más que la pareja.
Nos aleccionaron en el temor. En el
silencio.
Hemos aprendido a ahogar nuestras
corazonadas, nuestros instintos. Ni hablar de nuestros sentimientos.
Ya no tenemos derecho a sentir. A
emocionarnos. A quejarnos. A negarnos.
De este modo, con esta estrategia de
control tan maquiavélica, también aprendimos a desresponzabilizarnos de
nuestros errores. Nos dieron la técnica ideal para no hacernos cargo de nuestra
quietud, de nuestra cobardía.
Hemos negado la fidelidad a nosotros
mismos, porque para eso hacen falta sujetos pensantes, críticos, activos.
Coca Cola, Cerveza, Sushi, Fútbol,
Joda con amigos, Compras, Netflix, Hockey, Supermercado, Peluquería, Barbería,
Tinelli, el programa sobre Tinelli, Niñera, Chocolate, Juguetes, súper fiestas
de cumpleaños, Noticiero. Pan y Circo. El pancho y la gaseosa.
Así de estúpidos. Así de manipulables.
Somos enfermos controlados por una sociedad psicópata. Y, de yapa, nos volvemos
psicópatas también, sobre otras víctimas. Los juzgamos. Los censuramos. Los
criticamos. Intentamos cortarles las alas.
Pero. La Verdad.
Los lobos son símbolo de fuerza, de
poder, de brío. Se manejan en manada: señalan la necesidad de los seres humanos
de vivir en tribu. De volver a la manada para sentir la contención, el calor,
la protección. El lobo de la estepa es solitario, por lo cual se conoce. Se
tolera. Sabe manejar sus impulsos y respetar sus necesidades. Sabe volver con
su manada. El lobo protege o destruye. La cuestión está en saber controlar,
encauzar a nuestro lobo interior. La fuerza del lobo es la que nos permite
movernos, atrevernos, enfrentar peligros. Desafiar temores. Las mujeres somos
lobas feroces, o lobas tiernas y protectoras. Nada más parecido a lo animal que
una mujer cuidando de su hijo, amamantándolo, protegiéndolo de los peligros
sociales con un consejo cariñoso, certero y cargado de valor.
La Magia existe. Pero entendida como
energía que fluye. El universo es movimiento. Todos los gestos de la
naturaleza, de nuestros hijos, de nuestro alrededor, son interpretables. El
Tarot no hace más que mostrarnos lo que sentimos, cómo nos vemos. La Magia
existe. Brujas hay. Son herramientas para transitar confiados aquello que nos
genera miedo o desasosiego. Así como los antiguos griegos y romanos leían el
velo de los pájaros o las entrañas de los animales. Así como depositaban en sus
lares familiares el desarrollo del día por venir. Así, nuestra energía y
nuestra disposición frente a los hechos es la Magia que circula y a la que
debemos abrirnos, dejarnos seducir. Penetrar. Fluir. El diablo no mete la cola.
Tal vez alguna persona con malas intenciones. Pero la responsabilidad sigue
siendo nuestra, por darle lugar para meterse en nuestras vidas. Si estuviéramos
atentos a la energía, a la magia circundante –que no es más que confiar en
nuestras guts- entonces no habría ningún diablo, mala leche, azar a los cuales
culpar.
Sí, menstruamos. Una vez por mes somos
un asco de sangre. De coágulos a veces. Por fortuna. Así nos limpiamos, nos
renovamos. Somos tan geniales que nuestro cuerpo tiene un método natural para
liberar toxinas a baldazos. Gracias a nuestras inmundas y maravillosas
menstruaciones la humanidad existe. Hay que hacerle un monumento –como hacían,
otra vez, las antiguas civilizaciones- a la madre fértil. Somos exuberantes,
pródigas. Somos vida. De nada de eso hay que avergonzarse. Hay que gritarlo.
Hay que festejarlo. Y, si tu feminidad no pasa por la procreación de hijos,
seguramente pasa por algún otro tipo de creación. No podemos pasar por la vida
(ni loas mujeres ni los hombres) sin crear. Tu fecundidad puede ser de la forma
que elijas. Tu arte es tu hijo. Tu arte es lo que te ponga en contacto con tu
interioridad, con tu goce. Con la plenitud. Honesta. Profunda. Sin disfraces.
Mi primera vez.
La primera vez que sentí deseos. Que tuve ganas concientes de coger. Esa vez,
me escondí –con la foto en una revista Gente de un famoso en cuero- y me
excité. Me toqué. Me masturbé. Sentía vergüenza cada vez que terminaba de
hacerlo. Primero, el ímpetu. Luego, la humillación. El propio hostigamiento.
Con nadie me animé a hablar de esa sensación que me inundaba a veces. Y que
después del inocente acto, me dejaba cargada de penas.
Me enteré de lo
que era hacer el amor, tardíamente, a través de la voz de una compañerita más
avivada. Y otra vez, fue un secreto que no discutí con nadie más. En casa no se
hablaba de sexo, de deseos, ni de necesidades internas. ¿Cómo iba a disfrutarse
la propia existencia si no se estaba en contacto con las pasiones más
profundas, más reales, más inapelables?
Aprendí a negar
mis impulsos. A tener vergüenza de mi manera de pensar. Del cauce natural de
mis pulsiones. Lo peor de todo es que –en estas circunstancias- uno aprende a
manejarlas, a encauzarlas a través de los derrumbes, de los golpes, de las
caídas. El dolor, en vez de la palabra. En vez de la expresión: vendar heridas.
Taparlas. Sin que cicatricen. Pudriéndose por dentro.
En definitiva:
sí. Todos tenemos ganas de coger. De sentirnos deseados. De tocar y de que nos
toquen. De lamer. De salivar. De empaparnos. La pena es que se aprenda a
esconder esos deseos. Esas verdades. Somos lobos, lobas. Entramos en celo.
Periódicamente, si no todo el tiempo. Y los que no, las que están medio secas…
Es porque algo están haciendo mal. Yo también estuve seca. El camino recorrido
me secó. Pero, asimismo, el descubrimiento, el reconocimiento, el perdón, me
permitió ser fuente inagotable. Un río desbocado en cada orgasmo. Todas
acabamos. Si estamos conectadas. Si fluimos. Otra vez, el agua limpia, nuestro
orgasmo húmedo –si no caudaloso- nos sana. Y a ellos también. Je.
Y, en esta línea,
por qué ocultar que nos gustan otros. Que nos seducen otros cuerpos. Y nada
más. Y nada menos. Se ríen del poliamor. Se horrorizan del swingerismo. Se ríen
porque tienen miedo. Se horrorizan porque no confían ni en sí ni en el
otro. Cada uno vive el sexo, lo auténticamente
animal del sexo, como se le cantan las pelotas. Hay momentos para todo en la
profundidad de un vínculo de pareja. En la comunidad verdadera de dos almas que
se respetan, que se sienten una, pero que se saben –en definitiva- dos. Ese es
el verdadero respeto. El verdadero Amor. Y el sexo, es una manifestación de ese
amor, claro. Pero no la única. No la auténtica. Hay otras: mirarse, escucharse,
compartir, cuidarse, impulsarse, enorgullecerse de los logros del otro. Y
seguramente se les ocurran muchas más… suyas, íntimas.
El cuerpo. Mi cuerpo.
El cuerpo de mis hijas. Ellas se tocan. Tienen edad para hacerlo. Les pido que
lo hagan en la intimidad de su habitación, en la bañera. Pero nada más. Me
encanta que se reconozcan, que se conozcan, que se gocen. Yo aprendo tarde a
gustarme, a admirarme, a emebelesarme con mi propia imagen. A muchos no les
gusta. A muchos les parece que tengo defectos Tiene celulitis”, “Tiene
pancita”. Sí. Todo eso. Porque soy una mujer que ha recorrido. Que ha
disfrutado. Que ha sufrido. Y mi cuerpo tiene todas esas marcas. Esas
cicatrices.
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