miércoles, 26 de septiembre de 2018

Así nos criaron


Nos enseñaron que los Lobos son peligrosos. Mortales.

Nos enseñaron que la Magia da miedo. Que lo que no se explica a través de lo visible es cosa e’ Mandinga. Y por eso, había que escaparle, negarlo.

Nos dijeron que menstruar es sucio. Nos dijeron que había que disimularlo. Que no teníamos derecho a sentirnos raras, sensibles, hinchadas.

Nos convencieron de que el sexo es vergonzoso. Que nuestros cuerpos dan pudor.

Nos machacaron con la idea de que la masturbación es ignominiosa, vergonzante, oprobiosa.

Nos enseñaron a traicionar nuestra naturaleza. A esconderla.

Nos adoctrinaron en que no se puede sentir atracción por nadie más que la pareja.

Nos aleccionaron en el temor. En el silencio.

Hemos aprendido a ahogar nuestras corazonadas, nuestros instintos. Ni hablar de nuestros sentimientos.

Ya no tenemos derecho a sentir. A emocionarnos. A quejarnos. A negarnos.

De este modo, con esta estrategia de control tan maquiavélica, también aprendimos a desresponzabilizarnos de nuestros errores. Nos dieron la técnica ideal para no hacernos cargo de nuestra quietud, de nuestra cobardía.

Hemos negado la fidelidad a nosotros mismos, porque para eso hacen falta sujetos pensantes, críticos, activos.

Coca Cola, Cerveza, Sushi, Fútbol, Joda con amigos, Compras, Netflix, Hockey, Supermercado, Peluquería, Barbería, Tinelli, el programa sobre Tinelli, Niñera, Chocolate, Juguetes, súper fiestas de cumpleaños, Noticiero. Pan y Circo. El pancho y la gaseosa.

Así de estúpidos. Así de manipulables. Somos enfermos controlados por una sociedad psicópata. Y, de yapa, nos volvemos psicópatas también, sobre otras víctimas. Los juzgamos. Los censuramos. Los criticamos. Intentamos cortarles las alas.

Pero. La Verdad.

Los lobos son símbolo de fuerza, de poder, de brío. Se manejan en manada: señalan la necesidad de los seres humanos de vivir en tribu. De volver a la manada para sentir la contención, el calor, la protección. El lobo de la estepa es solitario, por lo cual se conoce. Se tolera. Sabe manejar sus impulsos y respetar sus necesidades. Sabe volver con su manada. El lobo protege o destruye. La cuestión está en saber controlar, encauzar a nuestro lobo interior. La fuerza del lobo es la que nos permite movernos, atrevernos, enfrentar peligros. Desafiar temores. Las mujeres somos lobas feroces, o lobas tiernas y protectoras. Nada más parecido a lo animal que una mujer cuidando de su hijo, amamantándolo, protegiéndolo de los peligros sociales con un consejo cariñoso, certero y cargado de valor.

La Magia existe. Pero entendida como energía que fluye. El universo es movimiento. Todos los gestos de la naturaleza, de nuestros hijos, de nuestro alrededor, son interpretables. El Tarot no hace más que mostrarnos lo que sentimos, cómo nos vemos. La Magia existe. Brujas hay. Son herramientas para transitar confiados aquello que nos genera miedo o desasosiego. Así como los antiguos griegos y romanos leían el velo de los pájaros o las entrañas de los animales. Así como depositaban en sus lares familiares el desarrollo del día por venir. Así, nuestra energía y nuestra disposición frente a los hechos es la Magia que circula y a la que debemos abrirnos, dejarnos seducir. Penetrar. Fluir. El diablo no mete la cola. Tal vez alguna persona con malas intenciones. Pero la responsabilidad sigue siendo nuestra, por darle lugar para meterse en nuestras vidas. Si estuviéramos atentos a la energía, a la magia circundante –que no es más que confiar en nuestras guts- entonces no habría ningún diablo, mala leche, azar a los cuales culpar.

Sí, menstruamos. Una vez por mes somos un asco de sangre. De coágulos a veces. Por fortuna. Así nos limpiamos, nos renovamos. Somos tan geniales que nuestro cuerpo tiene un método natural para liberar toxinas a baldazos. Gracias a nuestras inmundas y maravillosas menstruaciones la humanidad existe. Hay que hacerle un monumento –como hacían, otra vez, las antiguas civilizaciones- a la madre fértil. Somos exuberantes, pródigas. Somos vida. De nada de eso hay que avergonzarse. Hay que gritarlo. Hay que festejarlo. Y, si tu feminidad no pasa por la procreación de hijos, seguramente pasa por algún otro tipo de creación. No podemos pasar por la vida (ni loas mujeres ni los hombres) sin crear. Tu fecundidad puede ser de la forma que elijas. Tu arte es tu hijo. Tu arte es lo que te ponga en contacto con tu interioridad, con tu goce. Con la plenitud. Honesta. Profunda. Sin disfraces.


Mi primera vez. La primera vez que sentí deseos. Que tuve ganas concientes de coger. Esa vez, me escondí –con la foto en una revista Gente de un famoso en cuero- y me excité. Me toqué. Me masturbé. Sentía vergüenza cada vez que terminaba de hacerlo. Primero, el ímpetu. Luego, la humillación. El propio hostigamiento. Con nadie me animé a hablar de esa sensación que me inundaba a veces. Y que después del inocente acto, me dejaba cargada de penas.

Me enteré de lo que era hacer el amor, tardíamente, a través de la voz de una compañerita más avivada. Y otra vez, fue un secreto que no discutí con nadie más. En casa no se hablaba de sexo, de deseos, ni de necesidades internas. ¿Cómo iba a disfrutarse la propia existencia si no se estaba en contacto con las pasiones más profundas, más reales, más inapelables?

Aprendí a negar mis impulsos. A tener vergüenza de mi manera de pensar. Del cauce natural de mis pulsiones. Lo peor de todo es que –en estas circunstancias- uno aprende a manejarlas, a encauzarlas a través de los derrumbes, de los golpes, de las caídas. El dolor, en vez de la palabra. En vez de la expresión: vendar heridas. Taparlas. Sin que cicatricen. Pudriéndose por dentro.

En definitiva: sí. Todos tenemos ganas de coger. De sentirnos deseados. De tocar y de que nos toquen. De lamer. De salivar. De empaparnos. La pena es que se aprenda a esconder esos deseos. Esas verdades. Somos lobos, lobas. Entramos en celo. Periódicamente, si no todo el tiempo. Y los que no, las que están medio secas… Es porque algo están haciendo mal. Yo también estuve seca. El camino recorrido me secó. Pero, asimismo, el descubrimiento, el reconocimiento, el perdón, me permitió ser fuente inagotable. Un río desbocado en cada orgasmo. Todas acabamos. Si estamos conectadas. Si fluimos. Otra vez, el agua limpia, nuestro orgasmo húmedo –si no caudaloso- nos sana. Y a ellos también. Je.

Y, en esta línea, por qué ocultar que nos gustan otros. Que nos seducen otros cuerpos. Y nada más. Y nada menos. Se ríen del poliamor. Se horrorizan del swingerismo. Se ríen porque tienen miedo. Se horrorizan porque no confían ni en sí ni en el otro.  Cada uno vive el sexo, lo auténticamente animal del sexo, como se le cantan las pelotas. Hay momentos para todo en la profundidad de un vínculo de pareja. En la comunidad verdadera de dos almas que se respetan, que se sienten una, pero que se saben –en definitiva- dos. Ese es el verdadero respeto. El verdadero Amor. Y el sexo, es una manifestación de ese amor, claro. Pero no la única. No la auténtica. Hay otras: mirarse, escucharse, compartir, cuidarse, impulsarse, enorgullecerse de los logros del otro. Y seguramente se les ocurran muchas más… suyas, íntimas.

El cuerpo. Mi cuerpo. El cuerpo de mis hijas. Ellas se tocan. Tienen edad para hacerlo. Les pido que lo hagan en la intimidad de su habitación, en la bañera. Pero nada más. Me encanta que se reconozcan, que se conozcan, que se gocen. Yo aprendo tarde a gustarme, a admirarme, a emebelesarme con mi propia imagen. A muchos no les gusta. A muchos les parece que tengo defectos Tiene celulitis”, “Tiene pancita”. Sí. Todo eso. Porque soy una mujer que ha recorrido. Que ha disfrutado. Que ha sufrido. Y mi cuerpo tiene todas esas marcas. Esas cicatrices.






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