lunes, 10 de septiembre de 2018

5) Mientras observo la inmensidad


Mientras observo la inmensidad reflexiono…  ¿Qué pienso de mi propia oscuridad? ¿De esas veces que me meto adentro y me encuentro gris, honda, sin energía? ¿De esa oscuridad de la que a veces escapo concienzudamente? Aunque, en muchas oportunidades, me arranca de ella la vida misma. Lo inevitable del disfrute diario. Otras tantas, aparece un factor externo que me hace tambalear. Como una suerte de imperceptible terremoto que deja la casa interna en ruinas. Más de una vez me ha costado poner en orden el desastre. Otras, ni siquiera fui capaz de moverme un ápice en pos de la reconstrucción.

Es duro sentirse así. Pero también es productivo. Aunque la inacción en la que te deja estar aplastado por tu propio ser parezca vana, estéril. No. Meterse para adentro, bancarse la propia miseria, ahondar en los más barrosos terrenos de la propia alma te permite crecer. ¿Cuántas veces te miraste, no te gustaste y te propusiste –afanosamente- modificar esa tara? Es mucho más fácil quejarse de las propias imperfecciones, de aquello que nos presenta como “yo soy así”, que hacer el arduo laburo de cambiar. Siempre. Por decisión personal. Porque no existen límites. De ninguna clase. El gran problema es la inercia. La inercia destruye. Te hace chocar contra la pared porque no pusiste freno. Los frenos pueden ser variados. Muchas veces los frenos no funcionan. O no saben cómo ejercer su labor. Las críticas, los enojos, los reproches nos sumergen aún más en las aguas de nuestros defectos. Entonces, lo que hacemos es defender nuestra individualidad. Nos agarramos fuerte de nuestras miserias y le gritamos al mundo que debe querernos así como somos. La cuestión es si nosotros mismos nos queremos así. Lo más probable es que no. Porque los primeros que sufrimos con esas ruindades somos nosotros mismos. Claro que, en ocasiones, hay que escapar de aquellos que nos marcan defectos donde no los hay. Hay que hacer un buen trabajo de indagación para distinguir la envidia del afecto. Por supuesto que quien te quiere debe quererte como sos. Acá estoy hablando de lo que vos no querés de vos mismo. De eso que al primero que le hace ruido es a vos. A mí. Esa picazón que toda la vida te ha dejado ronchas. De eso que, aunque te rasques, aunque pongas crema, aunque, -en la soledad del baño- lo mires con asco, aparece de nuevo, una y otra vez para no dejarte disfrutar.

Entonces.

Primero, silencio. Acallá los ruidos –léase juntadas intrascendentes, diversiones vacuas, enojos superfluos etc.-. Miráte. Quedáte quieto y escuchá tu propia voz. No hay nada ni nadie más honesto que tu propia voz. Esa voz que te pide que te hagas cargo de lo que te hiere. Que te ocupes de sanar esa llaga que supura desde hace años y que vos –yo- tapás con supercherías.

Segundo, procesá. Definí con precisión lo que verdaderamente duele. Eso que adolesce. Tu inmadurez. No te dejes llevar por la desazón de pensarte defectuoso. Al principio parece que la tarea es demasiado grande. Que es imposible modificar esos vicios perpetuos. Sin embargo, inspeccionándonos al detalle, se puede descubrir la mota mínima, que es la que realmente merece atención y transformación.

Tercero, -lo más difícil-, proponéte metamorfosear tus hábitos. Esas zonas de confort –inertes- que habilitan respuestas ordinarias, conocidas y sucias. En ocasiones hace falta auxilio. Bancáte pedirlo –ojo a quién-. Es imposible cruzar un abismo sin un puente. No vadees, pisá firme. Cruzáte. Revolvéte. Desentrañáte.

Cuarto, no prestes atención a quienes te prefieren gris. No escuches a los que te eligen mediocre. En estos procesos, muchas veces hay que saber perder. Perdés zonas pringosas de vos mismo. Y perdés gente que se regodeaba en tu mugre. Porque, claro, cuando vos te transformás, cuando vos crecés, cuando vos trascendés, exponés a los quietos, a los miedosos.

Quinto, hacé este procedimiento ad infinitum.

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