Mientras observo la inmensidad reflexiono… ¿Qué pienso de mi propia oscuridad? ¿De esas
veces que me meto adentro y me encuentro gris, honda, sin energía? ¿De esa
oscuridad de la que a veces escapo concienzudamente? Aunque, en muchas
oportunidades, me arranca de ella la vida misma. Lo inevitable del disfrute
diario. Otras tantas, aparece un factor externo que me hace tambalear. Como una
suerte de imperceptible terremoto que deja la casa interna en ruinas. Más de
una vez me ha costado poner en orden el desastre. Otras, ni siquiera fui capaz
de moverme un ápice en pos de la reconstrucción.
Es duro sentirse así. Pero también es productivo. Aunque la inacción en la
que te deja estar aplastado por tu propio ser parezca vana, estéril. No.
Meterse para adentro, bancarse la propia miseria, ahondar en los más barrosos
terrenos de la propia alma te permite crecer. ¿Cuántas veces te miraste, no te
gustaste y te propusiste –afanosamente- modificar esa tara? Es mucho más fácil
quejarse de las propias imperfecciones, de aquello que nos presenta como “yo
soy así”, que hacer el arduo laburo de cambiar. Siempre. Por decisión personal.
Porque no existen límites. De ninguna clase. El gran problema es la inercia. La
inercia destruye. Te hace chocar contra la pared porque no pusiste freno. Los
frenos pueden ser variados. Muchas veces los frenos no funcionan. O no saben
cómo ejercer su labor. Las críticas, los enojos, los reproches nos sumergen aún
más en las aguas de nuestros defectos. Entonces, lo que hacemos es defender
nuestra individualidad. Nos agarramos fuerte de nuestras miserias y le gritamos
al mundo que debe querernos así como somos. La cuestión es si nosotros mismos
nos queremos así. Lo más probable es que no. Porque los primeros que sufrimos
con esas ruindades somos nosotros mismos. Claro que, en ocasiones, hay que
escapar de aquellos que nos marcan defectos donde no los hay. Hay que hacer un
buen trabajo de indagación para distinguir la envidia del afecto. Por supuesto
que quien te quiere debe quererte como sos. Acá estoy hablando de lo que vos no
querés de vos mismo. De eso que al primero que le hace ruido es a vos. A mí.
Esa picazón que toda la vida te ha dejado ronchas. De eso que, aunque te
rasques, aunque pongas crema, aunque, -en la soledad del baño- lo mires con
asco, aparece de nuevo, una y otra vez para no dejarte disfrutar.
Entonces.
Primero, silencio. Acallá los ruidos –léase juntadas intrascendentes,
diversiones vacuas, enojos superfluos etc.-. Miráte. Quedáte quieto y escuchá
tu propia voz. No hay nada ni nadie más honesto que tu propia voz. Esa voz que
te pide que te hagas cargo de lo que te hiere. Que te ocupes de sanar esa llaga
que supura desde hace años y que vos –yo- tapás con supercherías.
Segundo, procesá. Definí con precisión lo que verdaderamente duele. Eso que
adolesce. Tu inmadurez. No te dejes llevar por la desazón de pensarte
defectuoso. Al principio parece que la tarea es demasiado grande. Que es
imposible modificar esos vicios perpetuos. Sin embargo, inspeccionándonos al
detalle, se puede descubrir la mota mínima, que es la que realmente merece
atención y transformación.
Tercero, -lo más difícil-, proponéte metamorfosear tus hábitos. Esas zonas
de confort –inertes- que habilitan respuestas ordinarias, conocidas y sucias.
En ocasiones hace falta auxilio. Bancáte pedirlo –ojo a quién-. Es imposible
cruzar un abismo sin un puente. No vadees, pisá firme. Cruzáte. Revolvéte.
Desentrañáte.
Cuarto, no prestes atención a quienes te prefieren gris. No escuches a los
que te eligen mediocre. En estos procesos, muchas veces hay que saber perder.
Perdés zonas pringosas de vos mismo. Y perdés gente que se regodeaba en tu
mugre. Porque, claro, cuando vos te transformás, cuando vos crecés, cuando vos
trascendés, exponés a los quietos, a los miedosos.
Quinto, hacé este procedimiento ad infinitum.
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