Un día empezó a brillar. O al menos
empezó a notarse su brillo. Porque el laburo de frotar, pulir y excavar para que
apareciera la piedra preciosa, había sido una tarea de años. De toda una vida.
Había pasado gran parte de su amputado
camino cubriéndose, ocultándose bajo capas y capas de durísima roca. Tanto se
había enterrado debajo de los miedos, de las críticas, de su propia falta
confianza, que llegó a creer que no había en sí ningún mérito.
¿Cómo había llegado a sentirse así? ¿Cómo
es que en todo su recorrido vital cualquier asomo de estimación positiva había
sido aplastado, aniquilado, torturado, sin reconocimiento de la vileza propia de
tal acto?
No lo sabía. De hecho, durante
décadas, esa no había sido una pregunta siquiera.
Pero ahora.
Ahora, casi de golpe. Casi de súbito. Casi
como si hubiera despertado de un estado de coma, se reconocía valiosa. Se miraba
con deseo. Se sentía seducida por sí misma, por sus ideas, por su cuerpo, por
sus respuestas, por sus elecciones. Había dejado de castigarse por sus errores.
Había dejado de sentir pena por su recorrido. Y se sentía poderosa.
Infatigable. Inquebrantable. Ilimitada. Irrompible.
Como ya estaba rota, como ya se había
ocupado de su propia reconstrucción, como ya se había reído de sus huesos
corrompidos, como se había cansado de esos fragmentos débiles que lanzaban
aullidos sordos pero desgarradores… solamente quedaba florecer.
Después de ese proceso no había nada
que temer. Ni de adentro ni de afuera. Porque la única energía que circulaba -gloriosa-
a su alrededor, era la energía del Amor. Del Amor propio primero, para poder
mirarse y mirar a los otros con prudencia sabia.
Cada tanto sentía los recios embates
que intentaban –aún-destruirla. Había que estar bien alerta, con los ojos bien
abiertos, porque las fieras hambrientas son capaces de todo cuando huelen carne
vigorosa, por la cual la sangre corre con brío. Los carroñeros se alimentan, no
del éxito ajeno, sino de su energía vital. No buscan destrozar la producción
del valiente, quieren devastar su alma, sus certezas. Los envidiosos no
producen. Se ocupan de esquilmar al que se atreve, al que toma su realidad y la
hace verdear. Porque es justamente esa explosión de potencia, de creatividad, -en
síntesis:- de plenitud, la que pone de manifiesto sus fantasmas más internos,
sus esperpénticas mediocridades, sus constantes abortos.
Pero, -no por fortuna si no producto
del esfuerzo conciente, de abofetearse con fuerza en el instante preciso en que
el embate del envidioso la estaba empezando a afectar-, aquello no la detenía.
El brillo a veces molesta. Pero lo que
permite ver, la belleza que aparece debajo de esa luz, -si uno no se deja
enceguecer-, es tan honesta, tan real, tan certera, que ninguna ataque la puede
opacar.
Ella -Vos- es energía que circula. No se
la puede limitar, detener, ensuciar.
Florecé. Animáte.
El ruido es parte del proceso.
No lo dejes apoderarse de tu voz.
Ladran, Sancho.
Genial. Gracias.
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