Hay veces en las que ya no podés
seguir haciéndote el boludo. Tal vez hubo un tiempo en el que te tapaste los
oídos lo suficientemente bien como para no escuchar. También te vendaste los
ojos porque mirar de frente implicaba un reconocimiento para el que no estabas
preparado. O no querías estarlo. O, tal vez –vamos a darte un poco de
crédito-no tenías herramientas para enfrentarlo.
Lo cierto es que llegaste hasta este
punto de tu vida y hay cuestiones que te producen escozor. Vivís con la
sensación de tener hormigas en el cuerpo. Por más que estés a mil, por más
entretenido y ocupado que estés, esa sensación de hormigueo, no se va nunca. Pero
bueno, como no hay nada que no se pueda tolerar, como para entender esa alergia
hay que entenderse a uno mismo, preferís el piloto automático y continuás el
viaje de tu propio deslucimiento. Te vas volviendo cada vez más gris. Cada vez
más dependiente de soporíferos como el alcohol, las compras, las relaciones
vacuas, las series en Netflix…
Entonces.
Un día, ALGO te despierta. Algo te
abofetea y, en medio de la furia que te produce el golpe, te encendés. Te
reencontrás. Te mirás. Te indagás. Y te das cuenta de que no te gustás. Porque dónde
estás depende únicamente de tus decisiones. De tus resignaciones. De tus silencios.
De lo poco que te quisiste cuando te conformaste.
Hay otras opciones, claro. A otros puede
haberles pasado distinto. Acá hablo de los despiertos, que se han dejado
acunar. De los valientes, que se han escondido detrás del batallón porque algo
les hizo creer que no serían capaces –ese dejarse convencer también es
responsabilidad personal-. Los tibios nunca fueron de mi interés. Los negadores.
Los miedosos. A esos no les hablo. A esos no les escribo. A los que creen que
la vida pasa por entretenimientos vanos. Por placeres opioides. A ustedes, a
los que se saben traicionándose, a los que aún se despiertan transpirados y aullando
en medio de la noche, les digo: hay tiempo. Hay modo. Hay esperanzas. Hasta el
último día de tu vida tenés tiempo para virar. Un enfermo, en su lecho de
muerte, puede esbozar la primera sonrisa de su vida. Y así, con ese gesto, con
ese intento, toda su existencia se pinta de otro color. Un infame, un débil, un
equivocado, pueden convertirse en lo que necesitan ser para reconciliarse con
su interioridad. La cuestión está en dejar de negarte. En dejar de
victimizarte. En dejar de sentir pena por vos mismo, por tu historia, por tus
elecciones.
Y, claro, con ese registro, primero
llega la angustia –existencial, inevitable y, por tanto: transitable-, luego el
terror, y, finalmente la persecución de una reparación estructural.
¡Uffff, flor de quilombo!
Desorden, caos, baldío, selva. No
sabemos por dónde empezar. Si juntar, si cortar, si prender fuego y escapar, si
rematar, si regalar…
Lo más importante es encontrar un
orden. Un faro. Un rumbo. Cuando eso está visible, lo demás son acciones que se
condicen con dicha intencionalidad. A veces no hace falta dejar a tu esposo/a.
A veces sí. A veces no hace falta cambiar de laburo. A veces sí. A veces no
hace falta dejar de ver a cierta gente. A veces sí.
Pero lo que es constante, lo que
aparece en todas las historias, es que la luz está adentro. Las riendas las
tenés vos. Todo lo demás, simplemente debe acompañar tu tránsito. Y si es
lastre, hay que resolver cómo hacer para que deje de serlo. Tal vez
transformándose también. Tal vez, soltando la soga.
Y eso también es amor
propio. O, mejor dicho, es simplemente Amor
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