martes, 25 de septiembre de 2018

Picazón


Hay veces en las que ya no podés seguir haciéndote el boludo. Tal vez hubo un tiempo en el que te tapaste los oídos lo suficientemente bien como para no escuchar. También te vendaste los ojos porque mirar de frente implicaba un reconocimiento para el que no estabas preparado. O no querías estarlo. O, tal vez –vamos a darte un poco de crédito-no tenías herramientas para enfrentarlo.

Lo cierto es que llegaste hasta este punto de tu vida y hay cuestiones que te producen escozor. Vivís con la sensación de tener hormigas en el cuerpo. Por más que estés a mil, por más entretenido y ocupado que estés, esa sensación de hormigueo, no se va nunca. Pero bueno, como no hay nada que no se pueda tolerar, como para entender esa alergia hay que entenderse a uno mismo, preferís el piloto automático y continuás el viaje de tu propio deslucimiento. Te vas volviendo cada vez más gris. Cada vez más dependiente de soporíferos como el alcohol, las compras, las relaciones vacuas, las series en Netflix…

Entonces.

Un día, ALGO te despierta. Algo te abofetea y, en medio de la furia que te produce el golpe, te encendés. Te reencontrás. Te mirás. Te indagás. Y te das cuenta de que no te gustás. Porque dónde estás depende únicamente de tus decisiones. De tus resignaciones. De tus silencios. De lo poco que te quisiste cuando te conformaste.

Hay otras opciones, claro. A otros puede haberles pasado distinto. Acá hablo de los despiertos, que se han dejado acunar. De los valientes, que se han escondido detrás del batallón porque algo les hizo creer que no serían capaces –ese dejarse convencer también es responsabilidad personal-. Los tibios nunca fueron de mi interés. Los negadores. Los miedosos. A esos no les hablo. A esos no les escribo. A los que creen que la vida pasa por entretenimientos vanos. Por placeres opioides. A ustedes, a los que se saben traicionándose, a los que aún se despiertan transpirados y aullando en medio de la noche, les digo: hay tiempo. Hay modo. Hay esperanzas. Hasta el último día de tu vida tenés tiempo para virar. Un enfermo, en su lecho de muerte, puede esbozar la primera sonrisa de su vida. Y así, con ese gesto, con ese intento, toda su existencia se pinta de otro color. Un infame, un débil, un equivocado, pueden convertirse en lo que necesitan ser para reconciliarse con su interioridad. La cuestión está en dejar de negarte. En dejar de victimizarte. En dejar de sentir pena por vos mismo, por tu historia, por tus elecciones.

Y, claro, con ese registro, primero llega la angustia –existencial, inevitable y, por tanto: transitable-, luego el terror, y, finalmente la persecución de una reparación estructural.

¡Uffff, flor de quilombo!

Desorden, caos, baldío, selva. No sabemos por dónde empezar. Si juntar, si cortar, si prender fuego y escapar, si rematar, si regalar…

Lo más importante es encontrar un orden. Un faro. Un rumbo. Cuando eso está visible, lo demás son acciones que se condicen con dicha intencionalidad. A veces no hace falta dejar a tu esposo/a. A veces sí. A veces no hace falta cambiar de laburo. A veces sí. A veces no hace falta dejar de ver a cierta gente. A veces sí.

Pero lo que es constante, lo que aparece en todas las historias, es que la luz está adentro. Las riendas las tenés vos. Todo lo demás, simplemente debe acompañar tu tránsito. Y si es lastre, hay que resolver cómo hacer para que deje de serlo. Tal vez transformándose también. Tal vez, soltando la soga.
Y eso también es amor propio. O, mejor dicho, es simplemente Amor

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