lunes, 24 de septiembre de 2018

Roma, el Imperio que se convierte en República


Casi siempre, cuando la miro –como ahora que escribo sobre ella y se me ensancha el corazón, sensación inimitable, intransferible, enorme, suya- muero de amor. Por múltiples y variados motivos. El primero, yo diría que es, lo que esta niña me genera a nivel visual. ¿Se puede decir que estoy sensualmente enamorada de mi hija? Así es. Me tiene absolutamente muerta de amor por ella.

Resulta necesario aclarar –por lo llamativo- que no siempre me sentí así respecto de mi hija. De su presencia invasiva. De su imperio. De su poco sutil manera de quedarse con todo. Con todos los momentos. Con todos mis disfrutes. Con todas mis pasiones. Desde ella, todo empezó a ser con ella. Sí, sí. Ya sé. Porque yo lo necesitaba. Porque yo no me propuse hacer otra cosa. Porque me quería poner en este lugar. Justamente. Este lugar: poder enamorarme de ella años después. Cuando se empieza a convertir en un otro bien distinto –no lo lean con tendencia- de mí. Roma (qué nombrecito para el Imperio del que hablé hace un instante) está grande. Roma crece. Se expande. Conquista. Exactamente. Conquista. Seduce.

Tanto, tanto está floreciendo Romita, que incluso esta madre cae extasiada a los pies de la Princesa. Su cara, su pelo, su sonrisa, sus ojazos pura expresión, sus pequeñísimos dientitos, su larguísimo cuello de cisne, sus hombros rectos, su diminuta cadera -no debería llamarse así en su caso, no aún- sus interminables piernas. Es, sin dudas, bellísima. Y lo sabe. Gracias a ¿quién? Roma se sabe hermosa. -Decíles: no me hago, Soy Linda, cuando te digan “Te hacés La Linda”. Ese fue nuestro consejo. Nuestro modo de mostrarle que su autoestima la iba a ayudar. Allí, en su modo de verse y sentirse está la fortaleza. Nos pasó a todos. En la escuela. En la vida misma. A todas las edades. A muchos no les gusta ver a los bellos de corazón. Porque la belleza, acompañada de la dulzura y las ganas de aprender, de ser mejor, sin dudas es reflejo del alma conciente. Que está acá para crecer, para ayudar, para fluir.

Roma encontró –con la ayuda de unos padres que la miran con honestidad- el lugar certero para explotar. Para verdear. No es que hubiese sido imposible realizar ese camino en otro sitio, pero hubiese sido una tarea titánica. Porque el cambio debía ser acompañado por una transformación interna de sus padres.

Roma se interesa. Roma se mueve. Roma tiene ímpetu. Roma me escucha. Roma pregunta. Roma comparte. Se ríe. Es turra. Tiene un humor irónico. Es tierna. Dulce. Se enfurece y necesita un marco. Se entusiasma y las cuerdas del ring son un límite. Hace rato que no sufre. Hace rato que no llora. Ella sabe lo que quiere. Ella dice lo que la hace sentir mal. Y juntos decodificamos su sensación. Si no es que antes, ella misma explica los motivos con solidez. Ella se conoce. Se esfuerza. Sabe que hay cosas que debe cambiar. Sabe –se entera y se empieza a hacer cargo- que todo lo íntimo depende de sus decisiones. Y también exige. Que estos padres estén a la altura. Ella sabe quejarse cuando algo la hace sentir mal. Cuando uno la caga.

Roma es una intelectual. Indudablemente. A su modo. Con sus ritmos. Necesita soltar más. Porque en el juego es una bomba. Tiene que aprender a transferirlo. Manejar las herramientas, la está ayudando muchísimo. Ella es una artista. Tiene mucho contenido.

Roma es mi compañera. Mi faro. Ella me ayudó –a través del enorme dolor, la tremenda lucha interna que me trajo su llegada- a convertirme en un ser mejor. A buscar respuestas desnudas. Irrevocables. Inapelables. Y hacer algo al respecto.

Sin Roma, yo no sería la mujer que soy.

Roma me expande.

Roma Amor.

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