Mientras lavo los platos –alguno que otro con restos de comida con unos
días en la heladera- pienso ¿por qué la descomposición está ligada a la vida?
Todo lo que se descompone estuvo
vivo –está vivo-. La descomposición, que tanto nos hace pensar en la muerte,
está, en realidad, llena de vida. Cuando un alimento se descompone muere en su
forma original, pero se convierte en un nuevo modo de vida. “Nada se pierde,
todo se transforma” frase conocida si las hay. Yo misma, a cada paso muero un
poco para dar vida a algo nuevo. Pero para eso, hay que saber morir. El
problema es que la Muerte es un fantasma al que todos le tememos. Un tema
escabroso. Desesperanzador. Respetado.
Pero la Muerte está aquí. No a la vuelta de la esquina. No. La Muerte está
en cada aspecto de nuestra cotidianidad. Morir es transmutar. Morir es crecer.
A veces, incluso, es bueno cometer suicidio, de algunas zonas de nosotros
mismos. “All things must pass”. Incluso nuestras anquilosadas maneras de
resolver situaciones. De ofendernos. De evadir y evadirnos. Shakespeare hizo
decir a uno de sus personajes: “Los cobardes mueren muchas veces antes de su
verdadera muerte; los valientes prueban la muerte solo una vez”. El dramaturgo no
se refería solamente a la muerte corporal real, sino también a las veces que
debemos ceder respecto de nuestras convicciones para ser aceptados, para seguir
en un tren al que ni siquiera hemos elegido subirnos. Sin embargo, todos somos
un poco cobardes. Porque a cada momento morimos. La única muerte inaceptable es
la de la fidelidad a nosotros mismos. Cada tanto hay que silenciar y silenciarse,
para escuchar el ruido interior. Hay que procurar asesinar aquello que no nos
permite transmutar. La heladera de la personalidad es sofocante. Brinda una
temperatura que no admite la descomposición. Congela a veces. Pero el proceso de
descomposición, de corrupción mejor dicho, sigue su curso. Tal vez más
lentamente. Más silenciosamente. Y termina contagiando –pudriendo- todo lo que
lo rodea. Entonces, el hedor al abrir la heladera resulta insoportable. Cada
tanto hay que vaciarla y tirar –sin duelo- aquello que se está –nos está- pudriendo. Lo que no se use como
trashcooking, de todos modos recorrerá el ineludible camino de la
transformación.
Para aceptarnos hay que morir. Para crecer hay que morir. Mueren nuestros
miedos, nuestros defectos. Entramos en la fúnebre tristeza del duelo al que no
queremos exponernos. Porque morir duele. Porque a la Muerte sólo se la puede
transitar. Es imposible evadirla. No queda otra que –después de llorar todo lo
que necesitemos, después de regodearnos en el desasosiego, después de sentir
lástima de nosotros mismos- la Mariposa rompa el capullo. Fuimos gusanos y –una
vez franqueado el duelo- nos convertimos en Mariposas.
No le tengo miedo a la Muerte. Porque incluso la muerte objetiva me mostró
cuánto desarrollo me faltaba atravesar. Esta Mariposa sigue su vuelo, conciente
–claro- de que el proceso evolutivo continúa, y que, para eso, hay mucha
descomposición a la que le debo dar paso. Me entrego a ella. Hay metamorfosis.
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