sábado, 8 de septiembre de 2018

4) Mientras lavo los platos


Mientras me depilo, miro mi rostro y me comparo. No sé muy bien con quién me comparo. ¿Conmigo misma hace un par de años? ¿Cuándo la maternidad no había dejado huella en mi rostro ni en mi vientre? ¿Con otras mujeres que publican sus felices y perfectas fotos de rostros tersos, sin poros abiertos, sin puntos negros, sin vellos crecidos descubiertos dos minutos antes de salir?

Somos nosotras mismas las que nos exponemos al terrible juicio del propio espejo. Y eso es porque nuestros parámetros son –si no imposibles- con certeza, de ciencia ficción. Nadie se levanta con el cabello perfecto. Nadie tiene tiempo para vivir en el gimnasio. Nadie tiene un cuerpo divino sin hacer ejercicio. Nadie de más de 30 años y con hijos puede pasarse40 minutos encerrado en el baño dedicándose a sí mismo. Las necesidades más básicas se han convertido –en mi caso- en tareas dilatadas por las múltiples interrupciones infantiles.

Cuesta poner límites.

Cuesta cuidar el jardincito personal-individual en el que, sin el diario regado y el recurrente plantado de flores, empiezan a crecer hierbajos parasitarios, si no se seca definitivamente.

Yo pasé por eso. Y sé que muchos de ustedes también. Lo que pasa es que no se habla de eso. Se habla de la felicidad que trae la maternidad. Se habla de la teta a demanada y de lo desaconsejable del chupete. Se habla de las rutinas del niño y de los espectáculos recomendables para ellos.

Pero no se habla de lo que sufrimos algunas madres. De la soledad de las noches de insomnio forzoso. De los callados deseos de aullar ante la desazón de un hijo que llora llora llora. De lo difícil que es ser madres sin el apoyo de una tribu. No se habla tampoco de que es a veces el grupo de madres el que más te juzga –porque tu hijo pega, porque tu hijo muerde, porque tu hijo se hace pis, porque tu hijo llora-.

Las madres deberíamos ser el grupo de apoyo. Los pediatras deberían ser más padres. Deberían recordarse a sí mismos siendo padres.

Y otra vez frente al espejo. El pelo revuelto y lleno de canas, bigotes, piernas de futbolista, pechos-pasas de uva-lastimosos-vacíos, celulitis, uñas quebradas, salvavidas, saleros, palidez espectral, sueño –mucho sueño-, soledad, tristeza, desasosiego…

Y un esposo que nos quiere coger. ¿A nosotras? ¿Así? ¿Ahora? Sí. Si no, ¿cuándo? Porque en el medio pasa de todo y, los hombres –por más compañeros que sean, por más padres hacendosos y amorosos que sean- no segregan leche en las sábanas, no pasan 20 días –si no más- con bombachones para apósitos postparto.

La diminuta hora diaria que la ley brinda para el amamantamiento apenas nos alcanza para sacar una teta en el baño público y estirar nuestros pezones agrietados hasta límites inimaginados antes de ser madres. Todo sea porque la leche materna es tan tan buena.

Cuando se habla de FEMINISMO se está hablando de estas cosas. No de que seamos iguales. Todo lo contrario. De que somos bien distintos, y por eso, nuestros ratos frente al espejo deberían ser menos crueles. Pero, para tal fin, hay que seguir rompiendo estructuras.

Si vos mirás mál a una madre que elige distinto, que cría distinto, que vive distinto, si te escondés o escondés tus fortalezas, si no contás con verdad los esfuerzos que –como yo- hacés para ser cómo y quién sos, entonces, sos sádica. Como esta sociedad, que muestra puérperas sin cicatrices, sin estrías, sin marcas. Porque la maternidad marca, ineludiblemente y por fortuna.

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