jueves, 27 de septiembre de 2018

Culpa


Lo llamativo es que nos obligamos a sentir que no tenemos derecho a nuestra intimidad, a nuestro goce. Nos invade la culpa. Hago aquí un comentario lingüístico, etimológico: la culpa, para los romanos, no era un sentimiento. No había posibilidad de que la culpa viniera de adentro. Siempre se señalaba desde afuera. Desde el culpator. Un agente que venía a indicar que alguien era culpable de algo.

Cuando nos culpamos, no disfrutamos. No nos damos cuenta de que, sin deleite, todo se vuelve choto. Incluso su propio disfrute. Que no es lo suficientemente sano ni sanador, porque: “Como mamá no estaba disfutando…”

Hay que aprender a decirles: “Che, estoy disfrutando. Sí. Y voy a seguir disfrutando un rato más. Porque me lo merezco. Así que rajá. Ponéte a hacer algo mientras mamá disfruta”.

Entiendo la naturalidad de la reacción femenina. Durante meses, el pibe quiere teta. Necesita teta. Quiere upa. Necesita upa. (Sí, ya sé… y si no la recibió ¿qué? ¿Es infeliz? No. La verdad que infeliz no. Pero sí bastante medio pelo. A no ser que te hayas ocupado de crear vínculo, sí -ese- de algún modo alternativo, sucedáneo, cercano.)

Estamos convencidas de que tenemos que entregarnos a la maternidad. Tenemos que ser capaces de capitular nuestras necesidades a partir del día en que llegan los hijos. Nos acostumbramos a bañarnos en medio segundo, a cagar con un chico mirándonos a los ojos, a tragar en vez de masticar. Nos resulta lógico que nuestros cuerpos empiecen criar grasa y a volverse fláccidos. Nos sentimos espantosamente abandónicas cuando salimos con amigas después de haber tenido un día de laburo. Lloramos en silencio –si es que nos permitimos llorar- porque no soportamos ver cómo nuestros días pasan en medio de una monotonía de pañales, caprichos, leche, desorden-orden-desorden y juegos que nos terminan alienando. A veces la maternidad es muy sacrificada. A veces la maternidad no nos hace felices.  Tenemos que poder resolver –solas- las dificultades intrahogar. Porque los hombres se rompen los huevos con los problemas.

Aunque.

Esos eran otros hombres. Eran egoístas. Machistas. Débiles. Insulsos. Los hombres –el mío- son grosos. Valen la pena.  Cuando su acompañamiento es estructural, continente, sólido. Cierto. Nuestro.

Entonces.

No competimos. No nos juzgamos. No nos odiamos.

Nos hacemos crecer. Somos mutuos trampolines.

En definitiva: somos culposas. Insufriblemente culposas. Ni nosotras mismas nos fumamos así como somos. Somos tan inseguras (a veces de tan, nos hacemos las boludas creyéndonos genias superadas, para no replantearnos cuántos errores cometemos y lo que los mismos producen, cual efecto mariposa) que todo se vuelve una entrega sacrificada y solitaria.

Es que ser madre es un compromiso. Y, para ser responsablemente madres, hay que estar bien concientes del futuro, mejor dicho, del presente del alma trascendente de nuestros hijos.

Por eso hay que saber escuchar. Escucharlos. Pero primero escucharnos. ¿Qué madre podrá enseñar plenitud, calma, simplicidad, si no disfruta de su propio acontecer? ¿Qué le estás contando a tu hijo sobre la vida cada vez que corrés, que puteás, que no te conectás?

Debería estar prohibido ser madre así de chotamente. Con tanta hipocresía. Con tanta inmadurez.

 Las madres deberíamos juntarnos periódicamente con otras madres –sanas, claramente- que nos ayuden, a través de sus propias experiencias y sus propias sensaciones a transitar la desolación, la angustia, la inestabilidad, la culpa que nos genera este rol.

Nuestros esposos deberían estar a la altura. Ellos también deberían conectarse consigo mismos, con nuestros agobios. Con los caprichos de sus hijos.

Las abuelas, los abuelos, los tíos y las tías –léase también grandes amigos de los padres- deberían regalarnos una noche al mes para que salgamos en pareja. Para acordarnos de porqué alguna vez nos elegimos. Para morirnos de risa. Para coger en la cocina. Para acostarnos tarde y levantarnos al mediodía. Para reencontrarnos. Para volver a ser solteros y despreocupados por unas horas.

Cada tanto, también, deberíamos tener un rato a solas. Solas con nosotras mismas. Solos con ellos mismos. Regalarnos ese rato de introspección que permite reevaluar todo lo que nos circunda. Revisar nuestros enojos. Entender nuestras eternas trabas.

Si fuéramos los suficientemente concientes de la importancia del día a día, del minuto a minuto…

Si estuviéramos conectados con las miradas de los hijos, con la fuerza de nuestras palabras y tonos…

Si nos animáramos a ser tan animales como los vínculos lo requieren (no los superficiales, no los triviales).

Si dejáramos que nuestros actos fluyeran con nuestras corazonadas…

Si pudiéramos decir con claridad y en voz bien alta –no, no a los gritos- lo que necesitamos, lo que buscamos, lo que deseamos…

Entonces seríamos tanto más coherentes. Tanto más verdaderos. Tanto más felices.

No podemos ser en soledad. No. Claro. Pero tampoco podemos ser escondiendo nuestros apremios, nuestros ahogos. Porque ese modo de ser –encriptado, resentido- nos hunde. Nos vuelve míseros y miserables. Mezquinos.

Y, justamente, para ser padres, hay que dejar atrás la culpa. Hay que desembarazarse de la mirada rectora, del dedo acusador. Mirémonos con misericordia. Porque es ese el único modo sano de mirar.

Y mirarse.

Perdonarte.

Y avanzar. Sin peso. Liviano y experimentado. Libre y sabio.

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