Lo llamativo es que nos obligamos a
sentir que no tenemos derecho a nuestra intimidad, a nuestro goce. Nos invade
la culpa. Hago aquí un comentario lingüístico, etimológico: la culpa, para los
romanos, no era un sentimiento. No había posibilidad de que la culpa viniera de
adentro. Siempre se señalaba desde afuera. Desde el culpator. Un agente que
venía a indicar que alguien era culpable de algo.
Cuando nos culpamos, no disfrutamos. No
nos damos cuenta de que, sin deleite, todo se vuelve choto. Incluso su propio
disfrute. Que no es lo suficientemente sano ni sanador, porque: “Como mamá no
estaba disfutando…”
Hay que aprender a decirles: “Che,
estoy disfrutando. Sí. Y voy a seguir disfrutando un rato más. Porque me lo
merezco. Así que rajá. Ponéte a hacer algo mientras mamá disfruta”.
Entiendo la naturalidad de la reacción
femenina. Durante meses, el pibe quiere teta. Necesita teta. Quiere upa.
Necesita upa. (Sí, ya sé… y si no la recibió ¿qué? ¿Es infeliz? No. La verdad
que infeliz no. Pero sí bastante medio pelo. A no ser que te hayas ocupado de
crear vínculo, sí -ese- de algún modo alternativo, sucedáneo, cercano.)
Estamos convencidas de que tenemos que
entregarnos a la maternidad. Tenemos que ser capaces de capitular nuestras
necesidades a partir del día en que llegan los hijos. Nos acostumbramos a
bañarnos en medio segundo, a cagar con un chico mirándonos a los ojos, a tragar
en vez de masticar. Nos resulta lógico que nuestros cuerpos empiecen criar
grasa y a volverse fláccidos. Nos sentimos espantosamente abandónicas cuando
salimos con amigas después de haber tenido un día de laburo. Lloramos en
silencio –si es que nos permitimos llorar- porque no soportamos ver cómo
nuestros días pasan en medio de una monotonía de pañales, caprichos, leche,
desorden-orden-desorden y juegos que nos terminan alienando. A veces la
maternidad es muy sacrificada. A veces la maternidad no nos hace felices. Tenemos que poder resolver –solas- las
dificultades intrahogar. Porque los hombres se rompen los huevos con los
problemas.
Aunque.
Esos eran otros hombres. Eran
egoístas. Machistas. Débiles. Insulsos. Los hombres –el mío- son grosos. Valen
la pena. Cuando su acompañamiento es
estructural, continente, sólido. Cierto. Nuestro.
Entonces.
No competimos. No nos juzgamos. No nos
odiamos.
Nos hacemos crecer. Somos mutuos
trampolines.
En definitiva: somos culposas.
Insufriblemente culposas. Ni nosotras mismas nos fumamos así como somos. Somos
tan inseguras (a veces de tan, nos hacemos las boludas creyéndonos genias
superadas, para no replantearnos cuántos errores cometemos y lo que los mismos
producen, cual efecto mariposa) que todo se vuelve una entrega sacrificada y
solitaria.
Es que ser madre es un compromiso. Y,
para ser responsablemente madres, hay que estar bien concientes del futuro,
mejor dicho, del presente del alma trascendente de nuestros hijos.
Por eso hay que saber escuchar.
Escucharlos. Pero primero escucharnos. ¿Qué madre podrá enseñar plenitud,
calma, simplicidad, si no disfruta de su propio acontecer? ¿Qué le estás
contando a tu hijo sobre la vida cada vez que corrés, que puteás, que no te
conectás?
Debería estar prohibido ser madre así
de chotamente. Con tanta hipocresía. Con tanta inmadurez.
Las madres deberíamos juntarnos periódicamente
con otras madres –sanas, claramente- que nos ayuden, a través de sus propias
experiencias y sus propias sensaciones a transitar la desolación, la angustia,
la inestabilidad, la culpa que nos genera este rol.
Nuestros esposos deberían estar a la
altura. Ellos también deberían conectarse consigo mismos, con nuestros agobios.
Con los caprichos de sus hijos.
Las abuelas, los abuelos, los tíos y las
tías –léase también grandes amigos de los padres- deberían regalarnos una noche
al mes para que salgamos en pareja. Para acordarnos de porqué alguna vez nos
elegimos. Para morirnos de risa. Para coger en la cocina. Para acostarnos tarde
y levantarnos al mediodía. Para reencontrarnos. Para volver a ser solteros y
despreocupados por unas horas.
Cada tanto, también, deberíamos tener
un rato a solas. Solas con nosotras mismas. Solos con ellos mismos. Regalarnos ese
rato de introspección que permite reevaluar todo lo que nos circunda. Revisar
nuestros enojos. Entender nuestras eternas trabas.
Si fuéramos los suficientemente
concientes de la importancia del día a día, del minuto a minuto…
Si estuviéramos conectados con las
miradas de los hijos, con la fuerza de nuestras palabras y tonos…
Si nos animáramos a ser tan animales
como los vínculos lo requieren (no los superficiales, no los triviales).
Si dejáramos que nuestros actos
fluyeran con nuestras corazonadas…
Si pudiéramos decir con claridad y en
voz bien alta –no, no a los gritos- lo que necesitamos, lo que buscamos, lo que
deseamos…
Entonces seríamos tanto más
coherentes. Tanto más verdaderos. Tanto más felices.
No podemos ser en soledad. No. Claro.
Pero tampoco podemos ser escondiendo nuestros apremios, nuestros ahogos. Porque
ese modo de ser –encriptado, resentido- nos hunde. Nos vuelve míseros y
miserables. Mezquinos.
Y, justamente, para ser padres, hay
que dejar atrás la culpa. Hay que desembarazarse de la mirada rectora, del dedo
acusador. Mirémonos con misericordia. Porque es ese el único modo sano de
mirar.
Y mirarse.
Perdonarte.
Y avanzar. Sin peso. Liviano y
experimentado. Libre y sabio.
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