Gramos. Milímetros.
Un bebé laucha.
Un bebé nada.
Un bebé todo.
Tu vida.
Tus sueños
Su espasmo.
Su débil llanto.
Tu vientre vacío.
Tu pecho seco.
Ni una gota.
Leche ausente.
Posparto sin hijo.
La sala de estar
En Neonatología.
El lactario:
La pseudo tortura
de un sacaleche
perverso.
Tus pezones
estirados,
Alienados,
sacrificados.
Las tenues gotas
que surgen
sanadoras,
salvadoras.
Refrigeradas. Esterilizadas.
Que algún día
tendrán como
destino
la boca del hijo
casi inerte
tan presente.
Las charlas con
ellas,
Las otras madres de
ratitas.
Algunas acostumbradas.
Algunas reponiéndose
De la media
pérdida.
Enfermeras que
festejan
cada día,
a cada hora,
en cada toma,
los gramos ganados,
los milímetros
alcanzados.
La lámpara.
Los cables.
La pantalla
indicadora
de que tu hijo está
a salvo.
El dolor.
Los apósitos.
La sangre.
El baño público.
Irse a casa sin el
hijo.
El escenario
opuesto al soñado.
La profunda soledad
de tu habitación sin
niño.
La angustia ante el
dolor,
ante el derrame.
Sacarte leche en la
ducha
y verla irse,
inútil, por la rejilla.
Mientras tu hijo,
allá
recibe, quieto,
su porción de
leche.
Pero un día. Tal
vez.
Quizás. Porque así
debía ser
-o no, a veces no—
Alguien te dice que
está listo
para probar tu
pecho.
Y no sabés si
llorar
si correr
si gritar.
Y tu hijo se prende
-certero-
a tu pecho.
Y succiona.
Y se alimenta.
Y te sentís madre.
Y vislumbrás
normalidad.
Ese paso por la Neo
te acompaña
siempre.
Por las madres que
allí escuchaste
sombras contundentes
fuerzas inapelables
solideces intermitentes
constantes
calmantes.
Por las enfermeras
firmes
claras
tiernas
referentes.
Un día, te vas.
Sentís vértigo.
Es casi un sueño.
Después,
tu hijo cumple 6,
10, 20.
Un día fue bebé-laucha.
Un día fuiste madre
vaciada.
Aquí están,
Prematuro y Sola.
Dos sobrevivientes.
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