viernes, 2 de marzo de 2018

Por qué los adultos me odian? Capítulo 5: Dīvide et īmpera


Capítulo 5: Dīvide et īmpera (Divide y reinarás)

La acusación del miércoles tuvo repercusiones. Nuestro curso, que había vencido distancias y diferencias que arrastrábamos desde hacía años, apenas las autoridades salieron de nuestro salón volvió a escindirse como las aguas ante Moisés. Prestamente, la acción de los directivos nos había enfrentado: Los que habían participado de la profundización del agujero y los que no. Pero no era tan simple. Al menos no para mí. Algunas de las chicas alegaban que ellas no habían aceptado esa joda. Los chicos les decían que deberían haber dicho algo. Y entonces estallaba la guerra. Porque justamente era ese el problema. La cuestión antigua. Eso que ningún adulto tenía en cuenta cuando nos interrogaba o sermoneaba al respecto: No había planes en común. Había grupos con intereses distintos que se sentaban en el mismo salón porque el azar allí los había ubicado. Nadie nunca había hecho nada para que nos convirtiéramos –no en amigos- en compañeros. Cada día en la escuela significaba el ahondamiento de la brecha. Incluso las inocentes preguntas de la de Religión hurgaban en la herida. Digo herida porque después de tantos años juntos, resulta imposible que la división no duela. Duele y sangra. Hiede espantosamente. Cada bardeada lanzada irreflexivamente era, en realidad, síntoma de lo que verdaderamente nos ocurría.
Si bien hacer el agujero nos había reunido en un plan común, en un silencio cómplice, en los gritos y en las preguntas al profesor que acallaban los ruidos del cincel y el martillo -que tal vez alguno había encontrado en el cuartito de Cosme, o tal vez otro, más previsor había traído de su casa-, la investigación iniciada por Dirección había actuado como una bomba. Estalló en medio del aula y dejó solamente caos. Un escenario prácticamente irreconstruible.
Ahora hay nuevos problemas. Además del agujero, además estamos en verdadera guerra. Porque aunque somos muchos los que no pensamos decir nada (es que estamos convencidos de que no nos hace ningún bien delatar a un compañero) hay quienes encontraron el salvoconducto para años y años de resentimiento. Entonces.
Ella es diferente. Ni mejor ni peor. Es ajena. Nadie la molesta. Nadie nunca la molestó. Pero tampoco hubo caso en tratar de incluirla. No es que nos mire con desprecio. No es que nos conteste con odio. Tal vez eso sería bueno. Sería algo. Ella nos ignora. No nos mira. No estamos. Entró al colegio cuando estábamos en 5to grado. Nunca nos había resultado difícil incluir a un nuevo. Cada año se sumaba alguno, y todos se iban encontrando un lugar en el grupo. Incluso los que entraron durante la secundaria. Pero ella no. Livia prefería quedarse al margen. Observándonos.  
Cada vez que en la escuela se proponía alguna actividad recreativa, Livia faltaba. Ella asistía al colegio para cumplir con la escolarización. Nada más. Tal vez por decisión de sus padres, quizás porque ella misma determinaba su inutilidad -porque bastante inútiles eran esos encuentros-, lo cierto es que nunca había participado de un torneo, de una convivencia, de una feria, etc.
El año pasado, se organizaron en la escuela actividades para la “Semana fraterna”, recordando la fecha de nacimiento del santo que le da nombre al colegio. Todos estábamos emocionados –no tanto por acercarnos a la fe ni al carisma -al modo de ser- del santo, sino más bien porque era nuestra oportunidad para no hacer nada, para no obedecer las reglas cotidianas y salir un poco de la rutina. Livia no era la única que pensaba que esa semana era un fiasco. Incluso yo, que soy fervorosa asistente (porque voy y porque colaboro) de Pastoral sabía antes de que ocurriera, que esa semana iba a ser un caos, un fracaso, una expresión de deseo inconcreta, una verdadera pérdida de tiempo. Livia decidió regalarle al colegio sus ausencias, en vez de entregarle su tiempo. Hizo lo mismo en cada encuentro de este estilo.
A lo largo de la Semana fraterna los profesores entraban a clase sin saber qué hacer. Ellos se sentían seguros con su planificación, dentro de los límites que les brinda su materia. Cuando nos encontraban sentados en ronda, sin carpetas ni cartucheras, pero con el mate y galletitas, mirándolos por primera vez a los ojos para charlar de lo que surgiera (hasta que apareciera algún personaje de Pastoral con una indicación de la actividad a realizar), los docentes entraban en pánico. Se asomaban cada dos segundos a la puerta para apurar una presencia que no llegaba, con una salvación que –al presentarse- no era tal cosa.
Esa semana se escuchaban cometarios –por parte de alumnos y docentes- que echaban por tierra las buenas intenciones de los encargados de Pastoral. Por supuesto que las intenciones no alcanzan y que a veces les faltaban herramientas para convencer a los profes de que las actividades que se realizarían a lo largo de esa semana tenían un sentido. La mayoría de los profes no estaba de acuerdo con lo que implica trabajar en una escuela como la nuestra. A veces, yo tampoco tengo muy en claro porqué esta escuela es católica –y de un tipo específico- y no otra cosa. Es que muchas veces pasan cosas aquí dentro que nada tienen que ver con lo que hablamos durante los encuentros organizados por la Pastoral.
De hecho –y volviendo al hueco en la pared de mi salón- nunca voy  a entender las estrategias que eligieron los directivos para resolver el enigma y para sancionar a los culpables. De verdad, es como si se olvidaran de que ellos son los adultos.  Piden de nosotros acciones que ellos no son capaces de realizar. Nadie vio como algo positivo que nos mantuviéramos unidos. Silenciosos. Cercanos. Encontraron una grieta. Livia. Y por esa grieta empezaron sus excavaciones.

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