Capítulo 5: Dīvide et īmpera (Divide y reinarás)
La acusación del
miércoles tuvo repercusiones. Nuestro curso, que había vencido distancias y
diferencias que arrastrábamos desde hacía años, apenas las autoridades salieron
de nuestro salón volvió a escindirse como las aguas ante Moisés. Prestamente,
la acción de los directivos nos había enfrentado: Los que habían participado de
la profundización del agujero y los que no. Pero no era tan simple. Al menos no
para mí. Algunas de las chicas alegaban que ellas no habían aceptado esa joda.
Los chicos les decían que deberían haber dicho algo. Y entonces estallaba la
guerra. Porque justamente era ese el problema. La cuestión antigua. Eso que
ningún adulto tenía en cuenta cuando nos interrogaba o sermoneaba al respecto:
No había planes en común. Había grupos con intereses distintos que se sentaban
en el mismo salón porque el azar allí los había ubicado. Nadie nunca había
hecho nada para que nos convirtiéramos –no en amigos- en compañeros. Cada día
en la escuela significaba el ahondamiento de la brecha. Incluso las inocentes
preguntas de la de Religión hurgaban en la herida. Digo herida porque después
de tantos años juntos, resulta imposible que la división no duela. Duele y
sangra. Hiede espantosamente. Cada bardeada lanzada irreflexivamente era, en
realidad, síntoma de lo que verdaderamente nos ocurría.
Si bien hacer el
agujero nos había reunido en un plan común, en un silencio cómplice, en los
gritos y en las preguntas al profesor que acallaban los ruidos del cincel y el
martillo -que tal vez alguno había encontrado en el cuartito de Cosme, o tal
vez otro, más previsor había traído de su casa-, la investigación iniciada por
Dirección había actuado como una bomba. Estalló en medio del aula y dejó
solamente caos. Un escenario prácticamente irreconstruible.
Ahora hay nuevos
problemas. Además del agujero, además estamos en verdadera guerra. Porque
aunque somos muchos los que no pensamos decir nada (es que estamos convencidos
de que no nos hace ningún bien delatar a un compañero) hay quienes encontraron
el salvoconducto para años y años de resentimiento. Entonces.
Ella es
diferente. Ni mejor ni peor. Es ajena. Nadie la molesta. Nadie nunca la
molestó. Pero tampoco hubo caso en tratar de incluirla. No es que nos mire con
desprecio. No es que nos conteste con odio. Tal vez eso sería bueno. Sería
algo. Ella nos ignora. No nos mira. No estamos. Entró al colegio cuando
estábamos en 5to grado. Nunca nos había resultado difícil incluir a un nuevo.
Cada año se sumaba alguno, y todos se iban encontrando un lugar en el grupo.
Incluso los que entraron durante la secundaria. Pero ella no. Livia prefería
quedarse al margen. Observándonos.
Cada vez que en
la escuela se proponía alguna actividad recreativa, Livia faltaba. Ella asistía
al colegio para cumplir con la escolarización. Nada más. Tal vez por decisión
de sus padres, quizás porque ella misma determinaba su inutilidad -porque
bastante inútiles eran esos encuentros-, lo cierto es que nunca había
participado de un torneo, de una convivencia, de una feria, etc.
El año pasado, se organizaron en la escuela actividades para la “Semana fraterna”,
recordando la fecha de nacimiento del santo que le da nombre al colegio. Todos
estábamos emocionados –no tanto por acercarnos a la fe ni al carisma -al modo
de ser- del santo, sino más bien porque era nuestra oportunidad para no hacer
nada, para no obedecer las reglas cotidianas y salir un poco de la rutina.
Livia no era la única que pensaba que esa semana era un fiasco. Incluso yo, que
soy fervorosa asistente (porque voy y porque colaboro) de Pastoral sabía antes
de que ocurriera, que esa semana iba a ser un caos, un fracaso, una expresión
de deseo inconcreta, una verdadera pérdida de tiempo. Livia decidió regalarle
al colegio sus ausencias, en vez de entregarle su tiempo. Hizo lo mismo en cada
encuentro de este estilo.
A lo largo de la
Semana fraterna los profesores entraban a clase sin saber qué hacer. Ellos se
sentían seguros con su planificación, dentro de los límites que les brinda su
materia. Cuando nos encontraban sentados en ronda, sin carpetas ni cartucheras,
pero con el mate y galletitas, mirándolos por primera vez a los ojos para
charlar de lo que surgiera (hasta que apareciera algún personaje de Pastoral
con una indicación de la actividad a realizar), los docentes entraban en
pánico. Se asomaban cada dos segundos a la puerta para apurar una presencia que
no llegaba, con una salvación que –al presentarse- no era tal cosa.
Esa semana se
escuchaban cometarios –por parte de alumnos y docentes- que echaban por tierra
las buenas intenciones de los encargados de Pastoral. Por supuesto que las
intenciones no alcanzan y que a veces les faltaban herramientas para convencer
a los profes de que las actividades que se realizarían a lo largo de esa semana
tenían un sentido. La mayoría de los profes no estaba de acuerdo con lo que
implica trabajar en una escuela como la nuestra. A veces, yo tampoco tengo muy
en claro porqué esta escuela es católica –y de un tipo específico- y no otra
cosa. Es que muchas veces pasan cosas aquí dentro que nada tienen que ver con
lo que hablamos durante los encuentros organizados por la Pastoral.
De hecho –y
volviendo al hueco en la pared de mi salón- nunca voy a entender las estrategias que eligieron los
directivos para resolver el enigma y para sancionar a los culpables. De verdad,
es como si se olvidaran de que ellos son los adultos. Piden de nosotros acciones que ellos no son
capaces de realizar. Nadie vio como algo positivo que nos mantuviéramos unidos.
Silenciosos. Cercanos. Encontraron una grieta. Livia. Y por esa grieta
empezaron sus excavaciones.
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