Capítulo 10: The gathering storm[1]
[1] Película del 2002 que cuenta un
momento de la emocionante vida del político británico Winston Churchill.
Suena el timbre. Mi mamá está trabajando, de
manera que me asomo a la ventana. Es Natu. Me hace un gesto con la cabeza
gacha. Abro la puerta. No me da un beso. Me abraza y se larga a llorar. Lo
único que sé es que hoy faltó al colegio porque tenía que encontrarse con el
famoso muchacho de la carta. Ese, del que no para de hablar desde hace más de
dos meses. Era la segunda vez que se encontraban para estar solos. La primera
vez se habían visto en el shopping de Caballito, lugar equidistante de sus
hogares. Pero hablaban, -primero por Instagram, luego por What´s app-, todos
los días, a toda hora. Natu no era un desbocado. Se tomaba su tiempo para
evaluar, para organizar sus ideas. Escribía lo que sentía, procesaba lo nuevo
que le ocurría y lo charlábamos juntos. Pero esto –aparentemente- lo había
superado. Vamos a mi cuarto, como si, aunque estemos solos, mi amigo necesitara
de la profunda intimidad de mi refugio para contarme lo que le pasa. Nos
sentamos. Ahora que lo tengo enfrente, con la cabeza casi metida en su propio
pecho, descubro que Natu tiembla. Dentro de mi habitación puede confiar, confiarse,
y lo sabe. Aún no puede hablar porque la congoja interrumpe su respiración como
si fuera un niño a quien le han prohibido jugar a la pelota por el resto de la
semana. Sé que debo darle tiempo. Espacio. Recuesto mi cabeza sobre su falda
–un poco para vislumbrar sus ojos, otro poco para que me sienta cerca- y
comienzo a cantar. No tengo la voz más bella del mundo, sino que es lo
suficientemente desafinada como para que mi cantante favorito no pueda reprimir
el impulso de tapar mis chillidos con la suya, que es dulcísima. A dúo -y a
todo volumen- cantamos “Total eclipse of the heart[1]”. En medio del estribillo
(“Turn around” –entona él- “brown eyes…” –aúllo yo-) estallamos al unísono
(esta vez sí) en risas. Levanta finalmente su cabeza, me mira a los ojos y
dice: “No me gustó Numi. Fue espantoso. Él lo disfrutó menos que yo. Creo que
Jere no estaba tan seguro como decía. Prácticamente me echó de la casa. Los
dos, ahí, a punto. Y cuando casi… reculó. Me quedé ahí. Mirándolo. Mirándonos.
Avergonzados y desnudos. No pudo volver a mirarme a la cara. Nos despedimos
casi sin decirnos palabra. Me siento mal, Nu. Quiero desaparecer de la faz de
la Tierra. Y no salir nunca más. Yo sí quería. Yo sí estaba seguro. No entiendo
porqué nos dejó llegar hasta ahí. Para qué. Hace años que vengo procesando este
deseo. ¡Y él me caga la vida de esta manera!”
Hoy hay reunión de nuevo. Nos estamos
juntando dos veces por semana. Aún lo hacemos en la plaza. Algunos padres se
enteraron. No nos prohibieron. No nos reprimieron. Saben que tenemos razón. No
solamente aceptaron nuestro planteo, sino que se sumaron. Y como algunos de
ellos fueron alumnos del colegio, hicieron circular el Manifiesto (escrito por
Peli, pero pensado juntos –sí, juntos-) y también ex docentes del colegio se
sumaron. Ahora somos ¿cuántos?, muchos. Más que los que asistimos a la escuela.
Hay quienes no saben nada. Pero porque tampoco les importa. No les importa ni a
ellos ni a sus padres si la pasan mal. Son los dispuestos a aguantar. A soportar.
A seguir el ritmo, cualquiera sea. Pero por suerte, - lo digo con orgullo sí,
tal vez también con un poco de soberbia- otros vemos. Sentimos. Miramos.
Gritamos. Denunciamos. Nos alzamos. Está bueno decirlo. Está bueno escuchar la
propia voz en el discurso de los otros. Es sanador dejar de sentirse solo.
Dejar de pensarse aislado. Porque la unicidad agota. Entristece. Por supuesto
que más entristece descubrirse rebaño. Bah, en realidad no entristece. Deprime.
Tengo 16 años y sé que no me quiero aceptar rebaño. Ese término. Esa metáfora.
Nunca me gustó. Tal vez al principio sí. Cuando empezaron a hablarme del pastor
de almas. Yo no quiero ser alma. Yo quiero ser pastor. Yo quiero aprender un
montón. Para saber un montón. Para dar un montón. No quiero ir abandonándome de
a poco. No quiero dejar herir de muerte cada día a mis convicciones. No quiero
ver agonizar a mi deseo. ¡Yo quiero que me crucifiquen por mis ideas!
De eso habla Peli en este momento. Y se le
suma su papá, que también piensa igual. A Peli lo bancan en su casa. Aunque la
gente crea que porque es un bardo –deberíamos revisar lo que implica “ser un
bardo”- seguramente sus padres sean ausentes, o tan bardo como él. Peli sostiene que “la Escuela somos nosotros:
los alumnos, los exalumnos, los profesores que pasaron por ella con entrega y
pasión…”
Sus palabras llegan. Despiertan. Abofetean.
Todos los que somos alumnos sabemos que lo que dice es cierto. Con cada una de
sus afirmaciones los chicos estallan en aplausos y gritos de apoyo. No voy a
negar la presencia de algún infiltrado. Siempre hay quienes asisten a nuestros
encuentros para convertirse luego en informantes de los directivos. Lo que no
entienden es que esto es mucho más grande de lo que piensan. Nuestro Manifiesto
está circulando a través del blog que creamos con Peli. Aparentemente, lo que
ocurre en nuestro colegio está pasando en muchos otros. De modo que nuestras
exigencias, nuestras convicciones son las de muchos alumnos, pero también las
de varios padres y de algunos docentes.
Las consignas:
“La Escuela es de los Pibes, no de la Administración
de turno”
“Excelencia en Valores, no en Boludeces”
“Historia
y Vanguardia no se contradicen: Valores y Juventud van de la mano”
“Fuera los Destructores, Vuelvan los
Creadores”
“Adultos caretas: Out!”
Las gritamos, las reflexionamos con los
adultos que se reúnen con nosotros. Cuando las reuniones explotan de fervor,
Lucas se ocupa de calmarnos. Alguna vez creí que Lucas no tenía sangre en las
venas. Y que por eso había renunciado a sus horas de clase en el cole. Pero
cuando arrancaron estos encuentros fue el primer ex-profesor que se acercó. Y con
él llegaron los jubilados tempranos, los jóvenes docentes forzados a renunciar,
los que no tuvieron la fuerza de otros para seguir remándola un decepcionante
año más. Peli le hace un gesto al sereno y altísimo Lucas, que se acerca al
centro de la escena y toma el micrófono (sí, ahora debemos usar micrófono).
Espera –como en clase- que callemos. Su presencia exige que lo hagamos. Es
bueno. Es certero. Es silencioso. Por eso cuando habla todos queremos saber qué
va a decir. “Gente, no perdamos el eje. No nos llenemos de odio. Dejemos eso
para los débiles. Nosotros tenemos la fuerza de nuestra Verdad: se aprende
desde el afecto, desde los vínculos, desde el legítimo interés. Ni una nota en
el cuaderno de comunicados, ni una exigencia en un cartel, ni 1000 palabras soberbias
en una reunión vacua pueden quitarnos el convencimiento de que existe otro modo
de HACER ESCUELA.”
Mientras él habla, descubro que se acercan
alrededor de veinte pitufos. Comienzan a pedir documentos. Uno de ellos le
quita el micrófono al profe y declara: “Esto es una plaza. Acá se toma mate, se
hace deporte o se dicen piropos. El resto, está prohibido. Reunión terminada.”
[1] Canción escrita y producida por Jim
Steinman y grabada por la cantante danesa Bonnie Tyler en 1983, para su álbum Faster
tan the speed of Night.
Me transfiere automáticamente a mi colegio secundario donde siempre teníamos ganas de mejorar la escuela en todo sentido y se nos hacía tan difícil la lucha..
ResponderBorrarqué Bueno que mi historia pueda linkearse con vivencias de otros. Tan ajenas y tan propias. Porque eso es la Literatura: no contar verdades transferidas -como cree el común denominador-, sino mover el alma del lector desde la apropiación de la palabra en el imaginario personal. Tan íntimo, tan universal.
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