sábado, 10 de marzo de 2018

Por qué los adultos me odian? Capítulo 7: Ladran, Sancho


Capítulo 7: Ladran, Sancho

Livia no está viniendo al colegio. Hace una semana que falta. Esteban y Pedro tampoco. Ellos fueron los seleccionados por Dirección para hacerse cargo de la pared rota. Están sancionados. Una semana sin asistir a clase. Deben entregar todas las actividades que los docentes pidan en estos días. Livia no. Ella falta por otros motivos.
El clima de clase es el que todos deseaban. Ahora lo obtuvieron. Nadie hace chistes. Faltan los dos que son el alma de la fiesta. Caras largas, silencios prolongados, discusiones repentinas. No tengo claro si los que peor la pasan son los suspendidos o los que quedamos en clase. Los que le ponemos el pecho al mal clima que quedó en el aula. No entiendo bien cuál fue el criterio para resolver la situación con una suspensión. También me pregunto porqué Livia hizo lo que hizo. Por momentos la entiendo, en otros quiero matarla.
Ella decidió que estaba harta de sufrir las consecuencias de quienes vienen al colegio a boludear. Ella decidió que su rol debía ser el de la denuncia. Yo, en cambio, creo que Livia necesitaba destacar. Mientras en clase hablábamos de que nos mantendríamos callados y unidos –al menos eso aullaban Esteban y sus amigos- ella fue a Dirección a contarlo todo. Contó quién había encontrado el pre agujero, quién había tenido la idea de agrandarlo, quién había traído las herramientas, quiénes habían despistado a los profesores mientras los otros obraban, quiénes habían sido los que agujerearon, todo.
Después.
Esteban y Pedro fueron suspendidos. Dirección decidió que ellos habían sido los principales culpables. Ideólogos y ejecutores. El silencio del resto no les pareció enjuiciable, ni tampoco todas las otras pequeñas acciones, de modo que acortaron los caminos para poder llevar a cabo su sanción ejemplar. De ese modo, la cosa estaba resuelta, los culpables señalados, los alumnos advertidos, la casa en orden. Así era su lógica. Visión de corto alcance, que le dicen. Miopes. Negadores. Ingenuos con autoridad. Nada más grave que decisiones que aleccionan mal. Hicieron que arregláramos el agujero, claro, pero solo ellos dos fueron los culpables de todo. Solo ellos dos cargaron con la cruz hasta el calvario. Y. allí los crucificaron. Mientras padres, profesores, preceptores y alumnos les escupían la cara, les daban de beber vinagre, les herían el costado, les ponían la corona de espinas. Es decir, nuestros dos compañeros se convirtieron en chivo expiatorio. En solución sencilla. En caso cerrado.
Pero.
En el aula seguían pasando cosas. Livia era odiada y señalada, si no por todo el curso, al menos por los que considerábamos que los culpables éramos, en definitiva, todos los que en aquel momento habíamos cerrado la boca. No seríamos apóstoles de Esteban y Pedro, pero sí sus cómplices silenciosos. Porque en aquel momento todos disfrutamos de ser piolas frente a los adultos que nada descubrían. El agujero dejó de ser negro cuando el secreto salió del aula con la fuerza del pavoneo. Muchos se jactaron de tamaño desafío a la autoridad y fue así como ese silencio se hizo patrimonio de la humanidad escolar.
Livia. Un video de ¿Livia? bailando y quitándose la ropa empezó a circular por todos los chats de los alumnos del colegio. Era una chica con el pelo corto –como el de Livia-, que usaba una pollerita gris –como la de nuestro uniforme- y se sacaba la ropa interior frente a la cámara de lo que parecía ser su propio celular. La verdad es que era poco lo que efectivamente se veía, pero lo suficientemente categórico como para prenderla fuego. Todos los adolescentes de Paso del Rey vieron ese video y se lo adjudicaron a Livia (los que la conocían) o a una piba del colegio tal. (Perdonen lectores mi prudencia). Ella bailaba todo lo sexy que puede ser una jovencita de 15 años y se iba quitando la ropa interior sin mostrar su rostro. (Bien ahí ¿Livia?).
Entonces.
Livia dejó de ir al colegio y las autoridades –representadas por el Don Quijote de Pastoral y el profe de turno- intentaron hacernos reflexionar sobre lo terrible de nuestra actitud. Por suerte, de esta etapa se ocupó Alfonso, mi Quijote. Alfonso parecía salido de un universo paralelo –o, como el personaje de Cervantes, de un mundo literario que nunca había existido-. Alfonso no se vestía para señalarnos su autoridad, ni se movía en clase para marcar sus certezas a la vez que nuestras debilidades. Alfonso –como Atenea- se acercaba auténticamente a nosotros, nos compartía sus miserias, reflexionaba con el grupo o con las individualidades sobre lo que nos estaba pasando, y recordaba sus tiempos de adolescencia (los que –tal vez- un poco extrañaba y vivía a través nuestro) para ayudarnos a pensar y a resolver. Alfonso no nos retó. Alfonso no nos insultó con palabras floridas.
 Él vivía con el sustento del mate y de sus cigarrillos. El mate, lamentablemente, no estuvo presente en aquella primera reunión con nosotros. Es que tomar mate en clase es, si no un crimen, al menos una imprudencia. Porque los pibes como yo, de 15, 16, 17 años, somos capaces de quemarnos al cebar el mate. De lado queda todo lo que el mate gesta: cercanía, complicidad. Vínculos.
Cuestión: Alfonso no tenía su principal arma de seducción, pero sí contaba con su simpatía, con su cercanía natural propia del lenguaje que utiliza, con su verdadero compromiso con lo que ocurría en el curso. La cara de este personaje es una de las pocas que hemos visto en todos los eventos trascendentes del cole. Hace años que está aquí y siempre le ha puesto el pecho a todo. Hay quienes no entienden cómo es que mi Quijote es capaz de llevarse bien con todos y soportar cada uno de los terribles comentarios que, a lo largo de años, han querido mancharlo. Yo creo que mi caballero es inmune porque tiene un alma pura. A veces se equivoca, claro, pero no es por ignorancia ni por maldad. Es porque hasta allí llega su verdadera influencia. Estoy segura de que a veces las decisiones lo deciden. Todos los que lo queremos fantaseamos en silencio: Algún día.
Alfonso entra durante la clase de Literatura. A Atenea se le ilumina el rostro. Ella está dando clases sobre el Martín Fierro, y recita–parada entre nosotros- las sextinas que hablan de la noche en la que Fierro se enfrenta solo a la Policía (falta el acompañamiento de guitarra que siempre hace Esteban). La actuación de nuestra profesora no se detiene a pesar del repentino ingreso. Alfonso se detiene en un rincón y observa calladamente junto con nosotros:
Me fui reculando en falso
y el poncho adelante eché,
y en cuanto le puso el pie
uno medio chapetón,
de pronto le di un tirón
y de espaldas lo largué.[1]
A la vez que recita con voz de gaucho, Atenea nos entretiene con su actuación. Si el cincuenta por ciento de este poema es aburrido, y el otro cincuenta es ininteligible, todo se compensa con las técnicas de esta mujer. Incluso Alfonso queda prendado por las artes pedagógicas de Atenea: se ríe, disfruta, aprende. Ella se le acerca y, cuando Cruz (el gaucho devenido en policía) decide hacer justicia, se para frente a él para que sea parte del espectáculo. Quijote se hace cargo –con cierta timidez- y grita:
"¡Cruz no consiente
que se cometa el delito
de matar ansí un valiente!".[2]
Terminan el canto. Estruendoso aplauso de los estudiantes. Tan estruendoso que entra la profe que está dando clase del otro lado del sellado agujero y pregunta: - ¿Qué pasa acá? ¡Dejen de gritar! - Regreso súbito a la realidad. Nuestras aulas no son escenarios teatrales. Maldita verdad.
Finalmente Alfonso nos dice: -Chicos, vengo para que charlemos de lo que pasó con Livia. ¿Por qué subieron ese video? ¿Ustedes son concientes de lo que le está pasando a ella ahora?
Alfonso se calla porque auténticamente le interesa nuestra respuesta. No llega al aula con ideas prefijadas que nos quiere imponer. La pena es que ni Esteban ni Pedro estén aquí para participar de esta charla. También sería genial que Livia estuviera presente. Por unos minutos nadie dice nada. Él también calla, porque respeta nuestros tiempos. Finalmente Atenea declara: “No soy un trola. No me siento orgullosa de que todos así me señalen. Fui imprudente, lo reconozco. Pero porque confié. Ahora estoy en el fondo del pozo. No por mi error. No por mi acción. No por tener 15 años y tener actitudes sexualmente activas. Lo que hago con mi cuerpo es mi problema, y como mucho problema de mis padres. Hice lo que hice porque tuve ganas. Y nadie debería tener nada que decir al respecto.”
Cata vomita, casi al borde del llanto: -Pero, profe, ella los mandó al muere a los chicos. ¡Se lo merecía!


[1] HERNÁNDEZ, José: El gaucho Martín Fierro (Canto IX)
[2] Ídem nota 6.

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