Capítulo 7: Ladran, Sancho
Livia no está
viniendo al colegio. Hace una semana que falta. Esteban y Pedro tampoco. Ellos
fueron los seleccionados por Dirección para hacerse cargo de la pared rota.
Están sancionados. Una semana sin asistir a clase. Deben entregar todas las
actividades que los docentes pidan en estos días. Livia no. Ella falta por
otros motivos.
El clima de clase
es el que todos deseaban. Ahora lo obtuvieron. Nadie hace chistes. Faltan los
dos que son el alma de la fiesta. Caras largas, silencios prolongados,
discusiones repentinas. No tengo claro si los que peor la pasan son los
suspendidos o los que quedamos en clase. Los que le ponemos el pecho al mal
clima que quedó en el aula. No entiendo bien cuál fue el criterio para resolver
la situación con una suspensión. También me pregunto porqué Livia hizo lo que
hizo. Por momentos la entiendo, en otros quiero matarla.
Ella decidió que
estaba harta de sufrir las consecuencias de quienes vienen al colegio a
boludear. Ella decidió que su rol debía ser el de la denuncia. Yo, en cambio,
creo que Livia necesitaba destacar. Mientras en clase hablábamos de que nos
mantendríamos callados y unidos –al menos eso aullaban Esteban y sus amigos-
ella fue a Dirección a contarlo todo. Contó quién había encontrado el pre
agujero, quién había tenido la idea de agrandarlo, quién había traído las
herramientas, quiénes habían despistado a los profesores mientras los otros
obraban, quiénes habían sido los que agujerearon, todo.
Después.
Esteban y Pedro
fueron suspendidos. Dirección decidió que ellos habían sido los principales
culpables. Ideólogos y ejecutores. El silencio del resto no les pareció
enjuiciable, ni tampoco todas las otras pequeñas acciones, de modo que
acortaron los caminos para poder llevar a cabo su sanción ejemplar. De ese
modo, la cosa estaba resuelta, los culpables señalados, los alumnos advertidos,
la casa en orden. Así era su lógica. Visión de corto alcance, que le dicen.
Miopes. Negadores. Ingenuos con autoridad. Nada más grave que decisiones que
aleccionan mal. Hicieron que arregláramos el agujero, claro, pero solo ellos
dos fueron los culpables de todo. Solo ellos dos cargaron con la cruz hasta el
calvario. Y. allí los crucificaron. Mientras padres, profesores, preceptores y
alumnos les escupían la cara, les daban de beber vinagre, les herían el
costado, les ponían la corona de espinas. Es decir, nuestros dos compañeros se
convirtieron en chivo expiatorio. En solución sencilla. En caso cerrado.
Pero.
En el aula
seguían pasando cosas. Livia era odiada y señalada, si no por todo el curso, al
menos por los que considerábamos que los culpables éramos, en definitiva, todos
los que en aquel momento habíamos cerrado la boca. No seríamos apóstoles de
Esteban y Pedro, pero sí sus cómplices silenciosos. Porque en aquel momento
todos disfrutamos de ser piolas frente a los adultos que nada descubrían. El
agujero dejó de ser negro cuando el secreto salió del aula con la fuerza del
pavoneo. Muchos se jactaron de tamaño desafío a la autoridad y fue así como ese
silencio se hizo patrimonio de la humanidad escolar.
Livia. Un video
de ¿Livia? bailando y quitándose la ropa empezó a circular por todos los chats
de los alumnos del colegio. Era una chica con el pelo corto –como el de Livia-,
que usaba una pollerita gris –como la de nuestro uniforme- y se sacaba la ropa
interior frente a la cámara de lo que parecía ser su propio celular. La verdad
es que era poco lo que efectivamente se veía, pero lo suficientemente
categórico como para prenderla fuego. Todos los adolescentes de Paso del Rey
vieron ese video y se lo adjudicaron a Livia (los que la conocían) o a una piba
del colegio tal. (Perdonen lectores mi prudencia). Ella bailaba todo lo sexy
que puede ser una jovencita de 15 años y se iba quitando la ropa interior sin
mostrar su rostro. (Bien ahí ¿Livia?).
Entonces.
Livia dejó de ir
al colegio y las autoridades –representadas por el Don Quijote de Pastoral y el
profe de turno- intentaron hacernos reflexionar sobre lo terrible de nuestra
actitud. Por suerte, de esta etapa se ocupó Alfonso, mi Quijote. Alfonso
parecía salido de un universo paralelo –o, como el personaje de Cervantes, de
un mundo literario que nunca había existido-. Alfonso no se vestía para
señalarnos su autoridad, ni se movía en clase para marcar sus certezas a la vez
que nuestras debilidades. Alfonso –como Atenea- se acercaba auténticamente a
nosotros, nos compartía sus miserias, reflexionaba con el grupo o con las
individualidades sobre lo que nos estaba pasando, y recordaba sus tiempos de
adolescencia (los que –tal vez- un poco extrañaba y vivía a través nuestro)
para ayudarnos a pensar y a resolver. Alfonso no nos retó. Alfonso no nos
insultó con palabras floridas.
Él vivía con el sustento del mate y de sus cigarrillos.
El mate, lamentablemente, no estuvo presente en aquella primera reunión con
nosotros. Es que tomar mate en clase es, si no un crimen, al menos una
imprudencia. Porque los pibes como yo, de 15, 16, 17 años, somos capaces de
quemarnos al cebar el mate. De lado queda todo lo que el mate gesta: cercanía,
complicidad. Vínculos.
Cuestión: Alfonso
no tenía su principal arma de seducción, pero sí contaba con su simpatía, con
su cercanía natural propia del lenguaje que utiliza, con su verdadero
compromiso con lo que ocurría en el curso. La cara de este personaje es una de
las pocas que hemos visto en todos los eventos trascendentes del cole. Hace
años que está aquí y siempre le ha puesto el pecho a todo. Hay quienes no
entienden cómo es que mi Quijote es capaz de llevarse bien con todos y soportar
cada uno de los terribles comentarios que, a lo largo de años, han querido
mancharlo. Yo creo que mi caballero es inmune porque tiene un alma pura. A
veces se equivoca, claro, pero no es por ignorancia ni por maldad. Es porque
hasta allí llega su verdadera influencia. Estoy segura de que a veces las
decisiones lo deciden. Todos los que lo queremos fantaseamos en silencio: Algún
día.
Alfonso entra
durante la clase de Literatura. A Atenea se le ilumina el rostro. Ella está
dando clases sobre el Martín Fierro, y recita–parada entre nosotros- las sextinas
que hablan de la noche en la que Fierro se enfrenta solo a la Policía (falta el
acompañamiento de guitarra que siempre hace Esteban). La actuación de nuestra
profesora no se detiene a pesar del repentino ingreso. Alfonso se detiene en un
rincón y observa calladamente junto con nosotros:
Me
fui reculando en falso
y el poncho adelante eché,
y en cuanto le puso el pie
uno medio chapetón,
de pronto le di un tirón
y de espaldas lo largué.[1]
y el poncho adelante eché,
y en cuanto le puso el pie
uno medio chapetón,
de pronto le di un tirón
y de espaldas lo largué.[1]
A la vez que recita con voz de gaucho, Atenea
nos entretiene con su actuación. Si el cincuenta por ciento de este poema es
aburrido, y el otro cincuenta es ininteligible, todo se compensa con las
técnicas de esta mujer. Incluso Alfonso queda prendado por las artes pedagógicas
de Atenea: se ríe, disfruta, aprende. Ella se le acerca y, cuando Cruz (el
gaucho devenido en policía) decide hacer justicia, se para frente a él para que
sea parte del espectáculo. Quijote se hace cargo –con cierta timidez- y grita:
"¡Cruz
no consiente
que
se cometa el delito
de
matar ansí un valiente!".[2]
Terminan el canto. Estruendoso aplauso de los
estudiantes. Tan estruendoso que entra la profe que está dando clase del otro
lado del sellado agujero y pregunta: - ¿Qué pasa acá? ¡Dejen de gritar! - Regreso
súbito a la realidad. Nuestras aulas no son escenarios teatrales. Maldita
verdad.
Finalmente Alfonso nos dice: -Chicos, vengo
para que charlemos de lo que pasó con Livia. ¿Por qué subieron ese video? ¿Ustedes
son concientes de lo que le está pasando a ella ahora?
Alfonso se calla porque auténticamente le
interesa nuestra respuesta. No llega al aula con ideas prefijadas que nos
quiere imponer. La pena es que ni Esteban ni Pedro estén aquí para participar
de esta charla. También sería genial que Livia estuviera presente. Por unos
minutos nadie dice nada. Él también calla, porque respeta nuestros tiempos.
Finalmente Atenea declara: “No soy un trola. No me siento orgullosa de que
todos así me señalen. Fui imprudente, lo reconozco. Pero porque confié. Ahora estoy
en el fondo del pozo. No por mi error. No por mi acción. No por tener 15 años y
tener actitudes sexualmente activas. Lo que hago con mi cuerpo es mi problema,
y como mucho problema de mis padres. Hice lo que hice porque tuve ganas. Y
nadie debería tener nada que decir al respecto.”
Cata vomita, casi al borde del llanto: -Pero,
profe, ella los mandó al muere a los chicos. ¡Se lo merecía!
[1] HERNÁNDEZ, José: El gaucho Martín Fierro (Canto IX)
[2]
Ídem nota 6.
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