Capítulo 6: El
demonio no es tan negro como es pintado (Divina Comedia, Dante Alighieri)
El profesor de
Filosofía nos pide que hagamos un trabajo de investigación. Que planteamos
alguna cuestión y que intentemos responder a ese problema planteando una
posible respuesta. La que nos parezca más apropiada, más lógica, de acuerdo con
los argumentos que demos para ponerla a prueba. Tema libre. Facu –el profe-
declara: -Sobre lo que les resulte interesante. Algo que los mueva, que los
llame…- “que los convoque, que los atraviese, que los congregue, que los cruce,
que los recorra…” Entrada triunfal del Director. Haciendo gala de su abultado
vocabulario. Atenea a veces lo imitaba. Sin nombrarlo. Sin ser grosera. Incluso
sin sublevarse. Esos eran unos de los pocos instantes de Verdad respecto de lo
que era –o en lo que se había convertido- nuestro querido colegio (como dice mi
vieja, mis tíos, mi abuela y todas sus amigas docentes).
Facu está
nervioso. Se nota. Cuando está solo con nosotros en clase es divertido.
Contundente. Ahora duda. Es condescendiente. El Director lo saluda con un sutil
cabeceo mientras camina hacia el centro del aula. Mira hacia los lados: observa
pupitres, rostros, calzados, pizarra digital, la computadora que se ubica sobre
el escritorio del profesor. Finalmente se detiene frente al profe, lo mira en
silencio y dice: “Perdonemé que lo interrumpa, profesor. Muy interesante lo que
están charlando sobre la argumentación. No cualquiera puede argumentar. No es
tarea simple sostener una idea. Demostrar que lo que uno piensa es lo correcto.
Que lo que uno decide es lo correcto. Esto que les está enseñando, profe, les
va a venir muy bien justamente en este momento. ¿Usted sabe que sus alumnos han
hecho un agujero en la pared del aula? Bueno, ahora llegó el momento de que den
sus argumentos. De que nos convenzan. De que reconozcan que su hipótesis fue un
error.”
Reina el más
absoluto silencio. Entre nuestro director y nosotros no hay palabras. Estoy
segura de que él cree que tiene una relación genial con todos nosotros. Porque cuando
nos dirige la palabra en las galerías nos hace chistes, nosotros esbozamos una
sonrisa para poder zafar con rapidez de semejante situación incómoda. Para
nosotros el director es una pared. Una pared antigua, descuidada, sucia,
peligrosa. No nos mira a los ojos. Siempre se para sobre una pierna, relajando
la otra, con una mano en el bolsillo y gesticulando con la otra. Parece un
showman mal preparado. Sabe toda la teoría respecto de cómo seducir a una
audiencia, pero su organismo despide repulsividad. A veces me pregunto qué
pensará cuando se acuesta a dormir en su casa. Quisiera saber si en algún
momento se hace cargo de lo mal que está haciendo su tarea.
Silencio. Facu
nos salva: “Calculo que sí, que van a reconocer sus errores. Son chicos inteligentes.
No creo que sean malos.” (Así me desilusionó mi profe. “No creo”: Duda. Acusa. Señala.)
“Bueno, -sostiene
el señor D- de ser así, los esperamos con Liliana en Dirección, cuando gusten.
Pero que sea pronto, porque esto requiere una pronta resolución. Hay que darle
un cierre.”
¿Un cierre? Pero
si el agujero era justamente una apertura. Una boca abierta para decir un montón
de cosas. Una fisura que se había terminado de abrir producto de la fuerza de
lo contenido.
Qué pena que todo
haya quedado ahí. Bueno, todo no. Lo que quedó ahí fue nuestra queja metafórica
–como diría Atenea-. Nadie la interpretó. Nadie nos descifró. O tal vez sí. Y
decidieron quedarse oportunamente callados. Yo no entiendo estos silencios
perpretados. Perpetrados por adultos tibios. Por adultos pusilánimes. Peor. Por
instituciones mediocres.
Aquí estoy. Haciendo la investigación “de tema libre”
para Filosofía. Me había inclinado libremente a indagar porqué la Iglesia había
permitido que esta escuela se convirtiese en esto. Tal vez pienso así, no
solamente por el feliz recuerdo de tiempos mejores que tiene toda mi familia y
las familias de mis amigos, sino también porque, objetivamente, el colegio
mantiene una doble vida: la del discurso y la de los hechos. Alguna vez la
Orden religiosa que le da marco a mi escuela (¿dije mí?) había adoptado
sinceros intereses pedagógicos. A partir del siglo XVI, en el contexto de la
colonización mexicana –y, seguidamente, del resto de América del Sur- los
hermanos mendicantes habían descubierto en América (en lo simple de sus
organizaciones, en lo concreto de sus gestos, en lo tierno de sus corazones) el
espacio ideal para efectivizar la utopía social[1],
para vivir en el mundo como lo había soñado su santo.
Después, claro,
se les había enviciado la cosa. Sus métodos fueron poco regulares, pero bien
estratégicos. Les vino bárbaro la organización estratificada de los pueblos
mexicanos. Educando (evangelizando) a los nobles –lo que ellos llamaron
conversión selectiva-, podían después convertir a las masas. Las técnicas que
usaron para esos bautizos colectivos fueron, si no ortodoxas, al menos
ingeniosas –y resolutivas-: “Fray Pedro de Gante bautizó indios por aspersión a
razón de 14.000 diarios”[1]
y las historias cuentan que alguna vez se les terminó el agua en medio de la
tarea sacramental y se la completó utilizando saliva. Una vez que la acción de
base estuvo controlada, los frailes debieron ocuparse de la verdadera mudanza
espiritual de los indígenas. Con ese fin se creó el Colegio Santa Cruz de
Tlatelolco[2],
una institución en la que se preparaba a los jóvenes indios de entre 10 y 15
años para su posterior ingreso en la Universidad. Lo genial de este
establecimiento fue que allí se ocuparon de formar evangelizadores indígenas.
La intención de base era la unión de la cultura nahuátl con la española[3].
Es por eso que allí se tradujeron textos bíblicos y religiosos en general del
español al nahuátl.
En definitiva, lo que buscaban los misioneros franciscanos era obtener el convencimiento auténtico de los indígenas. Que fuera uno de ellos quien regresara como un mesías a comunicarles la verdad del Evangelio. Un auténtico acto pedagógico. Cuando estos religiosos estaban legítimamente interesados en enseñar, aunque la educación no fuera parte central de su carisma. Las circunstancias se lo exigían, y los
hermanos le
ponían el pecho. Como lo hubiera hecho el mismísimo santo que los convocaba
(¿no es lo que hace hoy, nuevamente, a través del Papa Francisco, la Iglesia
católica? Ofrecer a los pueblos que se han extraviado del camino de Salvación,
el verdadero rumbo de la espiritualidad social.)
Pero.
Siempre llegan
los destructores. Las alimañas que desean destruir con pretextos burocráticos y
ortodoxos las verdaderas intenciones creadoras, motivantes y que generan
efectivos resultados positivos. Hubo quienes, entonces, decidieron que eran los
indígenas quienes debían aprender el español y no los frailes el nahuátl,
porque era una lengua bárbara, infiel y –en consecuencia- indigna[1].
De ese modo, la arrolladora fuerza pedagógica –y, claro, evangelizadora- de los
misioneros se disolvía en medio de discusiones medievales, inquisidoras y
oscurantistas.
Entonces.
En aquellas
épocas de pedagogía con el carisma de la Orden bien instalada y arraigada, los
propios frailes se encargaban de destrozar su proyecto, que tanto esfuerzo,
dedicación e investigación les había llevado a sus hermanos de la primera ola
evangelizadora. Así, así mismo está ocurriendo ahora en sus escuelas que
cuentan con siglos de esfuerzos, dedicación e investigación pedagógica. El
progresivo –y luego absoluto- abandono de sus escuelas que han llevado a cabo
las diferentes órdenes religiosas puede entenderse en términos seglares. Pero
no en los de la verdadera espiritualidad, si no religiosa en general, al menos
de esta Orden en particular.
Concebir que
somos nosotros –el nahuátl, el indígena, el niño, el joven- quienes debemos
adaptarnos a la técnica de enseñanza, en vez de que sea el educador –el formado,
el que tiene una intención conciente, el que es capaz de reflexionar sobre su
rol- quien modifica su comportamiento de acuerdo con la coyuntura (y también de
acuerdo con la estructura) es, en principio, una aberración pedagógica. Y es
exactamente eso lo que está ocurriendo en clases. Los profesores, los
directivos, los preceptores, los padres, todos esperan que modifiquemos
nuestras actitudes para encajar en lo que de nosotros espera la Escuela. Yo me
pregunto: ¿no será que la Escuela tiene que adaptarse, mutar, evolucionar, de
acuerdo con la realidad constitutiva y las pequeñas realidades
circunstanciales?
Lo cierto: le
muestro a Facu mi elección de tema. Mientras lee mis apuntes abre grandes los
ojos, se le escapa una sonrisa, tose y, finalmente, afirma: -Es un tema muy
complejo. ¿No preferís hablar de algo que tenga más que ver con tus intereses
adolescentes?
[1] El Rey. Nuestro Visorrey de la Nueva España. Como una de
las principales cosas que nos deseamos para el bien de esa tierra es la
salvación e instrucción y conversión a nuestra santa fe católica de los
naturales de y que también tomen nuestra policía y buenas costumbres, y así
tratando los medios que para este fin se podrían tener, ha parecido que uno de
ellos y el más principal sería dar la orden como a esas gentes se les enseñe
nuestra lengua castellana, porque sabida ésta, con más facilidad podrían ser
adoctrinados en las cosas del santo Evangelio y conseguir todo lo demás que les
conviene para nuestra manera de vivir.
http://biblioweb.tic.unam.mx/diccionario/htm/articulos/sec_17.htm
http://biblioweb.tic.unam.mx/diccionario/htm/articulos/sec_17.htm
[1] Los franciscanos crearon
formas didácticas novedosas en la enseñanza de su cristianismo. Frente a la
seguridad que experimentaban respecto al hecho de que los naturales eran
cristianos sin saberlo y de que practicaban las formas de vida que ellos
propugnaban, se dieron a la tarea de crear los mecanismos adecuados para conducirlos
hacia su ideal de sociedad evangélica pura. Esa fue la lógica de los bautizos
masivos, que no cumplieron con toda la regla establecida por toda la iglesia al
administrar ese sacramento. Fray Pedro de Gante en la ciudad de México bautizó
indios por aspersión a razón de 14,000 diarios y según nos relata Motolinía
alguna vez se acabó el agua para bautizar y hubo necesidad de suplirla con
saliva. Hechos que fueron muy criticados por los demás religiosos.
[3] (…) Imposible
no pensar en tales imágenes al leer el canto náhuatl colonial que describe a
San Francisco de Asís como un quetzalauéuetl y un tzinitzcanpúchotl: valioso
ahuehuete y estimado pochote, del cual se dice que fructifica en ricas flores y
piedras preciosas. Este salmo en lengua náhuatl, así como otros que figuran en
la Psalmodia christiana, compuesta por fray Bernardino de Sahagún, es el
resultado de un estudio cuidadoso de los símbolos y las metáforas de las
tradiciones indígena y cristiana, y de una búsqueda de las palabras que mejor
podían llevar el texto latino a la lengua náhuatl y viceversa (…) http://arqueologiamexicana.mx/mexico-antiguo/el-colegio-de-santa-cruz-de-tlatelolco
[1] (…) El Espíritu volvía a
suscitar en su Iglesia el seguimiento de Jesús en pobreza y humildad. Francisco
quería cumplir simplemente la vida y doctrina del Señor. No fue original en el
propósito, sino en llevarlo a cabo. A diferencia de otros intentos similares de
la época, su fe no opuso evangelio a Iglesia. Las Reglas de sus hermanos y
discípulos testimonian dicha cohesión profunda. Pero la fuerza de su carisma
fue la radicalidad con que hubo de mantener el primado del evangelio sobre
cualquier otra instancia.
En este sentido, la espiritualidad
franciscana representa la tensión propia del entretiempo del Reino. Puede
llamarse carisma e institución, evangelio y ley, gratuidad y eficacia; en
cualquier caso Francisco es el signo nítido de una opción preferencial y
definida por la obediencia directa y literal al evangelio. Probablemente, en
este evangelismo reside su fuerza de atracción, y también sus peligros. Y por
ello, sin duda, Francisco suele ser un punto de referencia esencial en épocas,
como la actual, en que la crisis de identidad cristiana necesita redescubrir su
frescura original.
Dentro de la hagiografía,
Francisco no sólo inspira a creyentes, sino también a humanistas ateos. Se debe
a la exaltación de su figura por parte del pensamiento romántico del siglo
pasado, el XIX. Le tocó vivir en la primera alborada del humanismo, en las
primeras conquistas de las libertades individuales. Y de hecho, los movimientos
que nacieron de él, instituciones religiosas y seglares, llamaron la atención
por su ideal de fraternidad e igualdad.
Sin embargo, jamás tuvo conciencia
de reformador social. Su humanismo bebía de aquel instinto suyo para actualizar
el fermento vivo del evangelio. Basta leer atentamente (habría que cantarlo,
como él, en éxtasis de adoración) su incomparable Cántico del hermano Sol para
comprender de un golpe la fuente de su humanismo: la reconciliación cósmica
soñada por Israel, inaugurada por Jesús al proclamar la paternidad universal de
Dios, presente en el corazón por la fuerza del Espíritu Santo. Ya su primer
biógrafo, Celano, apunta certeramente: «A todas las criaturas las llamaba
hermanas, pues había llegado a la gloriosa libertad de los hijos de Dios».
En momentos históricos como el
presente, en que el hombre siente deteriorarse todo valor humano, e incluso los
fundamentos naturales de nuestra existencia, es normal que Francisco sea
reivindicado por ecologistas, militantes cristianos y líderes de distintas
ideologías religiosas. Todos sentimos lo mismo: el hombre se salvará si, como
Francisco, vuelve al espíritu de las bienaventuranzas, a la sencillez y pureza
de corazón, a creer en la fuerza transformadora del amor.
Como vemos, la espiritualidad
franciscana se confunde con el carisma de un hombre que sigue ofreciendo a la
Iglesia y al mundo la transparencia de una utopía, que a casi todos nosotros
nos parece eso, una utopía inalcanzable, y a él, no, sino el don incomprensible
de la nueva creación, el Reino. ¿Por qué? Porque fue un pobre de Dios, un
pequeño del Reino. Desde entonces le llamamos el «Poverello».
Y desde entonces, gracias a él, el
creyente reconoce en el evangelio la utopía que dinamiza la historia. Es verdad
que a veces confundimos la fuerza de la fe con las fantasías de nuestros
deseos; pero Francisco nos ha ayudado a confiar en la bondad original del ser
por encima de nuestros maniqueísmos. Es verdad que tendemos a proyectar en su
figura la ilusión de nuestros sueños frustrados; pero él nos ha enseñado a
esperar contra toda esperanza, y ¿cómo podríamos vivir si la vida humana no
fuese la aventura del Absoluto?
Es verdad que, en este sentido,
Francisco es peligroso; provoca lo mejor de nosotros mismos. Ciertamente, no es
un realista, incluso habría que decir que su espiritualidad apenas si tiene en
cuenta la complejidad del proceso de la conversión (compárese, por ejemplo, con
los Ejercicios de san Ignacio de Loyola). Y, sin embargo, lo preferimos así:
radical y hasta ingenuo, profeta arrebatado por el amor incontenible y humilde
hasta el barro. ¿Cómo pudo hacer semejante síntesis? Por eso, más que un
sistema de espiritualidad, lo que él nos dejó fue su presencia, el élan tan
personal de su modo de ser cristiano.
[En Cuadernos de oración n. 15, 1984, 17-19].
[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XIII, núm. 37 (1984) 145-147].
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