Capítulo 8: Queer as folk[1]
Han pasado unos meses. Todos estamos
fraternalmente sentados en nuestro curso. Apenas el vuelo de una mosca desata
la catarata de insultos. Esteban y Pedro no han escarmentado (porque nada había
para escarmentar) y han regresado recargados. Es visible el malestar de los
profesores, que no pueden dar clases producto del clima en nuestro salón.
Tenso. Violento. Sostenido con alfileres. El intento de intervención de Quijote
y Atenea no dio sus frutos. Nadie más intentó hacer algo. Bueno, tal vez sí.
Los animadores de Pastoral. Pero sus recursos son escasos. A los profesores les
molestan sus intromisiones en clases. Nadie los legitima. De modo que,
solamente quienes los valoramos porque los conocemos, los escuchamos. Pero lo
cierto es que la inercia nos lleva. La fuerza de la ola[2] nos arrastra y ninguno de
nosotros es lo suficientemente maduro como para detenerse, reflexionar y
cambiar el rumbo. Nadar en contra de la corriente. Tarea difícil a los 16.
Lo que más me irrita de esta situación es que
se ha instalado este modo de relacionarnos. Desde la gastada, la burla, la
agresión. Entiendo que el mundo es así, que en todas partes y a toda hora la
gente se ríe de los defectos del otro y JAMÁS se señalan las virtudes. A pesar
de esto, mi inconciente se resiste a la metamorfosis. No puedo ni quiero
transformarme en cucaracha. Cuando veo un error no lo remarco, no le hago un
primer plano para que el otro se convierta en blanco de miradas, críticas y
prejuicios. Cuando veo una virtud, la resalto. La señalo. La aprecio. Es cierto
que muchas veces me canso de la unilateralidad del rol. Pero, aunque me
proponga (las veces que me enojo, que me harto, que me siento sola) ser
distinta, de mi boca salen solamente palabras de aliento, de sostén, de
estímulo. No sé por qué. Tal vez porque en casa nunca lo tuve. Tal vez porque
tengo bien claro lo bien que hacen esas palabras. Y el daño que causan las
otras. Recuerdo una vez, mamá y yo llegábamos a casa después de un día fuera.
Volvíamos de visitar a mi abuelo, que estaba enfermo y vivía en un geriátrico.
Mis papás aún no habían tomado la inteligente decisión de separarse. Mi viejo
estaba mirando la televisión en el sillón del living. Yo, compañera firme de mi
mamá, regresaba a casa entusiasmada: volvía a mis juguetes, a mi pequeño mundo
de alegrías gestadas por mí misma en los escasos 2 x 2 de mi habitación. En esa
época aún no tenía preconceptos. Aún no me preparaba para el golpe bajo. Para
ignorarlo. No sé (en realidad ahora sí, lamentablemente) lo que ocurría entre
mis padres en aquella época. Pero apenas mamá abrió la puerta de casa, mi papá
nos miró con desdén y pronunció: “Uh, se acabó la paz”. Esas mezquinas palabras
eran para mí la única verdad. Nada entendía a esa edad de los problemas
maritales ni de la complejidad de la vida conyugal -que aún desconozco-, aunque
muchas veces me había explotado en la cara. La nena de 10 años entendió que eso
significaba para el padre su regreso a casa. Y tardé años en revertir la
sensación que eso dejó. Tal vez por eso cuido mucho lo que digo. Al menos las
críticas.
Pero en la escuela, entre compañeros y desde
los profesores, lo único que se escucha es la frase estigmatizadora. Que sale
de una boca y se expande como reguero de pólvora. Especialmente cuando el
contenido es destructivo. El alumno que tiene alguna dificultad en clase, o que
su comportamiento es alborotador del silencio monacal y medieval, se convierte
casi por arte de magia en el señalado por los adultos. Si algún escaso profesor
tiene una mirada distinta del alumno, se vuelve él también señalado y
estigmatizado. Porque “con ese pibe no se puede dar clase”. Yo diría que es
usted, señor profesor mediocre, el que no puede darle clase a ese pibe que, le
desajusta las estanterías y le desarticula sus certezas. Es usted, señor
profesor sin vocación, el que no es capaz de modificar sus técnicas, de salirse
de sus hipótesis para probar nuevas. Especialmente si usted no mira a los ojos.
Si usted no se anima a entregarse a la magia del vínculo que lo espera detrás
de una mirada profunda. De una verdadera conexión con nosotros.
Afortunadamente, hay quienes se atreven. Y, ciertamente, hacen la diferencia.
Natu es mi mejor amigo. Es divertido,
inteligente y honesto. No. No estoy enamorada de Natu. O tal vez sí. De una
parte de él. Yo creo que es necesario enamorarse un poco de los amigos. Y
desenamorarnos y volvernos a enamorar. A veces el desamor se sostiene y
entonces es mejor así. Para ser amigos hay que estar un poco enamorados. Un
poco deseosos. Muy orgullosos. Él, además de estar enamorado de mí –de una
parte de mí- está prendado de alguien más. Es una historia larga y difícil. La
otra persona tiene unos pocos años más y mucho, mucho miedo. Las estrategias de
mi amigo frente al desamor son escasas y tradicionales. Escribe una carta que
me pide que lea para, luego, aconsejarlo.
Escribe lindo. Con honestidad, sin cautela ni
pudor. Se esfuerza para demostrar su entrega, su devoción. Recuerda promesas,
encuentros, intimidad verbal. Se enreda en medio de sus súplicas y yo necesito
salvarlo. Le digo que el texto resulta un poco confuso. Que le pida ayuda a
Atenea, de modo que limpie un poco su carta. Solamente le digo que no entiendo
cómo ese pibe no lo valora. Que él vale muchísimo y que cualquiera moriría por
ser su pareja. Sé que “pareja” suena fuerte. Tal vez debería haber dicho que
cualquiera moriría por ser su compañero, su confidente, su amigo más real. Al
menos eso espero yo del hombre que elija el día de mañana. No quiero que haya
mentiras, ni obligaciones, ni celos, ni histeriqueos, ni réplicas, ni
explicaciones. Quisiera que esa elección sea libre, auténtica, feliz. Pero creo
que Natu aún no se ha dado cuenta de esa verdad. Aún cree que el amor es
atracción y recuerdos. Y promesas. Y decepciones.
Natu y yo nos acercamos al escritorio de
Atenea. Es raro que esté sentada allí. Según ella misma: “A veces me toca”.
Registro de notas. Lo extraño es que, su modo de calificarnos no es el de todos
los demás docentes. De modo que imagino lo ardua que le resulta la tarea de
ponernos calificaciones en las libretas. Sus notas salen de las múltiples
intervenciones que tenemos en clase. A veces nada tienen que ver con las
evaluaciones escritas que nos toma muy cada tanto. Ella prefiere llevarse
nuestros escritos- que hemos ido corrigiendo sentados a su lado a lo largo de
un par de clases-. Sus consignas son extrañas –hasta que nos acostumbramos- y
luego se vuelven casi mágicas. En lo que va de este año hemos sido raperos,
aedos, caballeros, madres, enamorados, gauchos resentidos, ciegos, locos… Hemos
escrito, actuado, bailado, dirigido, soñado, empatizado. Hemos crecido. Loca,
cautivante y nutritiva la clase de Literatura.
Él no se atreve, de modo que hablo yo: “Profe,
Natu quiere que leas esta carta que escribió. Y que le digas qué te parece.” Lo
cierto es que mi amigo no necesita que le corrijan la carta. Necesita que le
digan que sus palabras son valiosas. Nadie mejor para eso que Atenea, que es
capaz de convertir en poeta a cualquier analfabeto emocional. La profe sonríe. No
puede disimular su alegría. Ella –como Natu, como todos- también necesita que
le digan lo que vale. Nuestro acercamiento le demuestra cómo la vemos, cómo la
sentimos. Toma la carta y comienza a leer. Son dos páginas oficio del derecho y
del anverso. Apenas toma los papeles, su rostro se transforma. Se ha internado
en la lectura y nos olvida por unos instantes. Se le escapan esbozos de
sonrisa, se le abren –enormes- los bellos ojos negros. Se escucha una queja irrelevante (¡Profe,
Lope no me deja inspirarme, me mete los dedos en la nariz mientras estoy
escribiendo mi Haiku!). Atenea sale del
trance, nos corre del campo visual con su mirada. No dice nada. El gritón la
mira, ríe, baja la mirada y vuelve al trabajo. Entonces, vuelve a conectar con
nosotros y expresa: “Chicos, esto está muy bueno. Dénme unos minutos para
disfrutarla y darles una devolución. ¿O.K.?” Nos sentamos. Natu está feliz, su
carta “está muy buena” y es disfrutable. Diez en autoestima para él, al menos
en este ratito de Literatura… o de Vida misma.
Al cabo de un rato, se acerca a nuestro
banco. Está emocionada. Involucrada. Preocupada también. “Natu, esta carta está
genial. Tenés una habilidad para transmitir lo que sentís, para poner en
palabras emociones, que es impresionante. Te hice un par de correcciones para
que tu escrito fuera menos repetitivo y más conciso. Me encanta cómo describís
y recordás momentos con tu pareja. Lo único que me preocupa es que te expongas
tanto. No sé si está tan bueno que la otra persona, que eligió no tenerte más
al lado, te vea tan expuesto. Yo me preguntaría si hago bien en sentir todo
esto por alguien que me corrió de su vida. Más aún si no cometiste ningún
error. Si su elección fue simplemente dejar de sentir.” Atenea habla desde el
corazón. No es profesora. Es persona. No teme por lo que corresponde y lo que
no. Porque en esta relación entre ella y nosotros no hay obligación, no hay
deber ser. Nos habla desde la confianza que le hemos entregado al mostrarle esta
carta. Mi amigo la mira. La escucha. Ella se sienta en el bordecito de una
silla de la fila de al lado. Le hace un gesto a Caro, que se corre sin hacer
ninguna pregunta. Es habitual que la profe se instale un rato en algún banco
para vincularse uno a uno con sus alumnos. “Natu, mirá, a mí lo que me preocupa
es que vos sientas esto por alguien que no te valora. Decirle al otro que aún
lo querés, me parece bien. Pero decirle que lo necesitás para vivir, cuando él
te borró sin pensar en nada más, me parece peligroso. Decirle que nunca vas a
sentir lo que sentiste con él me resulta injusto con vos mismo. Pensálo. Obvio,
la decisión es tuya. Pero yo pensaría un poco más esto de exponerle mi alma a
alguien que no supo cuidarla.” Mi compañero parece haber encontrado una puerta
que no existía hasta el momento. “Sí, profe, gracias. No lo había visto de esa
forma. La voy a reescribir.” Atenea le da un abrazo y se encamina hacia el
banco de Esteban y Pedro que ya están haciendo la versión reggeaton de sus
haikus sobre lo buena que está Flor. Entonces, Natu se para, la toma del hombro
y le pregunta: “Pero… profe… usted entendió, ¿no?” “Sí, claro.” Ella sigue su
rumbo, mientras mi amigo me mira, se ríe y dice: “¡Entendió!”.
[1] Queer as folk, 2000-2005 (serie
norteamericana/canadiense que narra las historias de un grupo de amigos
homosexuales que viven en Pittsburgh)
[2] Die Welle, 2008 (película alemana https://vimeo.com/97620463)
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