jueves, 26 de abril de 2018

Capítulo 13: Le manque vient à manquer (La falta falta, Jacques Lacan)




Capítulo 13: Le manque vient à manquer (La falta falta, Jacques Lacan)

Desde que pasó lo del agujero en la pared, desde que algunos se burlaron de ella y de su video y lo hicieron viral, desde que Livia profundizó la distancia entre nosotros y ella… desde entonces que empecé a notar su vestuario. Su look. Nunca antes había prestado atención. No sé si porque eso cambió o porque ahora reparo en ella. A veces trato de acercarme. Trato de hablar con ella. Pero prácticamente no lo logro. Casi no me contesta. Y si lo hace es apenas con gestos o monosílabos. Lo cierto es que Livia jamás usa pollera, ni remera de mangas cortas, y las pulseras parecen ser su obsesión. Una mañana, -de esas interminables y de Nada misma en clase- pidió permiso para ir al baño. El profesor de Química la dejó salir. No la miró. Porque si lo hubiera hecho, dudo que la dejara  irse sola. Ese día Livia había recibido la devolución de una evaluación que habíamos tenido hacía dos semanas. (Cuando la angustia por el examen empieza a menguar producto del olvido, aparece la entrega del examen corregido). Ya conté que ella es una alumna de 10. Es estudiosa, es exigente –consigo misma y con los demás-, participa en clase únicamente para hacer que la misma avance. No interviene en los chistes, ni en los desvíos. Ni siquiera cuando los desvíos son estrategias para volver al rumbo. Pero en el examen de Química Livia había sacado 3. Creo que era la primera vez que nuestra compañera desaprobaba un examen. Incluso creo que era la primera vez que Livia sacaba menos de 7 en una evaluación. De todos modos, la prueba había sido una masacre. Era tan así que las que siempre lloraban cuando desaprobaban, ni siquiera lo habían hecho. El 95% de la clase ya tenía decidido su futuro. Debíamos rendir la asignatura en las mesas de examen de diciembre. Sí. En junio ya lo sabíamos. Pero Livia no estaba habituada a eso. No había llorado. Solamente le había dicho al profesor Irsuto: -¿A usted no le parece raro que desaprobemos prácticamente todos?- Él le respondió –sin tomarse dos segundos para procesar su pregunta, como si la respuesta la hubiera tenido preconcebida, prearmada para cualquier situación similar-: -No. Me parece lógico. Si acá nadie me da bola cuando doy clase. Esto no es más que lo que ustedes se buscan. –Profesor, -le dijo Livia- usted sabe bien que yo lo escucho, que yo participo. Esa respuesta no se aplica conmigo. –Estudie para la próxima.- fue todo lo que replicó. Y cambió de tema.

Entonces. Livia salió “para ir al baño”. Que nos dejen salir para ir al baño está prohibido. Pero todos los profesores nos dejan salir, porque somos adultos, porque “confían en nosotros”. Ponéle. La verdad es que esto de dejarnos salir no me parece nada mal. Porque es cierto que podemos ser dueños de nuestros tiempos, que somos capaces de discernir qué hacer y cuándo, etc. Pero esta Escuela, esta manera de vivir la Educación no da garantías de nada. Ni de que nosotros vayamos al baño con responsabilidad, ni de que los docentes sepan a quién dejan salir y a quién no. Porque somos casi cuarenta en clase. Porque el profesor nos ve dos horas –con suerte- dos veces a la semana, si no menos. De modo que, -no sé si por desinterés o porque la tarea lo sobrepasa-, la cosa es que Irsuto no la miró. Y Livia se fue al baño.  

Después.

Después Livia se zarpó con el tajo. No era la primera vez que practicaba el cutting. La del agujero en la pared y su posterior delación si no fue la primera, al menos fue la primera evidente. Llegó una tarde a la clase de Educación Física con remera de manga larga y joggin.  Se negó a quitárselos a pesar de la indicación de la profesora. Durante el partido de handball, no quiso estar en el medio del partido –a pesar de que era muy buena como atacante- sino que prefirió quedarse en el arco. Como nunca lo había hecho, un pelotazo le dio en la pierna izquierda. Le dolía tanto que no podía levantarse del piso. La Profesora quiso correrle el pantalón para revisarle la pierna. Livia se levantó de un salto –como si nada le hubiera pasado- y pidió permiso para ir al baño. –Querés que te acompañe alguna compañera?- preguntó la ajena docente-. Livia se alejó sin responderle.

La mañana de la clase de Química. Livia en el baño después de su primer examen desaprobado en la vida. La indiferencia venenosa de todo el curso. Su incapacidad para pedir perdón. La falta de intervenciones atinadas de los adultos alrededor. Mejor aún –peor aún- las desatinadas intervenciones de los adultos alrededor. La ausencia de sus padres. Livia estaba sola. En un abismo. En un pozo de agua sucia. Ahogándose. De allí necesitaba salir para respirar. Necesitaba salir para liberar la tensión. Para dejar de sufrir. Para dejar de sentirse mal. Esa posibilidad se la daba el cutting. Pero esta vez el corte en la zona de la ingle fue profundo -por la zona de la arteria y vena femoral-. Cuando entré al baño para “ver cómo estaba” –por motus proprio, ya que fui yo la que le indicó a Irsuto que Livia estaba tardando mucho- la encontré en el piso, rodeada de sangre. La ambulancia llegó rapidísimo. Por suerte sabía que si sangra hay que comprimir, y eso hice, a la vez que gritaba pidiendo auxilio. Livia se había salvado. Pero había perdido muchísima sangre. Por suerte habíamos llegado a tiempo. La duda que nos quedó fue: si sólo quería calmar la ansiedad a través del cutting… como ella misma dijo después… ¿por qué justo en esa zona? ¿Por qué cortarse justo ahí, estando sola, corriendo el riesgo de desangrarse? ¿Había sido casualidad?

También.

Hace un mes que renunció Atenea. No le quedó otra. No se podía ir a trabajar con un clima así. Los que hasta ese día se habían llamado sus amigos le daban la espalda. La trataban raro. Ya no le escribían. La ignoraban. Los que se sentían en peligro ante su presencia, le sonreían en directo y la mataban en su ausencia. Tal vez debió ser más fuerte que todo eso. Pero no quiso inmolarse. Nos pidió perdón. Y nos dijo que seguiría luchando con nosotros por lo que era justo. Pero que su vida profesional seguía. Que ella era más que profesora de nuestra escuela. No porque la nuestra fuera poco, sino porque más allá de eso su vida la necesitaba entera. Y con alguien tan despiadado había que andarse con cuidado. Atenea tenía miedo sí. Pero no de lo que le pudieran hacer. Si no de cómo la podían hacer sentir. Es que Atenea no es inmortal. Sí, llega para infundirnos a los simples mortales ánimo, belleza, pasión, certezas. Pero ella es bien humana. Y la aquejan las mismas angustias que a cualquiera de nosotros. Lo bueno es que la mina sabe vincularse. El gran drama es que los adultos –muchos, no todos claro, pero para pertenecer al sistema hay que tranzar, siempre hay que tranzar- son caretas. Unos menos, otros más. Pero la caretean. Porque el sistema está armado para caretearla. Porque son pocos los que se paran a ver lo que pasa en el aula. Que es lo único verdadero. Lo único cierto. Lo auténtico. Cómo nos tratan. Cómo nos enseñan. Qué nos dicen. Qué nos generan. En qué nos convertimos a través de sus intervenciones.

Chau Profe.

Hola mujer.

Porque nos prometiste seguir en contacto.

Y nos encanta la idea de conocerte así.

 Madre.

Esposa.

Amiga.

Luchadora.

Certera.

Auténtica.

Implacable.

Fiel a vos misma.

Chau Profe.

Hola Amiga.

Guía.

Musa.

Par.


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