martes, 3 de julio de 2018

¿Por qué los adultos me odian? Capítulo 18: Another brick in the wall


Capítulo 18: Another brick in the wall

 “Las cosas que comienzan con el mal, solo se afianzan con el mal”- Lady Macbeth

Hoy no tuve un buen día. Hace un mes que falleció papá. En la escuela, la profesora de Física estaba explicando un tema. Mientras tanto, Natu y Pili me hablaban por lo bajo. -Si no prestan atención, después no pretendan aprobar mágicamente la evaluación- rugió la docente. En ese momento, a ninguno de los tres nos importaba la próxima prueba de Física. De todos modos no le entendíamos un carajo. Mucho menos nos resultaban interesantes sus clases. Que transcurrían en medio de pujas de poder entre los más bardo del salón y una profesora inexperta y sin vocación. En general Natu, Pili y yo callábamos y asentíamos para evitarnos su inquina a la hora de corregir nuestros exámenes –sí, con ella todo es cómo me caés y cómo me hiciste pasar las clases-. Lo llamativo es que esta vez no tuvo en cuenta nuestro desempeño a lo largo de todas sus clases. Mis amigos me vieron mal y fue por eso que me hablaban por lo bajo y me palmeaban la espalda. Yo hablaba poco. Respondía como podía a sus preguntas intentando manejar el llanto. Nunca había sido adepta a papá, pero lo extraño con una fuerza que sale de mis vísceras. Trataba de explicarles eso sin largarme a llorar. Ellos intentaban consolarme sin caer en lugares comunes. Porque saben que mi relación con papá no tenía lugares comunes. Pero Ferraro no tiene contemplaciones. Porque nada contempla. Ella no observa más allá de sus propias sensaciones y necesidades. Lo triste es que no es la única. Ya conté que está lleno de docentes así. La miramos y callamos. Pero no por obediencia. Sino porque preferíamos eso antes que hacerla parte de lo que nos pasaba. Ella no se merecía esa información. Tampoco mostraba ningún atisbo de interés en querer ser parte. En acercarse. En enterarse. O lo hacía a veces. Cuando quería. O hasta donde le resultaba entretenido. No estoy en contra del egoísmo –de hecho me parece que es la esencia de la autoestima: necesito ser egoísta para ponerme en primer lugar y así crecer, evolucionar, inspirarme-. Pero ese modo de egoísmo era perverso. Era mediocridad, escondida por el rol. Un rol que, hoy por hoy, necesita de mucho más que de la tradición, de la jerarquía para sostenerse. Al cabo de unos instantes, el bullicio regresó. Ferraro nos miraba con añeja furia, se dirigió hacia nuestro banco dando pequeñas zancaditas que la dejaron frente a nosotros con el rostro transmutado en rabia, en inquina. En un odio que no tenía que ver con su rol docente y lo que significábamos para ella como enemigos que no la dejaban tener éxito en esa labor que había elegido –no por vocación, sino por crédula comodidad-. No. Esto era más que eso. Su odio radicaba en algo más. En su lugar en la sociedad. O mejor aún: en el concepto que tenía de sí misma. La etiología de esa cólera era justamente lo que ella pensaba de sí. Era eso lo que no le permitía acercarse a nosotros, ni a nadie que fuera diferente. Su vida era lo que era –ni buena ni mala ni triste ni feliz ni mediocre ni exitosa- y a ella no le gustaba que así fuera. Se sentía mal consigo misma, con lo que había hecho con su existencia. Pero no se atrevía a cambiar el rumbo. A reconocer el error. Se convencía de su propia mentira. Se mentía a sí misma diciéndose que todo lo que le ocurría era culpa de su ex. Todos sus fracasos eran responsabilidad de ese hombre que en unos años había pasado de ser el hombre de sus sueños a un monstruo parasitario y tóxico. En el medio no había nada. Solo quejas. Rabia. Drenada en resentimiento. No había recuerdo. No había ningún tipo de reconocimiento. De revisión interior. De autocrítica. El otro se había erigido en villano. Casi de historieta. Casi de parodia. Un grotesco. Era imposible concebir un ser tan lleno de miserias, de defectos, de cinismo, -en definitiva-, de violencia. Ella era una princesa a la que había que cuidar, enamorar, salvar, sostener. Todo era entrega. La vida entera –los hobbies, los deseos, los proyectos personales, los amigos, la individualidad- todo debía ser pensado en función de una dualidad que se suponía unilateralmente que era unidad. Pero esas entregas implicaban renuncias. Pérdidas. Infidelidades consigo mismo. Eso carburaba. Trabajaba incansablemente en el alma, en la emoción del renunciante. Pero especialmente trabajaba en su intelecto. Que se sentía rechazado, desaprovechado, negado. A la larga o a la corta, ese rumiar enjaulado se escaparía. Y lanzaría su alarido. Tal vez el otro fue cobarde. Fue tibio. Fue cómodo. No se atrevió a rebelarse. Y fue así como la rutina se plagó de odios. De silencios. De mentiras. De temores. Hasta que ella lo dejó por otro. No sin antes planificar la estrategia para dejarlo destruido. Porque si él no quería hacerla feliz, cumplirle sus anhelos, efectivizar sus ilusiones infantiles, entonces no debería querer nada. Ni ser hombre, ni ser padre, ni ser nada.

Entonces.

-¡Cierren la boca trío de maleducados! ¡En diciembre van a venir a pedirme por favor que los apruebe! ¡Acuérdense de lo que me hicieron en esta clase! ¡No digan que no les avisé! Se la van a llevar. Aunque vayan a profesor particular-. Lo dijo con un tono que destilaba veneno. Sus ojos estaban inyectados. Su cuerpo se alzaba como el de un animal que está a punto de destrozar a su víctima. Toda esa escena contenida en esas frases. En esos signos.

Me incorporé. Sequé mis lágrimas en la manga del buzo de Educación Física. Le pedí permiso a Natu con un gesto y me acerqué a ella. No era muy alta, de modo que quedé unos centímetros por encima de sus ojos. Sin levantar la voz, pero de modo que todos pudieran escucharme, le dije: -Profesora, a mí me importa un carajo su clase de Física. Habitualmente lo disimulo. Trato de no faltarle el respeto. Así que, en general, me callo durante sus clases y me aburro como un hongo mientras usted explica como el culo temas que después tengo que googlear para poder resolver las evaluaciones que usted prepara. Pero hoy no puedo ni quiero disimular. Ya sé que en el futuro me voy a tener que acostumbrar a enfrentar este tipo de situaciones en las que a nadie le va a importar lo que me pasa. De todos modos, no me quiero acostumbrar a un mundo tan puto. Tengo 16 años, hace 13 que vengo a este colegio y merezco el derecho a estar llorando porque hace un mes que mi viejo se consumió en la cama de una clínica.

La profesora no supo escucharme. Se enfureció aún más y me dijo que nada habilitaba la falta de respeto, que en la escuela debía cuidarse el vocabulario y las jerarquías… bla, bla, bla. No me echó del aula. Tampoco le respondí. Otra vez, ganaba la mediocridad. Como aquella vez, cuando terminó nuestra Toma del colegio. Callé. Me senté. El sermón duró hasta que sonó el timbre. Nadie aprendió Física esa mañana. Tampoco esa mañana.

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