Capítulo 14: Para la
libertad[1]
Si bien la cosa entre la
escuela, Peli y yo no está resultando como quisiéramos –bien lejos de lo que quisiéramos-
nuestra relación, que surgió a partir de ese asunto, crece. A pasos agigantados
–diría mi vieja si se enterara-. Porque al fin de cuentas (con los
anticonceptivos comprados y tomados) tuvimos sexo. Otra vez, un sábado a la
tarde en su casa vacía. Los dos solos. Unas escasas horas robadas para la
intimidad. Su casa está siempre muy concurrida. Pero los sábados de 15 a 17 es
nuestra. Fue raro. Doloroso –no tanto como para no desear fervorosamente la
segunda vez-. Pero, primordialmente, fue nuestro. Un momento solo de nosotros
dos. Con nuestros códigos. Con nuestra privada manera de desearnos, de
expresarnos, de entregarnos, de mirarnos, de hacernos gozar. Se nos abrió un
camino novedoso, auténtico, inextinguible. Hay miles de cosas que no me imaginaba
haciendo, y ahora no puedo pensar en vivir sin hacerlas. Creo que tener
relaciones con la persona que amamos, con la que nos sentimos lindos, deseados,
únicos, hábiles, imprescindibles, cambia el modo cómo nos sentimos en el resto
de nuestras actividades. Ahora tengo un nuevo y desconocido impulso vital. No
solamente para volver a encontrarme con Peli. Si no –y eminentemente- para ser
y hacer lo que soy y hago, esté o no con él. Será por la edad. Será porque durante
toda la vida se necesita de esa montaña rusa hormonal que es una buena sesión
de sexo. Será porque no se puede vivir sin recordar –todo lo a menudo que se
pueda- que estamos bien vivos y somos bien animales. El sexo es lo más. Quiero
coger como hoy toda la vida. Imagino que en algún momento la cosa menguará,
pero ojalá que tarde muchísimo en declinar… porque este vigoroso acicate es un
sustento sin el que hoy no creo poder seguir. No lo conocía ni lo necesitaba.
Ahora que lo probé, no puedo ni quiero vivir sin él.
Una vez que terminamos, me
levanté creyéndome aún doncella -¿habrá entrado del todo, o fue tanto dolor que
no llegó a desvirgarme?- y un poco cowboy.
Mientras caminaba hacia la cocina, donde prepararíamos unos inocentes mates
para la hora de la llegada familiar, recordé con mi manera de caminar al héroe
de historietas que leía mi hermano: Lucky Luke. Sus piernas chuecas producto de
la cabalgata. Así me sentía. Como si no pudiera cerrar las piernas. Se lo
comenté a Peli haciendo el gesto de sacar las pistolas en medio de un duelo en
el Lejano Oeste. Estallamos en risas. Y volvimos a sentirnos dueños de un
secreto inviolable y auténticamente privado, que nos uniría para siempre. Los
dos habíamos perdido la virginidad aquel día. Los dos recordaríamos esa tarde
toda la vida. Eso nos hacía aún más únicos. Aún más reales.
El manantial de deseo no
puede detenerse. Tenemos sexo –o lo que se puede, donde se pueda- cada vez que
estamos solos. Es como si hubiéramos abierto un grifo imposible de cerrar. Y
aunque pudiésemos hacerlo, ninguno de los dos tiene ninguna intención de
cerrarlo. Es un grifo que nos inunda de plenitud en forma de sensualidad, de
humedad, de calor, de vigor, de autoestima. Nunca me sentí tan bien conmigo
misma, con mi cuerpo, con mi forma de ser. Cada cosa que hago es fuente de
placer para Peli, pero también para mí. Me siento una diosa engendrada para
deleitarse y deleitar a través de su cuerpo, de sus ojos, de sus gestos. De mis
quejas. En el sexo con Peli a veces siento cierto dolor, que es producto de su
rol animal, de su actitud de fiera que se apodera de su hembra. Sé que lo que
digo es prácticamente una aberración en el #niunamenos mundo actual. Pero me
gusta ser su hembra. Ahí. Y solo ahí. Porque en el resto de nuestras
actividades juntos somos pares. Pensamos juntos. Somos iguales, y bien distintos.
Pero a la par.
A la par seguimos en
nuestra legítima brega. Cuando renunció Atenea –debo ser franca- bajamos los
brazos por un tiempo. Fue como si nos anunciasen que la guerra había terminado.
Y que habían ganado los otros. Pero tuvimos una idea. Tardamos semanas en
tejerla. Semanas que fueron una pérdida inestimable. Porque el brío obtenido
durante la toma será difícil de alcanzar nuevamente. El tiempo suaviza las
cosas. Muchos olvidan y otros miran para un costado. La rutina es sencilla. La rutina
da seguridad. Certezas. Confort. Despreciable mundo burgués. Egoísta. Hedonista.
Capitalista. Todos sinónimos. Así que aquí estamos. En medio de la lucha que
sigue. Por un camino inédito. Con un rumbo inopinado. Esteban y Pedro fueron
quienes no toleraron la quietud. El silencio. El callado grito de su ausencia. Nos
dijeron que necesitaban hacer algo. Cualquier cosa que manifestara su
desagrado. Su hastío. Que se oyera como un trueno en medio de una silenciosa
tarde lluviosa en la que no se espera nada ni a nadie, lo obsceno de la
mascarada institucional. Que todos escucharan la Verdad que se había hecho no
sólo Verbo sino también Carne durante la Toma: Hay una manera real, auténtica,
efectiva, exitosa de enseñar y de aprender. Hay quienes viven la Educación como
una experiencia enriquecedora cada día –cada segundo, cada mirada, cada gesto,
cada Encuentro- de su labor dentro (o fuera, claro) del aula. La Escuela se
vive todo el tiempo. Desde que entramos, cuando nos vamos e incluso cuando no
estamos en ella. Porque la Escuela hace comunidad. Porque la Escuela –sea o no
confesional, franciscana o pirulo- es las personas que la forman. Y es
justamente por eso que no podemos seguir siendo callados testigos y cómplices
de la decadencia de nuestro Colegio. Del que se van a cada paso personas que
han luchado por años contra la pútrida corriente segregadora, que busca amputar
lazos –como en la prisión- para gobernar a su antojo. Divide y reinarás. De la
carne talada crecerán nuevos brazos y nuevas piernas. Porque aún tengo la vida.
[1] El herido, poema de Miguel Hernández
I
Por los campos luchados se extienden los heridos.
Y de aquella extensión de cuerpos luchadores
salta un trigal de chorros calientes, extendidos
en roncos surtidores.
La sangre llueve siempre boca arriba, hacia el cielo.
Y las heridas suenan, igual que caracolas,
cuando hay en las heridas celeridad de vuelo,
esencia de las olas.
La sangre huele a mar, sabe a mar y a bodega.
La bodega del mar, del vino bravo, estalla
allí donde el herido palpitante se anega,
y florece, y se halla.
Herido estoy, miradme: necesito más vidas.
La que contengo es poca para el gran cometido
de sangre que quisiera perder por las heridas.
Decid quién no fue herido.
Mi vida es una herida de juventud dichosa.
¡Ay de quien no esté herido, de quien jamás se siente
herido por la vida, ni en la vida reposa
herido alegremente!
Si hasta a los hospitales se va con alegría,
se convierten en huertos de heridas entreabiertas,
de adelfos florecidos ante la cirugía.
de ensangrentadas puertas.
II
Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.
Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales, y entro en los algodones
como en las azucenas.
Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.
Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.
Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.
"Que se oyera como un trueno en medio de una silenciosa tarde lluviosa en la que no se espera nada ni a nadie, lo obsceno de la mascarada institucional", ¡me encanto esa comparación! Y me encanta como vas jugando en cada capítulo con los recursos literarios. Un placer leerte.
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